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Durante las vacaciones forzosas que siguieron al atentado, mientras reconstruían el Pompeya, mi padre y Aurorita Escolá estrecharon más sus relaciones. «Que se hicieron novios, vaya», dijo Víctor mirando a mi padre con picardía, como si lo desafiara a contármelo todo, las partes más embarazosas de toda relación, los tocamientos en lugares oscuros, los encuentros en habitaciones ajenas, los besos, la complicidad de las miradas, las bromas de los amigos, el ridículo ruboroso. Entonces comprobé que mi padre no quería hablar de ello. Hurtaba su mirada y se le amargaban las facciones, como si su alma se precipitara en el abismo.

Sólo accedió a hablar de paseos por el Salón de Víctor Pradera, o la asistencia a una obra de teatro llamada Els uns se’n porten la fama interpretada por la Compañía Santpere, del padre de Mary Santpere; y la película El casamiento de Jimy, con Douglas Fairbanks, y otra, por episodios, Barrabás, Barrabás, Barrabás, pero incluso eso le dolía. Llegó hasta el incidente del chiste en el café Español, pero no fue capaz de ir más allá. Tuvo que ser Víctor, en aquel paseo a solas, quien me contara el terrible desenlace.

De momento, nada: días felices. Las visitas a Juliol, que siempre acababa citando a Bakunin («al abolir el matrimonio religioso, civil y jurídico, restauramos la vida, la realidad y la moralidad del matrimonio natural basado exclusivamente sobre el respeto humano y la libertad de dos personas: un hombre y una mujer que se aman»), insuflándoles el optimismo de un próximo, cada vez más próximo, triunfo de la clase obrera sobre el capitalismo opresor. Alguna noche en que salieron los cuatro, el Trío del Pompeya más Aurorita Escolá, algo bebidos y cantando «Y responde la niña:/ “Como somos tan pobres,/ los niños, en casa,/ los hace papá.”/ Firu-firu-lí, firu-firulá». Una excursión al Montseny, llenándose los pulmones de aire puro que olía a libertad y a felicidad. Y aquella velada de boxeo en el Iris Park, donde Miró venció por k. o. a Alaix en el segundo round, con una la señora Llusieta que no paraba de decir Verge Santíssima y una Aurorita que no quería mirar, que no quería mirar, entre risas de Miguel y de mi padre.

Por aquellas fechas, mi padre entró en casa de los Escolá. Participó en comidas familiares, con tíos y primos a los que era presentado como el xicot de l’Aurorita. El hermano de la chica, Elías, se llevaba aparte a mi padre y le hablaba de política en susurros. Se había formado la idea de que era un anarquista militante, le suponía unos profundos conocimientos sobre teoría libertaria debido a su profesión de músico y a su acento argentino, que lo hacía exótico, procedente de mundos fascinantes, y le pedía consejo con avidez, qué libros tenía que leer, a qué reuniones debía asistir, a quién convenía conocer. Era un chaval de apenas quince años y mi padre le tomaba el pelo. Don Elías y doña Aurora, padres de Aurorita, miraban a su futuro yerno con admiración porque les parecía maravilloso conocer a alguien que supiera tocar más de un instrumento musical. Para ellos, la música era una forma excelsa de cultura y eran adoradores de la cultura. Con frecuencia le pidieron que llevara a las reuniones familiares el bandoneón o la guitarra.