13

En la tertulia del Boston en algún momento Miguel presumió de que conocía a la cupletista más guapa del Paralelo, Aurorita Escolá, la estrella del Pompeya. Probablemente incluso exageró un poco en lo referente a su intimidad con ella. Y un sábado de agosto Moscoso y los suyos decidieron ponerlo nuevamente a prueba. Por la noche, se presentaron en el Pompeya con él.

Sólo tres del Boston: Moscoso, Rodrigo y el Mahonés. Tres matones sacando pecho y oteando el horizonte en busca de camorra, Moscoso con su bigotazo, Rodrigo pálido como un muerto viviente y el cazurro del Mahonés. Y, junto a ellos, un Miguel descolorido, como un matón de imitación.

Se les cortó el aliento cuando se fijaron en Aurorita Escolá que, en ese momento, estaba cantando El Relicario, gran éxito que Raquel Meller había puesto de moda. «Iba en calesa/ pidiendo guerra/ y yo al mirarlo/ me estremecí…».

Asegura Miguel en su escrito que se les cortó el aliento, con estas mismas palabras. Era asombroso comprobar que aquella belleza conseguía conmover incluso a brutos como aquellos pistoleros del Libre.

—Joder —murmuró Moscoso—. Es una muñeca.

Miguel sabía que Moscoso lo mataría si alguna vez se atrevía a difundir que había pronunciado aquellas palabras. Pero las pronunció. Y se le alteró el aliento. Y el Mahonés, granujiento, resolló:

—Y esos ojos, ¿no le ves los ojos? Son ojos de llorar. A esa tía le gusta llorar.

Ojos tan tristes. La voz delicada, como de cristal, escalofriante y cursi. Vestida de negro con brillos de azabaches, moviendo las manos a un lado y a otro, con suaves oleadas sentimentales, inconsciente de los centenares de ojos que la observaban con arrobo y en suspenso. Transmitía felicidad, sosiego, comodidad, como si hubiera nacido para cantar y aquellos instantes fueran su medio natural, el mar hermoso, quieto y profundo en el que su vida flotaba apaciblemente algunas horas al día.

Los cuatro arrimaron unas sillas y se sentaron a la mesa donde estaban Víctor y mi padre. Al llegar a la tanda de cuplés, el bandoneón descansaba y mi padre se trasladaba a la zona de mesas servidas por camareras, cerca de la entrada, para hacer compañía a su amigo. Se formó cierto jaleo con las presentaciones, «éstos son mis amigos Víctor y Fernando», Moscoso y el Mahonés levantaron demasiado la voz, «¡pues muy bien, hombre, los amigos de mis amigos son mis amigos, coño!», sin ningún respeto por la cantante. Hubo quien chistó exigiendo silencio. Luego, el jaleo de pedir las bebidas a la camarera. Primero el coqueteo con ella, que si cómo te llamas, que si cuánto te llamas, prenda. Tardaron en ponerse de acuerdo. Anís del Mono con agua para todos. Invitó Miguel.

—¿Y ésa que canta, quién es? ¿Tu Aurorita?

—Joder, está buena, la tía. ¿Canta La Pulguita?

La Pulguita era un cuplé que había popularizado la Bella Chelito para desnudarse con la excusa de andar buscando una pulga oculta entre las ropas.

Víctor recordaba perfectamente la expresión airada y torva de mi padre. Una mirada furiosa «como pocas veces he visto en él». Una sacudida de rabia proporcional al afecto que sentía por aquella mujer.

Moscoso captó la ojeada y, en consecuencia, provocador, continuó hurgando allí donde dolía.

—¿Y te la tiras tú, Milhombres? ¿Cuál de los tres se la tira?

Miguel forzaba una sonrisa quebrada. Sus ojos eran como un gimoteo.

—Ninguno —dijo, débilmente. Y, para quedar bien con los brutos que le acompañaban—: Todavía.

