Un día me llevaron al Boston. Estaba en la calle Aribau, número 50, casi esquina con Aragón, donde ahora hay un Tex Mex, y en 1975 se conservaba prácticamente igual como era en 1920. Las mesas de mármol con pie de hierro forjado, un mostrador con apenas unos pocos apliques de formica, el perchero con repisa en lo alto para los sombreros.
—Aquí —dijo mi padre—, cuando entraban, los del Libre dejaban el sombrero y la pistola.
Lo que me dio a entender que alguna vez había acompañado a Miguel a sus partidas de póquer con los del Libre. Se lo pregunté. Antes de que me respondiera, me pareció que le daba un poco de apuro reconocerlo delante de Víctor, como si lo hubiera hecho a sus espaldas, como si nunca se lo hubiera comentado, premeditadamente.
—Bueno —respondió, evasivo—, alguna vez había venido a buscarlo aquí.
Por eso, pudo indicarnos cuál era el rincón que ocupaba la pandilla de Moscoso, y por eso pudo describirnos a los tipos que la componían y el ambiente enrarecido que allí se respiraba. Eran seis o siete y todos vestían bastante bien, la mayoría con sombrero. Moscoso era el que llevaba el vozarrón cantante, gritón y ampuloso, alto y fornido, una mole humana con bigote y cejas espesas y risa ultrajante. Le reía las gracias uno muy pálido llamado Rodrigo, y los acompañaba siempre uno de los que llevaba gorra, al que llamaban el Mahonés, retraído y hosco, con el rostro agrisado por una barba pertinaz que brotaba a los diez segundos del afeitado. Todos eran mayores que Miguel, al que trataban como niñato inexperto, sin ninguna consideración.
—¡Hombre, ya está aquí el Milhombres! —le llamaban Milhomes, en catalán. Todos los de la pandilla hablaban en catalán.
En uno de sus primeros encuentros, Miguel había cometido el error de contarles una mentira para darse importancia. Que se había encontrado en la calle con tres obreros borrachos y sucios que la habían tomado con él por el brillo de sus zapatos. Que le habían insultado y habían pretendido que se apeara de la acera para dejarles pasar. Era la acera estrecha de la calle de San Pablo. Miguel les plantó cara y acabó sacando la pistola y a uno le dio un golpe en la ceja, que empezó a sangrar, y todos salieron huyendo despavoridos. La pandilla de Moscoso nunca le echó en cara que aquello fuera un invento, pero por la forma en que recibieron la noticia, a carcajadas acompañadas de palmadas en la mesa, era evidente que no le creían.
—¿Qué pasa? ¿Que no me creéis? —decía él, manifestando un desconcierto y un desconsuelo delatores.
—¡Sí, hombre, sí! ¡Venga, Milhombres, siéntate con nosotros y saca el parné, que te vamos a desplumar!
Moscoso se tomaba la libertad de darle cachetes tan cariñosos como humillantes.
En aquellas tertulias se comentaban a voces las afrentas recibidas por parte de los anarquistas y las hazañas propias. Durante el mes de julio, el 6, los activistas libertarios habían matado al cocinero Joan Purcet, que trabajaba en el restaurante Royal; el 8, Moscoso, Rodrigo y un carlista llamado Baldrich al que llamaban l’Onclo se encargaron de Vicens Roig, un cenetista del ramo del agua, en la plaza de Urquinaona. La policía atrapó a l’Onclo y aún no lo habían soltado. El 21, los anarquistas recaudadores de cuotas mataron a Antoni Pons, que quería echarlos de su taller; y el 24, a Joan Casanovas, que quería montar el Sindicato Libre de la Goma. El 4 de agosto fue acribillado en Valencia el conde de Salvatierra, gobernador civil de Barcelona que en más de una ocasión hacía dicho que los atentados eran cosa normal en su ciudad.
—Esos cabrones nos están ganando la partida —rezongaba Moscoso—. ¡Nos estamos durmiendo, joder!
Lo último que faltaba era que los anarquistas los hubieran echado del quiosco de bebidas de la plaza del Peso de la Paja.
