Mi padre no volvió a ver a Aurorita Escolá.
Intentó visitarla dos veces. La primera, el señor Elías y la señora Aurora le dijeron que su hija no quería salir de su dormitorio, muy afectada por lo sucedido, y que no recibía a nadie más que al doctor. Que ya no iba a volver a cantar, ni en el Pompeya ni en ninguna otra parte. No quería saber nada de los hombres. «Tienes que entenderlo, Fernando». Que no era nada personal. Que ya le avisarían.
La segunda vez que mi padre arrastró los pies hasta el barrio de Gracia, la casa estaba cerrada y los vecinos le notificaron que la familia Escolá se había mudado a un pueblo de la provincia de Tarragona de donde eran originarios. Ya no lo volvió a intentar.
Se encerró en el piso de la calle Borrell con Diputación y se enfrascó en el estudio de la colección filatélica de mi abuelo. Se acabaron los chistes. Me dijo Víctor que tardó tantos años en oírle contar un nuevo chiste a mi padre que podía recordar perfectamente cuál fue el primero después del aburrido paréntesis. El del borracho y la farola.
En aquella época, se le llegó a oír decir, abrumado por la melancolía:
—Mierda de país. En mi Argentina querida no ocurren estas cosas.
Sólo salía de casa para buscar trabajo. Cuando se terminó la restauración del Pompeya y fueron a buscarle, dijo que no pensaba volver a tocar en público si no era para acompañar la voz aguda y cursi de Aurorita Escolá. El mismo director de la orquesta, Pablo Alfaro, fue hasta su piso para tratar de convencerlo y al fin tuvo que desistir. Alegaba que, de todos modos, pronto tendría que dejarlo todo para cumplir los tres años de servicio militar.
Mi abuelo le dijo:
—Tú no irás al servicio militar.
Cabía suponer que estaba dispuesto a pagar las dos mil pesetas estipuladas para librar a los chicos de la obligación castrense. Ese dinero que hacía que sólo los pobres se vieran obligados a tomar las armas y usarlas en primera línea de fuego de cualquier conflicto ajeno. Lo aceptó, porque sabía que a mi abuelo le iba bien su trabajo, pero continuó buscando un empleo que no tuviera nada que ver con la música.
Lo encontró en los Grandes Almacenes El Siglo, donde permanecería durante diecisiete años, empezando como dependiente y luego como jefe de sección, muy valorado porque su facilidad para los idiomas le permitía atender a los ricos clientes extranjeros.
Sin embargo, no abandonó la afición por el tango. Cada día, al caer la tarde, para mantener la agilidad de sus dedos, tecleaba en el bandoneón los arpegios tonales y las escalas mayores y menores. Y tocaba tangos tristes.
Durante el tiempo que tardó en encontrar trabajo y se quedó enclaustrado, la señora Llusieta se acostumbró a bajar a visitarle. Primero, con la excusa de darle a probar aquellas galletitas que terminaba de hacer, tan buenas para la merienda y el desayuno. Luego, simplemente para oírle tocar. «Si a usted no le importa, me gustan tanto estas canciones, y cómo suena el bandoneón…». Las prácticas de mi padre coincidían con la hora en que ella solía pasar el rosario, de manera que terminó dándose la extraña situación de que mi padre tocaba tangos («Dice que el tango tiene/ una gran languidez/ y por eso lo ha prohibido/ el Papa Pío Diez»), mientras ella murmuraba avemarías y Virgo Potens y Virgo Fidelis.
Muy probablemente, la señora Llusieta empezó a visitar el piso de los Gavanza para continuar probando suerte con mi abuelo Alberto, aprovechando que mi padre era más simpático y acogedor, pero pronto desistió de su empeño cansada de tropezar una y otra vez contra la resistencia arisca del viejo taxista, que llegó a espetarle:
—Viudo dos veces, señora Llusieta. Más vale que no baje tantas veces, que traigo mala suerte a las mujeres.
Renunció a un feliz matrimonio pero no dejó de bajar para cuidar a los hombres del cuarto piso, mi abuelo, mi padre y sus dos hermanastros, tío Cándido y tío Ernesto. Y un día les llevó un caldito y otro día un estofadito y otro día unos macarroncitos, y terminó cocinando para ellos un par, o tres, de veces a la semana porque ella, sola, «ya se sabe, siempre acabo haciendo más comida de la que puedo comer».
Otro que se asomaba por el irregular piso de Borrell día sí día no era Víctor. Se ofreció para ir a ver a Aurorita y tratar de hablar con ella y hacerla razonar, pero mi padre no se lo autorizó. «Es evidente que me culpa por todo lo que pasó», decía. «Es evidente que me odia». De todas formas, Víctor fue al piso de los Escolá en Gracia, pero sin éxito, así que se abstuvo de comentarlo.
—¿Y Miguel? —le preguntó mi padre, un día, con la cautela de quien viola un tabú.
Víctor había visto a Miguel al día siguiente mismo del rescate de Aurorita, en el muelle del Morrot, cuando los dos acudieron al trabajo puntualmente. Se reunieron con la cuadrilla de limpieza, Víctor con el mono de trabajo, Miguel con su traje cortado a medida, afilada la raya del pantalón, perfecto el nudo de la corbata, airoso el sombrero de medio lado. Apenas se cruzaron sus miradas inexpresivas.
—A partir de hoy, os ponéis a las órdenes de Víctor Luys —dijo Miguel—. Yo voy a estar de viaje durante unos días.
No le dirigió la palabra a su amigo. Sólo dio media vuelta y desapareció. No lo vieron al día siguiente, ni al otro, ni al otro.
Cuando mi padre preguntó por él, Víctor respondió:
—Precisamente ayer, Juliol me dio noticias —esto sucedía en la última decena de octubre—. Parece que fue a verle uno de la célula «Progreso Hoy».
Mi padre enarcó las cejas. Sabía cómo se había creado aquel comité de acción y lo veía del todo incompatible con Juliol. Le parecía que el viejo anarquista en seguida detectaría que aquellos libertarios eran más falsos que un duro de madera.
Pero así habían sido las cosas. Súñer, el barrendero cabezón, había llegado al Centro Libertario del Poblenou con una actitud de conspirador que hacía extraño que la policía no lo hubiera detenido en su desplazamiento. Se había mostrado extremadamente respetuoso con Juliol, como un neófito ante el Dalai Lama, y le contó que Miguel lo enviaba para tranquilizarlo, a él y a sus amigos. Que estaba escondido provisionalmente. Que lo había detenido la policía por la muerte de tres sindicalistas del Libre, que le habían dado unos cuantos pescozones y lo habían soltado por falta de pruebas y ahora permanecía escondido. Había ido a ver a la célula del bar El Tranvía y les había pedido que hablaran con Juliol, que le dijeran que estaba bien.
Juliol celebró con risotadas triunfales que a Miguel le atribuyeran los asesinatos de tres sindicalistas del Libre. Había leído en los periódicos la noticia de la muerte de Moscoso, el Mahonés y Rodrigo y le hacía muy feliz poder poner al ejecutor el nombre de su querido Miguel Jinete.
—Va por ahí —murmuró mi padre, pensativo y suspicaz— pregonando que ha matado a tres del Libre y haciéndose pasar por anarquista, después de pedirle a Aurorita que dijera a la policía que él formaba parte de la banda de Moscoso.
—Líos de los suyos —sentenció Víctor, renunciando a comprender.