19

Miguel Jinete entró una tarde en el Boston, tal vez la del 15 de octubre, viernes, o quizá la del lunes 18, después de haber pasado un estupendo fin de semana con sus amigos, y se encontró a Moscoso y los otros más borrachos que de costumbre, más peligrosos por tanto, golpeando el mármol de la mesa con los vasos para dar mayor contundencia a sus protestas indignadas.

—¿Qué pasa?

—¡Que han detenido a Feced, joder! Que dicen que fue él quien puso la bomba en el Pompeya. Que ya no te puedes fiar ni de tus amigos, coño.

Miguel tardó un poco en comprender a qué se referían. Les parecía intolerable que Ronceño hubiera detenido a Feced porque daban por supuesto que los dos eran amigos, porque sabían de buena tinta que Feced trabajaba para la policía, que era un infiltrado entre los anarquistas y servía de confidente. Si lo detenían y lo acusaban públicamente, eso significaba que alguien había decidido acabar en serio con la guerra secreta de la patronal y el Sindicato Libre. Para la policía, un confidente era muy importante y tenían que haber recibido presiones tremendas desde las alturas para echarle el guante.

—¿Pero fue él quien puso la bomba? —preguntó Miguel el ingenuo.

—¡Coño, claro que fue él! —escupió Moscoso con insultante desdén—. Eso es lo peor del asunto. Si destapan que fue él, se sabrá que no fueron los anarquistas, que fue un montaje. Por eso digo que están desmontando el tinglado.

El desaliento abrumaba a los pistoleros del Libre. Comentaban que muchos de ellos, los que tenían más delitos de sangre y se habían significado más, se habían alistado voluntarios en el Tercio Extranjero del general Millán-Astray, con destino a la guerra de Marruecos. Desde que habían echado al barón de Koening del país, se decía que el gobernador civil Bas estaba dispuesto incluso a plantar cara al somatén y al Sindicato Libre. Sólo había faltado que el rey Alfonso XIII y el presidente del gobierno Dato hicieran una visita a Barcelona para «resolver el conflicto social».

Hablaban y hablaban los pistoleros («Vienen a por nosotros, joder, vienen a por nosotros») y disparaban miradas significativas en dirección a Miguel, como si estuvieran enfadados con él, como si le echaran la culpa de algo. Y, al fin, el Mahonés le espetó:

—… Y todo por culpa de tu amiguita.

—¿Mi amiguita?

—Espero que ya te la hayas tirado bien tirada porque pronto nos va a tocar a nosotros.

Miguel procuró mantenerse impertérrito.

—¿De qué coño estáis hablando?

—De Aurorita Escolá, la tanguista del Pompeya.

Miguel Jinete resume esta conversación, en pocas palabras, en un documento titulado «Púgiles de despacho». Yo me permito alargarlo y dialogarlo, apoyándome en lo que Víctor me contó. Un joven Miguel Jinete clavado en la silla, sin aliento, asustado por las palabras de sus compañeros de mesa y pistola, y por las miradas que lo taladraban, desafiantes.

—… Hemos sabido que Aurora Escolá se tiró al suelo del escenario antes de que explotara la bomba. Eso quiere decir que lo vio todo, desde allí arriba. Ella vio a Feced poniendo la bomba y sólo ella ha podido ir a chivarse a la policía.

«Qué tontería», escribe Miguel en sus papeles.

Y yo supongo que lo dijo tal cual:

—Qué tontería. Cualquiera pudo haber visto a Feced. Los que estaban sentados a la mesa de al lado. Los camareros. Las putas de los palcos. Estos días he hablado con Aurorita y no me ha dicho nada de que viese a Feced ni a ningún otro poniendo la bomba.

—Sí, claro. A ti te lo iba a contar.

Aurora Escolá nunca dijo a ninguno del Trío del Pompeya, ni siquiera a mi padre, que hubiera visto al terrorista.

Decían los pistoleros:

—Maldita chivata. Me cago en la madre que la parió.

—Esa hija de puta nos la tiene que pagar.

En sus papeles, Miguel Jinete escribe «Me c- en la madre que la p-» y «Esa p- nos la tiene que pagar» porque en aquella época las plumas se resistían a las palabras feas.