Aquella noche, según Víctor, mi padre se quebró. Lloró y mostró una rabia y un dolor que sus amigos nunca le hubieran imaginado. Maldijo a Miguel por haberse mezclado con pistoleros del Libre, como si aquella decisión hubiera sido un acto de infidelidad contra él y contra Víctor y, sobre todo, contra Aurora. Hablando con el vaso de vino, recriminó mil veces que hubiera llevado a Moscoso y los suyos al Pompeya. Pero, cuando llegó Miguel, con aquel sombrero flexible, el ala sobre los ojos, la gabardina gris envolviéndolo como una capa, no le dijo nada. Sólo le miró como se mira a quien trae la solución de los problemas.
—Venía cambiado —me contó Víctor—. Él también había cambiado aquella noche. Creo que aquella noche todos cambiamos. Advertí perfectamente la transformación de tu padre y de Miguel, pero supongo que yo también debía de estar mutando. Era miércoles, 20 de octubre de 1920, día esencial en nuestras vidas. Nos embargaba esa sensación que suele asaltarnos en los momentos de angustia, como si las horas de diversión, risas y felicidad hubieran sido una estafa o, al menos, una miserable pérdida de tiempo.
Miguel dijo que tenía un coche esperando, les ordenó que salieran de inmediato. Montaron en el Citroën, que de momento nadie entendió de dónde había salido, y él se puso al volante.
Mi padre se sentó atrás, cabizbajo, acongojado, débil, vencido. Ni él ni Víctor sabían dónde se dirigían ni qué se disponían a hacer.
—Ahora veo —me contaba Víctor— a tres jovenzuelos despavoridos y dirigidos por el que se sentía más culpable, el más asustado, el más temerario también sólo porque llevaba una Browning en la sobaquera.
En medio del silencio insoportable, dijo mi padre:
—¿Dónde vamos?
Miguel, concentrado en la conducción, no contestó.
—La tiene Moscoso, ¿verdad?
Víctor y mi padre pendientes de lo que pudiera decir Miguel, que se mantenía callado. Abochornado. Para qué contestar, para qué hablar si los tres pensaban lo mismo.
Al cabo de un rato, murmuró entre dientes:
—Ese hijo de la gran puta —con la voz estrangulada por un sollozo.
—¿Pero qué vamos a hacer? —insistía mi padre.
Nada. Silencio. ¿A ti qué coño te parece que vamos a hacer, Fernando?, pero no lo decía nadie.
—¿No tendríamos que llamar a la policía?
—¡Por favor! —gruñó Miguel, impaciente, exasperado—. ¡Ellos son la policía!
—¿Entonces…?
Entonces, Víctor puso la mano en el hombro de mi padre para hacerle callar.
Miguel detuvo el coche junto a la acera.
—Ya hemos llegado —dijo—. Vamos.
Estaban en una calle de Horta, en cuesta, flanqueada por casitas de dos plantas, quién sabe si refugio de entretenidas. Pasaba un organillero por el cruce. Los niños lo seguían, saltando y gritando, a la espera de que se detuviera y empezara el concierto. La gente saldría al balcón, el organillero llamaría su atención chistando, «¡Pchst! ¡Pchst!», y le tirarían monedas.
Miguel precedió a mi padre y a Víctor hasta un hotelito con veleidades modernistas. Cruzaron un breve jardín con un limonero muerto, protegido por setos ralos y despeinados. Se oían lejos las primeras notas de un pasodoble marchoso y los gritos de alegría del público infantil. Suspiros de España.
Ya ante la puerta, Miguel metió la mano en la chaqueta y extrajo la Browning. Miró a mi padre y se la ofreció.
Mi padre le devolvió una mirada de horror. Parecía a punto de echarse a gritar. Sus ojos decían que tenía muy claro para qué servía una pistola y no quería usarla. Aunque Moscoso hubiera secuestrado a Aurorita, aunque le hubiera hecho lo que le hubiera hecho. Dijo Víctor que fue un instante muy violento. Mi padre tembló, avergonzado por no ser capaz de matar, consciente de que estaba decepcionando a su amigo y, tal vez, de que estaba perdiendo a Aurorita en aquel instante, de que estaba empezando a perderla porque no hacía nada por merecerla. También Miguel se sintió mal porque le estaba pidiendo a su amigo que matara, porque le estaba demostrando a mi padre que no era capaz de matar, porque lo estaba enfrentando a su cobardía.
Víctor decía que la pistola retuvo su mirada y lo hipnotizó, como si nunca hubiera visto un artefacto tan diabólico que no sólo servía para matar, sino que sacaba a flor de piel los peores sentimientos de las personas. Y pensó (me contaba) que tenía que agarrar aquella herramienta y usarla él en nombre de mi padre, usarla para redimir a mi padre, pero no lo hizo, no le dio tiempo porque ya Miguel se impacientó y la hurtó a las manos de uno y otro, y llamó al timbre y asumió el protagonismo de lo que sucediera a continuación.
