Entre los papeles de Miguel Jinete que me dio Madurga, hay una carpeta de cartón marrón, sujeta con gomas elásticas, con una etiqueta blanca donde pone «Púgiles de despacho». Previamente, Miguel había escrito «Mala conciencia», pero lo tachó.
En el interior, hay una colección de papeles de todo tipo, algunos con el membrete de diversos hoteles. En unos folios amarilleados por el paso del tiempo y bajo el título «Mala conciencia. El primero», escrito a mano, de su puño y letra, Miguel relata lo que sucedió aquella noche del jueves 22 de octubre de 1920.
Como si fueran apuntes para un escrito posterior más desarrollado, se expresa de forma esquemática. Después de referir el rumor que le llegó en el Boston, continúa: «Busco a Moscoso y los suyos. Calle de Sagristans. Hablo con Sales. No sabe nada de ellos. Sólo que Rodrigo estaba celebrando su cumpleaños. Digo “corren peligro, les persigue un comité anarquista”…».
Interpreto. En la calle de Sagristans estaba la sede del Sindicato Libre. Miguel inició su búsqueda por allí. Habló con Ramón Sales, el presidente de la Unión de Sindicatos Libres de España. Le aconsejaron que buscara por los locales del Paralelo. Me lo imagino recorriendo la larga avenida, pasando de una acera a otra, bajo las luces deslumbrantes del music-hall Apolo hasta los carteles multicolores del gran teatro Condal, pasando por el Novelty y el Madrid-Concert, preguntando a unos y a otros, porteros y camareros y limpiabotas o vendedores de lotería o tabaco.
—Tengo que encontrarlos con urgencia. Un comité anarquista los está buscando para matarlos.
Siguió la pista hasta un tugurio del peor Barrio Chino. De día, la pestilente calle Migdia estaba llena de pordioseros que esperaban junto al cuartel de las Atarazanas que les echaran las sobras de la comida. De noche, no se sabía exactamente quién pululaba por allí porque escaseaban las farolas de gas. Sólo sombras furtivas, como fantasmas, como amenazas inconcretas por los rincones.
En el interior de un local tenebroso, encontró a Rodrigo, aquel pistolero pálido y enfermizo que, junto a la pista, tiraba de la cinta húmeda y larguísima que salía lentamente del sexo de una bailarina desnuda. Ella movía las caderas sinuosa y diabólica. Él dedicaba la proeza al tendido, a sus amigos carcajeantes, a todo el distinguido público que chillaba y aplaudía, felizmente perverso.
Acodado en el mostrador de la entrada, con el sombrero puesto y levantadas las solapas de la gabardina gris, Miguel esperó a que acabara, que disfrutara de los aplausos y las risas y groserías de los presentes. Durante ese tiempo, comprobó que ni Moscoso ni el Mahonés ni ningún otro miembro de pandilla se encontraban en la sala. Rodrigo estaba celebrando su cumpleaños solo. Eso era extraño. Cuando la atención general se apartó de él porque otra cabaretera salía para continuar animando al personal, Miguel se sentó a su lado con gesto de quien acaba de llegar impelido por una urgencia.
—Tienes que venir conmigo. Han herido a Moscoso —Rodrigo le miró con ojos turbios—. Vienen a por nosotros. Unos anarquistas.
—¿Moscoso? —dijo el otro—. ¿Dónde?
Quería asegurarse. Desconfiaba. Él sabía dónde estaba Moscoso, y sabía que no era probable que allí lo hubieran encontrado los pistoleros de la CNT. Miguel pasó la mano derecha por debajo del sobaco izquierdo y le clavó la pistola en las costillas de manera que nadie pudiera percatarse de nada. Sin variar la expresión, murmuró:
—Ahora, nos vamos a la calle. Estoy dispuesto a matarte, cabrón —lo de «cabrón» dicho con énfasis valiente de quien pretende mortificar el orgullo antes de matar el cuerpo—. Si montas bulla, serás el primero en caer.
