Víctor llegó tarde a la cita con Miguel y sus amigos del Libre en el Café de las Siete Puertas. Habían bebido de más y habían entrado en ese estado de fatiga alcohólica que reblandece los músculos a una hora determinada de la noche. Lo miraron hastiados y más hastiados aún al comprobar que, además de tarde, llegaba solo.
—¿Y Aurorita?
—Lo siento. Debo confesar mi fracaso. He estado hablando con ella, y me ha escuchado, y hemos tomado una copita del estudiante, pero no ha querido venir. Se ha resistido rotundamente. Es una mujer inexpugnable.
—Cuando yo le meta la mano encima, verás si es inexpugnable —comentó Moscoso, aburrido.
—A esa mujer le gusta llorar —comentó el Mahonés—. Tiene ojos de llanto.
—Tú —aseguró Víctor mirando fijamente los ojos del pistolero— nunca le meterás la mano encima.
Víctor, en el Pompeya, había hablado con Aurorita durante un buen rato. La invitó a anís enturbiado con agua y ella aceptó la invitación y le contó que a aquella bebida ella la llamaba la copita del estudiante. ¿No sabía Víctor que se llamaba así?
Y conversaron y conversaron. Y mi padre, según me confesó otro día, los estuvo espiando desde lo alto del escenario, entre bastidores, con ese masoquismo patético propio de los enamorados que no saben renunciar deportivamente al objeto de su deseo. Vio cómo hablaban y hablaban hasta que lo llamaron a escena.
Se metió en el foso de los músicos, agarró su bandoneón y tocó lo mejor que supo Milonguita («los hombres te han hecho mal») y Una más («Te quiero, me decía el embustero») y Rosa de fuego («porque sus labios quemaban al besar»), y Aurora Escolá los interpretó con aquella vocecita lastimera que ponía nudos en la garganta. En un par de ocasiones, se encontraron las miradas de la cantante y el bandoneonista, y él la esquivó mientras ella parecía querer insistir, como para transmitirle algún mensaje.
Cuando terminaron la actuación y cesaron los aplausos y apareció en escena el cómico de las gansadas, mi padre enfundó su instrumento y se dirigió resuelto hacia la puerta, «mañana será otro día». Le sorprendió que Víctor se interpusiera en su camino, entre las mesas de las camareras. No quería pasar junto a él, pero no le quedaba otro remedio. Apretó el paso. Pero algo lo detuvo. La voz de Aurorita a su espalda.
—Fernando.
Se volvió. La miró. Se miraron.
—He estado hablando con tu amigo Víctor —mi padre, mudo—. ¿Podemos sentarnos un momento?
Víctor me contó aquello un día en que salimos los dos solos y nos sentamos en la terraza soleada del bar Alegría de la calle Borrell para descansar de una larguísima caminata. No quería que estuviera mi padre presente, ni mucho menos mi madre, para poder expresarse con libertad.
Mientras tomaban sus copitas del estudiante, Víctor le había hecho a la cantante un retrato de mi padre enamorado, con todas sus virtudes y su sensibilidad, le describió el sufrimiento de la renuncia al ser amado y su resistencia firme a la resignación y preguntó porqués para los que ella no tenía respuesta.
—No sé exactamente lo que le dije a Aurorita —me respondía, dubitativo, años después, en la terraza del bar Alegría—, pero el caso es que la convencí. Se llevó a tu padre aparte, se sentaron uno frente al otro y no se planteó el noviazgo de sopetón, pero sí que ella le dio una oportunidad. Y tu padre aprovechó aquella oportunidad, puedes creerlo.
Mi padre pegando el grito en el Pompeya, con lágrimas en los ojos. Agarrando repentinamente la mano de Aurorita Escolá.
—¡¿De verdad?! ¿Me lo estás diciendo en serio? ¿No es una broma?
Se le escapaban ojeadas hacia la mesa donde estaba su amigo Víctor Luys, que se puso en pie lentamente y se encaminó a la salida para dejar en paz a los tortolitos y dirigirse al Café de las Siete Puertas donde le esperaban los pistoleros del Libre.
