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Después de acompañar a Aurorita a Gracia y de dejar a mi padre y a Víctor en algún punto del Ensanche, Miguel continuó con el Citroën hasta la parte baja de la ciudad, siempre consciente de que llevaba en el portaequipajes un cadáver y cuatro pistolas en una maleta.

Abandonó el automóvil en el puerto, en un callejón estrecho y oscuro entre dos tinglados. Tiró la maleta al mar. Luego se fue caminando a su casa, al piso caótico y sucio que había encima de la carbonería de la calle de la Vía, y trató de dormir un poco.

A primera hora del día siguiente, jueves 21 de octubre, acudió a su cita con la brigada de limpieza de barcos del muelle del Morrot y notificó el nombramiento de Víctor como jefe de la cuadrilla en su lugar. Luego desayunó y se fue a la sede del Sindicato Libre, en la calle de Sagristans. Preguntó por Sales, el presidente, y se sentó a esperar que llegara.

Sobre las once de la mañana, logró encerrarse en un despacho con Ramón Sales y mantuvieron lo que Miguel, en sus papeles, resume como «una larga entrevista». Pasado el mediodía, Sales pidió que le preparasen su automóvil e hizo una llamada telefónica. Se trasladaron los dos al edificio del Gobierno Civil, en el Pla del Palau.

Allí los recibió Miguel Arlegui, el jefe superior de policía. Alto y delgado como un vampiro, de cabello blanco y espeso, cortado al estilo militar, sobre un rostro huesudo surcado de arrugas amargas como cicatrices. Miraba, hablaba y se movía como si le diera asco verse obligado a relacionarse con las personas.

—¿Qué pasa? —dijo.

—Es referente a esos asesinatos… —empezó Sales, protector de Miguel.

—Sí. Moscoso y el Mahonés. Qué.

No habían encontrado todavía el Citroën con Rodrigo en el maletero.

Entre los documentos de Miguel, encontré una libreta con el título de «Interrogatorios» llena de ejemplos de los que había aprendido. Las primeras páginas tenían fecha de 21/10/20 y reconstruían su primer encuentro con Arlegui mediante anotaciones de alumno aplicado. Empezaba diciendo: «Arlegui de pie, yo sentado, él por encima de mí, yo debajo, sometido, él más, yo menos, se pasea y con frecuencia se pone detrás de mí, no puedo seguirlo con la vista, no lo veo, me puede sorprender por la espalda, atacarme a traición, estoy en sus manos».

Miguel Jinete contó su versión de los hechos. Él era amigo de Moscoso, miembro de la banda, afiliado al Sindicato Libre, como podía certificar con su carnet. Se habían llevado a la casa de Horta a una cabaretera del Paralelo, una tanguista, y se estaban divirtiendo con ella. Una fiesta privada. Bah. No. Volvía atrás. En realidad, ya hacía un tiempo que él se estaba tirando a la muchacha y aquel día había decidido compartirla con los amigos.

En ese momento, Arlegui se volvió a Sales, que parecía aburrirse.

—Tú ya te puedes ir. Éste y yo ya nos entendemos.

Sales se levantó de la silla, se puso el sombrero y colocó una mano ingrávida sobre el hombro de Miguel. Se limitó a decir, como despedida: «Trátalo bien, es un buen chico», con la mueca que acompaña a las cosas de poquísima importancia; y desapareció.

Cuando se quedaron a solas, Arlegui se frotó los ojos y recuperó el tema de conversación:

—… Habías decidido compartirla con los amigos —«Tuteándome, que da más miedo».

—Sí, Moscoso y el Mahonés insistían y aquella noche accedí y, bueno, nos estábamos divirtiendo. Y, entonces, llegaron unos anarquistas.

—¿Cómo llegaron unos anarquistas?

—Llamaron a la puerta. Yo estaba en la cocina. Oí que Moscoso decía: «Debe de ser Rodrigo», otro componente del grupo…

—Sé quién es Rodrigo.

—Empecé a oír tiros. Yo estaba en la cocina, y me asusté y salté por la ventana a la parte de atrás de la casa, y me escapé corriendo.

—¿Y cómo sabes que eran anarquistas? —se iniciaba un interrogatorio en el que Miguel era sospechoso.