Los de Moscoso acostumbraban a ir allí en verano. Se estaba bien, en la terraza, a la sombra, tomando una cerveza fresquita. Aquél había sido su territorio durante el verano anterior. En invierno, habían elegido el Boston para resguardarse del frío pero, con la llegada del buen tiempo, habían regresado al bienestar de la sombra y los refrescos. Entonces, pudieron comprobar que había en el local algunos parroquianos que miraban mal sus expansiones, sus risotadas y las exhibiciones de Brownings y algún tiro al aire para celebrar lo que fuera. Naturalmente, llamaron al orden a los inoportunos y, naturalmente, se encontraron con réplicas desagradables, «si no le gusta a usted mi compañía, ya se está largando con la música a otra parte». Hubo algún cliente que no sabía con quién estaba hablando y se atrevió a plantarles cara. De manera que le pegaron una paliza allí, en medio de la plaza del Peso de la Paja, lo convirtieron en una bola a base de puñetazos, puntapiés y una larga serie de silletazos y, durante unos días, los del Libre pudieron disfrutar de aquel enclave con paz y tranquilidad, «que viene de tranca».
Pero, recientemente, los anarquistas habían reconquistado el lugar. El día 28 de julio, mientras Moscoso, Mahonés, Rodrigo y los otros fanfarroneaban, unos desconocidos se fueron mezclando entre el personal e, inesperadamente, se pusieron a disparar. Cayeron heridos tres del Libre que, en medio de los gritos y la desbandada, replicaron al tiroteo y mataron a un anarquista llamado Restituto Gómez. Todos se alejaron corriendo por las callejas adyacentes, agresores y agredidos. Y al día siguiente eran los anarquistas quienes llenaban el quiosco y, de momento, reinaban allí con desenfado insolente.
Los libros de historia que recrean aquella época de Barcelona mencionan la batalla del quiosco de bebidas de la plaza del Peso de la Paja. En los papeles de Miguel Jinete consta una referencia basada en los comentarios que sobre aquel incidente hacía la pandilla de Moscoso en el Boston y el testimonio de primera mano de la que tal vez fuera la última escaramuza. Aquel día de julio que Miguel Jinete no precisa, Moscoso se había bebido ya más de sus tres coñacs habituales y descargó la palma de la mano sobre la mesa para hacerse oír:
—¡Ya sé por qué nos echaron del quiosco! ¡Porque no teníamos con nosotros al Milhombres, coño! Por eso nos echaron esos descamisados trinxeraires. ¡Me cago en la mar, pues hoy, como hay Dios que vamos a reconquistar la plaza!
Decía esto mientras ponía la mano sobre el hombro de Miguel y le daba sacudones bajo la mirada socarrona de sus amigos.
Miguel había asegurado a Víctor, en presencia de mi padre, que sabía capear el temporal, que sabía evitar las situaciones escabrosas, que sabía nadar y guardar la ropa, que nunca se metía en jaleos, que nunca había disparado el arma, ni siquiera para tirar al blanco. Pero no podía escabullirse eternamente. Tarde o temprano tenía que llegar aquel momento. En las pandillas de bravucones uno siempre acaba teniendo que demostrar su bravuconería. Lo iban a poner a prueba y, si quería seguir con ellos, no le quedaba otro remedio que superarla.
Salieron a la calle y se dirigieron a los dos Citroën que les esperaban enfrente. Moscoso exclamó:
—¡No, no! Dejad que sea Miguel quien conduzca, que dice que él ya sabe. Venga, demuéstranos que sabes conducir, Milhombres.
Decididamente, aquél era el día de su iniciación. Miguel agarró la manivela, como había visto que hacía el conductor de la pandilla, y los otros lo rodearon, Moscoso desafiante. Era evidente que nunca habían creído que supiera conducir y esperaban su primer error con las risotadas y las palabras humillantes bailando en sus labios.
Miguel encajó la manivela en el morro del automóvil, le imprimió dos giros enérgicos y el motor se puso en marcha. A continuación, corrieron todos a los asientos del Citroën, montaron en él, Miguel al volante, Moscoso a su lado. Y comenzaron a avanzar, lentamente primero, quizás con alguna sacudida inesperada, pero luego cada vez más a prisa, más a prisa, con toda seguridad. Y Miguel Jinete, según cuenta en sus escritos, recibió una estrepitosa ovación.
—¡Coño, pues sí que sabe conducir el Milhombres!
Siempre que podía, Miguel iba al encuentro de mi abuelo, a la plaza de Cataluña, donde solía esperar que lo contrataran, y le pedía que le enseñara a conducir. Y, si mi abuelo no tenía trabajo, le permitía dar un par de vueltas a la plaza.