—No sé lo que dije para convencerla pero sí sé lo que le dijo tu padre. Aurorita se descuajaringaba de risa cada vez que lo recordaba. Le contó un chiste. Yo no tengo la gracia que tiene él pero te diré que se trata de un hombre que se presenta a los padres de su novia y les dice: «Vengo a pedir la mano de su hija», y el padre le pregunta: «¿La mayor o la menor?», y el muchacho dice: «¿No tiene las dos manos iguales?».
—¿Y qué habría pasado —pregunté—, si hubiera salido cruz?
Sonrió y entrecerró los ojos. Respondió mirando a la gente que se apresuraba, que cruzaba la calle, los coches que pasaban.
—¿Y qué habría pasado si yo no hubiera convencido a Aurorita de que prestara atención a tu padre? ¿Si me hubiera enviado al cuerno? ¿Y si Aurorita se hubiera enamorado de mí? ¿Y si yo me hubiera dejado cautivar por ella? No lo sé. Sólo puedo contarte lo que ocurrió. La vida pasa. Da igual lo que preveas, lo que desees o lo que temas. Puedes prepararlo todo para que cada día suceda lo que tú quieres que suceda, o puedes dejarlo todo al azar y dejarte sorprender. Da igual. Sea como sea, la vida pasa. Pasa lo que pasa. Y luego lo cuentas y la gente responde «pues claro, como tenía que ser» o dice «¡es increíble, parece mentira!». Cuando te encuentras con algo que te gusta y deseas, estás de suerte, adelante, aprovecha. Si sale cruz, da igual: continuarás viviendo y podrás rectificar y volver a probar. Siempre estás a tiempo de tirar la moneda al aire y ver qué sale. Y siempre hay dos opciones: que te guste el resultado o que no te guste. Y, si te da igual lo que vaya a salir, más vale que dejes de jugar porque quiere decir que estás muerto.
Así hablaba Víctor Luys.
En el Café de las Siete Puertas, se inclinó sobre el cuarteto abotargado que le esperaba y dijo, sin disimular su regocijo:
—Aurorita se ha quedado con el músico —se dirigía a Moscoso—: Ya te dijo Miguel que era el que tenía más posibilidades.
Y le dedicó un guiño a Miguel, que lo contemplaba perplejo.
—Es un placer hacer feliz a tu padre —me decía Víctor—. Cuando tu padre es feliz, irradia su bienestar como un hogar irradia calor y lo contagia a todos los que le rodean. ¿No lo notaste cuando yo llegué, después de tantos años? Su alegría puso luz en sus ojos, en su risa, en su manera de moverse. De pronto, había más luz en tu casa. Cuando tu padre es feliz, hace lo posible para que todo brille a su alrededor. Cuenta chistes, toca el bandoneón. Canta. Porque tu padre canta muy bien los tangos. Di que no se ha dedicado a eso, pero los canta muy bien. Le llamábamos el Fueye, así, con pronunciación argentina, Fueshe, ¿sabes por qué? Porque en lunfardo, en el argot argentino, al bandoneón lo llaman el fueye. ¡Fueye!
»Era un placer ver a tu padre a partir de aquel día. Cuando volvimos a encontrarnos, me abrazó y me besó en las mejillas. Reía, cantaba, lloraba, saltaba.
Víctor hacía una pausa, emocionado por los recuerdos. Mentalmente, se planteaba alguna cuestión íntima y, después de reflexionar, decidía compartirla conmigo.
—Tu padre amó muchísimo a Aurorita —afirmó por fin—. No puedo decir si la amó más que a tu madre, pero sí que te aseguro que la amó de una forma especial, distinta. Me hace pensar en el amor de tu abuelo por sus mujeres y la forma en que lo vivió, con tanta intensidad y exclusividad. También tu padre se entregó a Aurora Escolá como quien se lanza de cabeza al mar.