Abrió la puerta Moscoso en persona irradiando felicidad infantil, con una sonrisa babosa y ojos de mañana de Reyes, el torso desnudo, fláccidos los músculos bajo la piel lechosa, bigotazo y cejas anchas de malo de cine. Lagrimeaba porque había estado llorando de risa hasta poco antes. Con serenidad de estatua, Miguel alargó el brazo, le apoyó el cañón de la Browning entre ceja y ceja y disparó sin dudar. Sonó un estampido de los que hacen parpadear y dejan pitidos metálicos en los tímpanos y Moscoso se convirtió en un monstruo y cayó de espaldas.
No hay agujeros limpios en un tiro a bocajarro como aquél. Los gases que salen por la boca del arma se infiltran entre la piel y el hueso y la frente se hincha como un globo y la cara se deforma, los ojos se salen de las órbitas, la nariz pierde su curva, careta grotesca que el hijo de puta se llevó al infierno.
Antes de que el cadáver hubiera dado con la espalda en el suelo, Miguel ya estaba en el recidibor de la casa, ya miraba a un lado y a otro y localizaba al hombre peludo como un oso que aparecía en el fondo del pasillo, con cara de susto, atraído por la explosión. Iba en mangas de camisa, los pantalones mal abrochados, el cinturón suelto. No llevaba zapatos.
Miguel alargó el brazo otra vez, para poner la pistola lo más cerca posible del blanco, y apretó cuatro o cinco veces el gatillo, porque es muy difícil darle a una persona a una cierta distancia. El hombre era el Mahonés, rústico y torpe, y recibió dos impactos en su ancho tórax. El resto de balas perforó la pared que tenía detrás y pulverizó un objeto de cerámica que desapareció como por arte de magia.
En el papel amarillento encabezado con el título «Mala conciencia», después del relato de la muerte de Rodrigo, el primero, Miguel había escrito: «El segundo, Moscoso; el tercero, el Mahonés; para salvar a Aurora». A continuación, tiempo después, con tinta de otro color y letra más comprimida y puntiaguda, que demostraba que a lo largo de los años había vuelto a leer y a reflexionar sobre aquellas notas, había añadido «Con el beneplácito de Dios». Pero luego lo había tachado.
Miguel recorrió el pasillo con firmeza militar, precedido por la pistola, y se plantó ante la puerta por donde había salido el Mahonés. Víctor vio que echaba la cabeza hacia atrás, como si aquello que veía le hubiera hecho el efecto de un escupitajo en la cara.
Se metió la pistola en el bolsillo y dijo:
—Quédate ahí, Fueye.
Pero mi padre no se quedó ahí. Aunque Víctor le agarró de la manga y trató de impedírselo, él se desprendió de un tirón y se dirigió hasta donde se encontraba Miguel, hasta donde se encontraba Aurorita.
Estaba echada en una cama de sábanas revueltas, desnuda, atada en forma de aspa, a la cabecera y a los pies de reluciente latón. Dirigía el rostro angustiado hacia el rincón del cuarto donde no podía ver a nadie, como si así evitara que la viesen a ella.
Miguel se sentó a su lado y, mientras deshacía los nudos de sus ataduras, le suplicaba con voz temblorosa que dijera a la policía que él había estado en aquella casa, que no le había tocado ni un pelo, pero que había estado con Moscoso y con el Mahonés, «dilo, por Dios, porque si no querrán matarme tanto los del Libre como los de la CNT». Decía: «Di que he estado aquí, te lo ruego».
Mientras Víctor cubría a la muchacha con mantas, y mi padre buscaba su ropa desparramada por todo el piso, y ninguno de ellos sabía qué decir ni dónde mirar, Miguel se hizo con una maleta de cartón que había debajo de la cama y metió en ella las Brownings de los tres pistoleros y la suya propia y anduvo de un lado para otro, abriendo una ventana de la cocina y limpiando huellas.
Por fin, muy avanzada ya la noche y cuando el organillero y los vecinos habían dejado la calle desierta, montaron todos en el Citroën. Por el camino, Miguel no dejó de repetir, suplicante, que la muchacha tenía que decir a la policía que él había estado en la casa de Horta, que no le había tocado un pelo pero que estaba allí, que unos anarquistas los habían atacado de pronto y la habían salvado, que Miguel había escapado por la ventana de la cocina, que eran unos anarquistas quienes la habían acercado a su casa en el barrio de Gracia.
Y la dejaron de madrugada a una travesía de su casa, «no podemos acompañarla hasta la misma puerta, no, no podemos». Magullada, temblorosa, envuelta en una manta, cabizbaja, arrastrando los pies, vieron cómo se alejaba, imagen patética de la humillación y la derrota.
La primera vez que mi padre se había acercado a ella, en la casita, en el dormitorio de la profanación, la muchacha rehuyó sus manos y dijo: «Por favor, no». Sólo permitió que Víctor la ayudara a vestirse. Quién sabe por qué. Tal vez porque el contacto de mi padre le hacía pensar en el sexo y eso era lo que más detestaba en aquel momento. Tal vez eso fue lo que los alejó definitivamente. El sexo. El ultraje. La cobardía. La vergüenza.
Es tan frágil una relación.