—¿Quiénes más podían ser? Cuando matan a alguien del Libre, son los anarquistas, ¿no? Y cuando matan a un anarquista, es uno del Libre. Esto es una guerra.

—Supongamos que fue el chulo de la tanguista. O sus amigos, o parientes. Que no les gustaba lo que le estabais haciendo a la muchacha.

Comentaba Miguel: «Primera premisa: el declarante miente. El declarante siempre es el primer sospechoso. ¿Por qué ha venido a comisaría a declarar? Buscar alternativas a lo que diga y soltárselas como si fuera la verdad contrastada. Así, le dices que sabes que está mintiendo y que no te va a engañar».

Miguel calló. ¿El chulo, amigos, parientes? Podía ser pero, en todo caso, él no podía saberlo. No podía estar seguro de que eran anarquistas, si huyó por la ventana. No podía tener réplica para aquella suposición. Dejó que el silencio ponderase las palabras del policía y le pareció que la balanza se inclinaba a favor de los anarquistas asesinos.

Arlegui asintió, como aprobando el examen del alumno.

—¿Y qué quieres de mí?

—¿Qué quiero? —Miguel lo miró a la cara y jugó sus cartas—. Luchar contra el anarquismo, eso quiero. Pero no a la manera de Moscoso. La guerra entre los Sindicatos Libre y Único sólo sirve para crear confusión. La destrucción del anarquismo tiene que ser cosa de la policía.

—¿Quieres ser confidente? ¿Cuánto dinero crees que gana un confidente?

—No lo haría por dinero. No lo necesito. Soy comerciante, aunque modesto. Tengo una carbonería en el Poblenou, vivo de ella. Lo que quiero es paz en las calles.

—Paz en las calles —repitió Arlegui como si hablara de un ideal inalcanzable—. Y paz en la tierra para los hombres de buena voluntad —añadió, sin alterarse—: Mierda de ciudad. Durante la Gran Guerra, se echó a perder. Entró mucho dinero, mucho. ¿Pero quién lo trajo? Mercachifles sin escrúpulos que igual vendían a un bando que a otro, traficantes de armas y de cocaína y de mujeres. Se llenaron los barrios bajos de macarras, ladrones y sicarios. Así nos llegó esa carroña de Rudolf Stallmann o Stillmann, que se hacía llamar barón de Koening. Lo echamos, pero dejó aquí a todos sus gángsters. Esto ya no hay quien lo arregle, joder. Y, para colmo de males, en Rusia las tropas del ejército rojo han vencido a las tropas zaristas de Wrengel. El día 15 cayó Sebastopol.

Para Arlegui ya estaba todo perdido. Ya todo le daba igual. Pero le interesó Miguel lo suficiente como para animarse a formular la siguiente pregunta:

—¿Y qué podrías vendernos ahora?

—Cosas de Moscoso y los suyos.

—Ya lo sé todo sobre Moscoso y los suyos.

—A lo mejor, no.

—Y, además, están muertos —y añadió—: Y bien muertos que están.

—¿Usted sabe algo de la batalla del quiosco del Peso de la Paja? —pregunta ingenua para que él dijera: «Claro que lo sé», y bajase la guardia.

—Claro que lo sé —replicó el policía con desdén.

—¿Y cómo mataron a Pedro Torres?

—¿Pedro Torres? —frunció el ceño. Quizá sabía, pero le daba a Miguel la oportunidad de lucir sus conocimientos.

—Pedro Torres era un obrero de la construcción que fue herido en la batalla del quiosco del Peso de la Paja. Lo llevaron al Hospital Clínico. Moscoso le tenía especial ojeriza porque decía que había herido a un amigo suyo en el quiosco, de manera que fue a esperarle con Rodrigo a la salida del Clínico. Un día de finales de julio, primeros de agosto, cuando Torres salía vendado y maltrecho aún, le pegaron cuatro tiros. No murió. Cargaron con él, lo metieron de nuevo en el hospital, lo operaron de urgencias. Se salvó. Salió de nuevo a la calle el último día de agosto, más vendado y más maltrecho todavía. Moscoso y Rodrigo volvían a estar allí, aguardando, cargados de paciencia. Volvieron a dispararle y esa vez ya lo mataron.

Arlegui esbozó media sonrisa, como si acabara de escuchar una anécdota simpática.

—Sabes mucho de Moscoso y los suyos.