»Durante unos días se alejó de Miguel y de mí. En seguida envolvió a la cantante con su entusiasmo y se hicieron novios. Si ella quería resistirse durante un tiempo para observarlo de lejos, apenas dispuso de un par de días antes de verse atrapada por los tentáculos del músico, y llegaron los besos y la pasión y todo eso y no hubo en Barcelona pareja más dichosa que ellos.
»Pasado el primer estallido, volvió a reunirse el Trío del Pompeya, pero con un cuarto mosquetero añadido. Nuestro D’Artagnan era la maravillosa Aurorita. Tu padre quiso compartir su dicha con nosotros y la sumó al grupo para que también Miguel y yo pudiéramos contagiarnos de tanto bienestar.
»Aurora se reveló como una mujer extraordinaria. Curiosa, interesada por todo. Era perfectamente capaz de participar en las gamberradas del Trío, como aquella noche en que fuimos a hacer el resopón al restaurante Can Culleretes y salimos corriendo sin pagar, perseguidos por un camarero, ella levantándose las faldas, la más veloz de los cuatro; pero también era capaz de hablar con entusiasmo de la Olimpíada de Amberes, o dar lecciones magistrales de pintura abstracta o de fotografía. Tu abuelo Alberto la paseaba en su taxi y hasta le dio unas clases de conducir; y la llevamos a las casitas del cementerio para que conociera a mi madre y a mis cuatro hermanos, y estuvo cocinando con ella un bacalao a la llauna insuperable.
»Igualmente, nosotros tuvimos la oportunidad de conocer a los Escolá. Vivían en una casa modesta del barrio de Gracia. El padre, el señor Elías, estaba empleado en una imprenta y, además, tenía en su casa un laboratorio fotográfico donde inmortalizaba a recién nacidos, bautizos, primeras comuniones, bodas y difuntos, y en ese negocio le ayudaba su hijo, que también se llamaba Elías. El padre se dedicaba asimismo a la pintura moderna y frecuentaba los ambientes bohemios de Els Quatre Gats o las salas de exposiciones de la calle Petritxol. Siempre decía estar preparando una exposción sublime y provocativa, pero no mostró nunca ninguna de sus obras. Su esposa, doña Aurora, era partidaria de la emancipación de la mujer, muy liberal y exigente y, sin duda, llevaba los pantalones de la casa. En la distancia corta, nos intimidaba un poco pero, de lejos, le agradecíamos que dejara a su hija en libertad y le permitiera llegar a cualquier hora de la madrugada, si sabía con quién estaba.
»Un día, fuimos con Aurora al cine Palace. Ponían una película del desierto y dos jornadas de un serial que se llamaba El rugido en la sombra, pero sobre todo nos divertimos muchísimo con la de risa, que se titulaba El casto Casiano. Qué risa tan bonita tenía Aurora. Aguda y contagiosa, y se movía con una especie de frenesí infantil. Las películas eran mudas y un pianista ponía el fondo musical. De vez en cuando, el músico se cansaba de tocar, bajaba la intensidad de su tecleo y el público rugía para protestar: “¡Música, grandul!”. Y le descubrimos el boxeo, a donde ella no había ido nunca. Fuimos al Iris Park. Competían Vallespín y Cecil, pesos gallo, por una copa de plata. Nos acompañaron la señora Llusieta Verge Santíssima, y tu abuelo y todo. Qué risas aquella noche, también. Entre Aurorita que se asustaba y daba grititos y se abrazaba a tu padre, pero no podía apartar los ojos del ring, y la Llusieta que no paraba de gritar Verge Santíssima.
»Aquella noche, tu padre se inventó un chiste. El del boxeador que está hecho polvo contra las cuerdas, pero hecho polvo, sangrando por todas partes, magullado, descoyuntado, y entre un asalto y otro se le acerca el preparador y le dice: “Tu contrincante tiene problemas, está aturdido, destrozado por dentro… ¡Es que, por un momento, se creía que te había matado!”.
Mi padre el chistoso. Quién me lo iba a decir.
—Inevitablemente —dijo Víctor—, cuando consideramos que ya estaba preparada para ello, la llevamos a conocer a Juliol.