Fue un corto trayecto por la calle de Muntaner abajo hacia la ronda de San Antonio. Ahí estaba la irregular plaza del Peso de la Paja, como un mero ensanchamiento de la ronda. Dejaron los dos automóviles a prudente distancia, en la plaza de Goya, accionaron las automáticas para colocar la primera bala en la recámara y se apearon, cuatro de cada automóvil, ocho hombretones sacando pecho, avanzando decididos por la acera de la derecha de la ronda, escrutando con ojos entrecerrados.
Pero no escrutaron lo suficiente. Mientras cruzaban la calle, Miguel se fijó únicamente en un hombre mal afeitado que estaba apoyado en un árbol, y en otro que parecía distraído mirando el escaparate de una ferretería. Los dos hicieron movimientos bruscos, uno metiendo la mano en la chaqueta, el otro buscando en el bolsillo del pantalón. «Ése va a sacar una pistola», pensó Miguel. Y se precipitaron las cosas.
Es curioso cómo lo expone Miguel Jinete en su escrito, por riguroso orden alfabético:
Abuela sentada en banco, petrificada, desmigando pan.
Bandada de palomas que se desvanecen alborotadas.
Cristales de los escaparates pulverizados.
Chillidos de mujeres.
Dueño del quiosco bajo el mostrador.
Estallido de botellas en los estantes.
Frenazos de los automóviles que ven invadida la calzada por la desbandada.
Gritos de hombres.
Horror en los balcones.
Impactos secos contra los troncos de los árboles.
Jadeos de pánico.
Kermese de explosiones centelleantes.
Ladridos de perrito feroz.
Mesas y mármoles y refrescos y vasos por los suelos.
Niebla acre.
Ñoñería gimoteante del timorato.
Onzas de plomo rebotando en los adoquines.
Petardeo ensordecedor e interminable.
Quebraduras en las paredes.
Rodrigo corriendo como un gamo, disparando sin mirar.
Silbido rabioso de las balas.
Transeúntes boca abajo en la acera cubriéndose la cabeza con las manos.
Ulular de un niño espantado.
Vibraciones de muerte en el aire.
Whisky, coñac, anís y cazalla de las botellas rotas lloviendo sobre la camisa nueva del quiosquero.
Xilófono de objetos metálicos rebotando sobre las baldosas.
Y de pronto todo se termina.
Zas, y silencio. Zas.
El desierto, el silencio, el «¿Ya está?», las manos que se apartan de las cabezas con cautela, miradas medrosas que se aseguran de que realmente ha pasado el peligro, el más valiente que se levanta y se sacude el polvo del pantalón, la primera voz de protesta: «¡Siempre estamos igual, hombre, esto no puede ser!», las palomas que regresan por las migas de pan que les dará la viejecita en cuanto salga del estupor, el perrito feroz que deja de ladrar, el dueño del quiosco asomando la nariz por encima del mostrador.
Miguel Jinete es despiadado consigo mismo en el relato de este episodio: «Corrí como un conejo», escribe.
Todos corrieron como conejos, en realidad. La banda de Moscoso se desperdigó por los alrededores, se perdió por las calles de Erasmo, Ferlandina y la Paloma.
No se sabe que se produjera ninguna víctima en aquella refriega. La historia ni siquiera habla de ella. Pero, a partir de ese momento, ya no se menciona la batalla del quiosco del Peso de la Paja que, por lo visto, pasó a ser propiedad exclusiva de la CNT.
Lo peor fue el regreso a la tertulia del Boston, al día siguiente, «¡Coño, mirad a quién tenemos aquí, el Milhombres!», y soportar de nuevo las palmadas demasiado fuertes, los cachetes humillantes, las miradas desdeñosas, el afecto excesivo, empalagoso y falso, «¡Venga, chaval, no te desanimes, que es duro eso de hacerse un hombre!».
—¡Joder, Milhombres, cómo corrías ayer! ¡Corrías como un conejo!
Fue Moscoso quien utilizó aquella expresión. Luego, al escribir sus memorias, Miguel la reprodujo tal cual, «como un conejo». Eso describe perfectamente un aspecto de la manera de ser de Miguel Jinete. Aunque pareciera lo contrario, se fijaba mucho en todo lo que ocurría a su alrededor, lo retenía todo.
Nunca olvidaba.
Se reía en el Boston y decía, tratando de hacerse oír por encima de carcajadas y groserías:
—Ayer todos corrimos, Moscoso, todos corrimos, no sólo yo.