—He sido uno de los suyos. No se dedicaba sólo a la CNT, ¿sabe? Cuando necesitaban dinero, robaban bancos o gasolineras, o cajas fuertes de fábricas. Saqueaban pisos y torres de la parte alta de la ciudad.

—Pero ya están muertos.

—Si investiga en la dirección que yo le indico, podrá recuperar botines que tienen escondidos, o que están en los pisos de sus fulanas… y los podrá devolver a sus legítimos propietarios. Joyas, objetos de arte…

Arlegui se sentó. Respiraba complacencia.

—¿Y qué me dices de los anarquistas?

Miguel suspiró.

—También sé cosas. Nací en Poblenou, un barrio de anarquistas, y frecuento el Centro Libertario, conozco a algunos. Me aceptan. Y dirijo una cuadrilla de limpieza en el puerto. Todos sus miembros son de la CNT. Tipos duros, con acceso a armas, tanto cortas como largas.

—¿Acceso a armas?

—Sí, ahora que han prohibido la venta de armas de fuego si no se tiene licencia. No sirve de nada. Desde que Alemania se rindió, por el puerto no dejan de entrar muchísimas armas de contrabando. Sobre todo, la pistola Star, francesa, que la llaman «la sindicalista». Las traen en carguero, o en pequeñas barcas de pesca, o de remos, por las playas de la Barceloneta y Poblenou. Hay quien las roba en las armerías de los barcos, que siempre llevan un buen arsenal.

Escribía Miguel en sus papeles.

«Vi cómo Arlegui se derretía ante mí».

—Sólo tenemos un policía por cada setecientos habitantes —se lamentó—. Y mal preparados. Y mal pagados. Así no hay manera. La mayoría de agentes tiene que trabajar a media jornada, para industriales, para empresarios, para el Libre, y no se lo puedo recriminar. Así no hay manera. Y entonces viene la Guardia Civil y nos pasa la mano por la cara.

—A través de la cuadrilla del puerto, conseguiré contactos entre los anarquistas. Si me deja las manos libres y no los molestan, seguiré la pista de las armas que entran por el puerto. Y, con lo que sé de Moscoso y de los suyos, podrá neutralizar a los hombres del barón.

Arlegui ensanchó el pecho. Casi sonrió.

—Y ahora —dijo «y ahora» como si ya le hubiera concedido un favor y llegara el momento de pedirle algo a cambio—, y ahora, ¿qué le pasó a Moscoso?

—Exactamente lo que le he contado.

—¿Dónde fuiste después de escaparte por la ventana de la cocina?

—De putas, señor Arlegui. Necesitaba desahogarme.

—¿Dónde?

—A un pisito que le llaman la Bombonera, en la calle d’En Carabassa, cerca de Escudellers. Estuve con una que la llaman Dulce —Arlegui le miraba con insistencia y rumiaba la información lentamente, como dicen que digieren las anacondas. Miguel añadió—: ¿Pero quiere que le diga una cosa? Yo no le daría muchas vueltas a ese caso.

—¿Ah, no?

—Moscoso era una mala persona, señor Arlegui. Muy mala.

—Es mi obligación averiguar quién lo mató.

—Sí. Y averiguar quién mató al albañil Pedro Torres, y no sabía que fueron Moscoso y Rodrigo cuando estuvieron montando guardia ante el Clínico días y días y dispararon sin ocultar la cara. Los que mataron a Moscoso fueron anarquistas, y tarde o temprano caerán. Lo que quiero evitar, y usted lo comprenderá, es que molesten a la tanguista del Paralelo… —dejó caer como por error—: A Aurorita Escolá.

—¿Cómo se llama? —pillándolo al vuelo, mordiendo el anzuelo.

—Aurora Escolá —Arlegui lo hubiera averiguado de todas formas—. Me gustaría que no la interrogara, que la dejen en paz. ¿Sabe? Ahora me arrepiento de lo que le hicieron… —ponía Miguel cara de dolor y arrepentimiento. Midiendo cada palabra—. Si yo no hubiera estado tan asustado.

—¿Qué habrías hecho?

—Si yo no hubiera estado tan asustado…

—¿Habrías matado a Moscoso y al Mahonés?

—El caso es que no lo hice, señor Arlegui. ¿Me hará este favor? ¿Dejará en paz a Aurora Escolá?