—¡Me cago en la mar! —gritaba Moscoso, consiguiendo que algunos espectadores se volvieran para mirarle disgustados—. ¡Pues a ver si espabiláis, que os la vamos a quitar!

Víctor se acodó en la mesa. Como siempre, se mostraba amable y conciliador. Muy amable y conciliador. Demasiado amable y conciliador.

—No, no —dijo—. La chavala ya está adjudicada.

—¿Ah, sí? ¿A quién? ¿A ti?

Algún reojo debió de escaparse hacia mi padre que, de pronto, se convirtió en el centro de atención. Pero él ya había dado la batalla por perdida. Intervino Miguel:

—A él y a mí. Nosotros la vimos primero.

Moscoso paseaba la vista de Miguel a Víctor, de Víctor a Miguel, tratando de adivinar su juego. Descartó a mi padre:

—Porque tú no, ¿eh? Tú ya perdiste tu oportunidad.

La atmósfera se estaba haciendo tan densa que los segundos pasaban uno a uno, con dificultad.

—Él es quien tiene más oportunidades —intervino Miguel, solidario—. Es músico de la orquesta.

Pero no cuajó la mentira.

—Si es músico y todavía no se la ha tirado, se le ha pasado la oportunidad. Ahora la niña está entre vosotros dos. Y después nos tocará a nosotros —compartía su opinión con sus compinches—: ¡Porque está buena la tía, ¿no?!

—¡Yo me presento voluntario! —se reía el Mahonés.

Aurorita terminaba el cuplé:

—… que un relicario me voy a hacer/ con el trocito de mi capote/ que haya pisado/ que haya pisado/ tan lindo pie — chis pum.

El público, enamorado e incondicional, premió la actuación con aplausos enloquecidos, gritos y silbidos que se prolongaron cuando salió al escenario el presentador, un caricato que anunciaba con gansadas a la artista siguiente, una señorita exhibicionista.

—¿Por qué no os la jugáis a cara o cruz? —propuso Moscoso—. Si no es para el músico, será para ti o para el Milhombres. Vamos. Y la invitáis para que venga a la mesa. El que gane se la tira primero. Luego, el otro y, después, nos tocará a nosotros —salió al paso de las miradas encendidas de mi padre—: ¡Que es broma, coño, que en este país lo que falta es sentido del humor, joder! ¡Venga, aquí tenéis una moneda!

Echó una moneda de diez céntimos que tintineó sobre la mesa, entre los vasos de anís aguado.

Víctor tardó unos largos segundos en tomar una determinación. En ningún momento había dejado de sonreír pero, al cabo de ese lapso de tiempo, su rostro se iluminó un poco más. Aceptó, «de acuerdo», y a mi padre aquellas palabras le sonaron como un insulto. Cogió la moneda de encima de la mesa y se volvió hacia Miguel dando por supuesto que también aceptaba.

—¿Quieres lanzarla tú? —preguntó.

—La echaré yo —se ofreció Moscoso.

—No me fío —Víctor buscó alrededor. Localizó a un niño que en aquel momento cruzaba el bar, procedente de la sala donde se jugaba a las siete y media, con una caja llena de billetes de banco. Las propinas. Le llamó—: ¡Chinchín!

Chinchín era el hijo de Chencho, el encargado del local, Crescencio Ramos. Con frecuencia andaba por allí el muchacho recogiendo vasos de las mesas o las propinas de la sala de juegos. Aunque no tendría más de ocho años, le gustaba bromear con las camareras.

—Ven un momento, chico.

—Tengo que llevarle esto a mi padre.

Nada desviaba al niño de su misión. Cumplió con su deber y, después de consultar con Chencho, se aproximó con aprensión a los seis señores vociferantes. Era un niño de ojos grandes, negros y espabilados. El hombre de la nariz grande tenía una moneda de diez céntimos en la mano y le decía al otro:

—¿Qué pides tú, Miguel?

—Di tú.