—¿Pero qué haces? —protestó el otro, incrédulo, como si sospechara que aquella situación sólo era producto del exceso de alcohol.
—Te voy a matar. Como no te levantes ahora mismo, eres hombre muerto.
Para contener el temblor del miedo, Miguel agarrotaba la mandíbula y los músculos del cuello y la voz le salía deforme, seca y tensa, cargada de peligro, convencida de que realmente poseía los redaños necesarios para hacer lo que decía. El susto evaporaba la cogorza de Rodrigo.
—Miguel, hombre, que yo no tengo nada que ver —casi sollozó: sabía perfectamente cuál era el motivo de aquel comportamiento—. Son los otros. Aurorita. Yo no me he querido meter en eso.
—Tú lo has querido —definitivo: una despedida—. Adiós.
Rodrigo se puso en pie casi de un salto. Hizo demasiado ruido con la silla pero el público sólo tenía ojos para los pechos que la chica del escenario acababa de descubrir y atronaba la atmósfera con gritos, aplausos y silbidos.
Miguel agarró a Rodrigo de la hombrera y lo condujo tan disimuladamente como pudo hasta la puerta del antro y en seguida pasaron de la penumbra de las luces rojas a la oscuridad de la calle sin farolas.
—Oye, Miguel, no jodas, que yo no he hecho nada…
—¿Tienes el coche cerca?
—Ahí.
El Citroën negro estaba estacionado cerca de la esquina siguiente. Se acercaron a él. Rodrigo metió la mano en el bolsillo. Miguel, muy nervioso, le dio un golpe en la mejilla con la pistola. «Cuidado». El otro sacaba las llaves del coche, se las entregaba, sumiso.
—Llévatelo —le dijo.
Miguel aceptó las llaves y, sin dejar de encañonarle, mirándole a los ojos, se las guardó en el bolsillo con la izquierda. Le empujó contra el coche estrujándole la pechera de la camisa y le puso la pistola delante de la nariz, para que la viera bien a pesar de la penumbra.
—¡Miguel, coño, si yo no he sido, los he dejado allí, les he dicho que yo no quería meterme en eso…!
Dos hombres discutiendo en el callejón. Nadie los iba a molestar. Era una situación frecuente en aquel barrio.
—¿Dónde los has dejado?
—Miguel, coño… —sollozaba el hombre pálido y enfermizo. Le temblaban las piernas—. Yo no he querido jugar.
Le golpeó con el cañón de la pistola en los dientes y brotó sangre de las encías, pero no le pareció lo bastante doloroso y volvió a pegar con saña. Más sangre.
—Miguel, por favor…
Enfurecido por la resistencia y envalentonado por su debilidad, Miguel descargó el arma contra la sien de Rodrigo que cayó de rodillas.
—Qué hijo de puta, voy a tener que matarte.
En un escrito posterior, Miguel hablaba de la fuerza que nace de la fragilidad ajena. «Cuando dominas o humillas o anulas a otra persona, no estás destruyendo nada, no eliminas su energía, sino que te alimentas de ella, como si le chuparas la sangre, la vida. La víctima se va achicando porque el victimario crece, y el victimario crece gracias a que la víctima empequeñece, y el objeto se reduce a nada, entonces el sujeto se vuelve todo». Miguel lo aprendió aquel día. Creció y creció; cuando el otro sollozó, se hizo gigante; y cuando al fin confesó, ya fue todo, como él decía. TODO.
Disparó.
Puso la pistola contra la sien de Rodrigo y apretó el gatillo. El hombre postrado se convirtió en un bulto informe, basura contra la pared de la calle oscura. Basura que un Miguel irreconocible por el sombrero y las anchas solapas de la gabardina metía en el maletero del Citroën rápidamente, a tirones nerviosos.
Luego se puso al volante y arrancó y desapareció el coche del callejón.
Todo esto escrito bajo el título «Mala conciencia».
«El primero».