—Cara.

Miguel dijo «Cruz».

Víctor le entregó la moneda al niño.

—Tírala al aire, a ver si sale cara o cruz. Luego te la puedes quedar. ¿Sabrás hacerlo?

Al chico le pareció bien el trato y no se hizo de rogar. No era la primera vez que jugaba a aquel juego. Lanzó la moneda a lo alto haciéndola girar en el aire, la recogió en el dorso de la mano izquierda y la retuvo y ocultó con una aplastante palmada de los dedos de la derecha. Visto y no visto. Ahí estaba la moneda, oculta por sus deditos. Esperó.

Víctor miraba ilusionado a Miguel, Miguel miraba angustiado a mi padre, mi padre miraba a Moscoso con rencor, Moscoso miraba con codicia la mano de Chinchín.

—A ver.

El niño levantó los dedos de su mano derecha.

La moneda de cobre, sobre el dorso de la izquierda, mostraba la efigie de Alfonso XII, por la Gracia de Dios y la fecha 1878.

Cara.

Víctor soltó una de aquellas carcajadas con que solía celebrar los chistes de mi padre. En aquel momento, era un triunfador, el triunfador absoluto por encima de los otros cinco hombretones que compartían con él mesa y anís aguado. Se puso en pie.

Mi padre lo miró y, años después, muchos años después, cincuenta y cinco años después, Víctor recordaba todavía el dolor agudo que vibraba en aquellos ojos, el desengaño, la ofensa, la humillación, y mi padre confesaba que tuvo que hacer un gran esfuerzo por no doblegarse al llanto.

Pero así es el juego, y en el amor y en la guerra todo vale, y hay que saber perder y, al fin y al cabo, mi padre ya hacía días que había renunciado a Aurorita Escolá. La suerte había favorecido a Víctor, de manera que fue éste quien se puso en pie como un vencedor y apoyó las manos sobre la mesa para aproximar su narizota a los rostros de Moscoso y de Miguel.

—No me gusta que me miren mientras trabajo —susurró—, de manera que ya os estáis largando. Miguel, llévales al Café de las Siete Puertas, que dice que hay un cómico muy divertido que se llama Alady y una bailarina a la que llaman la Bella Aspirina. Dejadme a solas con Aurorita y los dos nos reuniremos con vosotros allí y os la presentaré. Si os portáis bien.

No admitía réplica. Era el ganador y él imponía las reglas. Miguel, con cara de nada, fue el primero en ponerse en marcha, «de acuerdo, vámonos», y con él lo hicieron Moscoso, Rodrigo y el Mahonés.

—Yo no voy —dijo mi padre, rotundo—. Tengo que actuar otra vez.

Pero su tono indicaba que no iría nunca, de ninguna de las maneras, que jamás se uniría a semejante tropa y, probablemente, tampoco a Miguel y a Víctor. Allí terminaba la broma.

Se fueron los del Sindicato Libre con Miguel, y mi padre, alegando que pronto le tocaría actuar de nuevo y que quería ensayar un poco, se alejó con paso cansino y desapareció por alguna puerta donde se advertía que estaba prohibido el paso.

Víctor se quedó solo para iniciar el asedio de Aurorita Escolá.

Ahí estaba ella. Muy seria, con su vestido negro brillante de azabaches, que fuera del escenario parecía de luto, bebiendo algo sin alcohol en compañía de unos señores y señoras que seguramente eran de su familia y estaban allí para protegerla de los impertinentes.

Víctor se alisó la ropa, se metió la gorra en el bolsillo, se atusó el pelo, se acercó a la mesa con paso firme, se inclinó hacia la hermosa mujer de los ojos tristes y se presentó:

—Discúlpeme, señorita. Me llamo Víctor Luys y quisiera hablar con usted un momento. Soy amigo de Fernando Gavanza, el bandoneonista.

Ella lo miró a los ojos. A la nariz. Y le gustó lo que veía.