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No conocí a Miguel Jinete porque murió poco después de Franco, en el mes de diciembre de 1975, días antes de Navidad. Yo ya había decidido recopilar y ordenar el material histórico que me proporcionaban mi padre y Víctor Luys y me fastidió la pérdida de aquel miembro del Trío del Pompeya. Incluso llegué a pensar que su desaparición haría imposible la escritura del libro porque había muchos detalles de la vida de Miguel Jinete que mi padre y Víctor desconocían.

Leí la esquela en el periódico y le transmití la noticia a mi padre. Soltó un ligero respingo, como si acabara de experimentar un pinchazo interno, agudo pero sin importancia.

—Tenía mi edad —comentó—. Y la de Víctor. Los tres nacimos el mismo año: 1900.

Y nada más.

Mi madre, en la cocina, hizo una mueca de disgusto y negó con la cabeza.

Telefoneé a Víctor. En su pueblo, sólo tenían un aparato, en casa de un vecino. Anuncié que llamaría otra vez, por la noche. Cuando lo hice, se puso él.

Le dije:

—Que se ha muerto Miguel Jinete.

Respondió:

—¿Ah, sí? Vaya —nada más. En seguida—: ¿Y tu padre, qué tal está?

—Bien.

Acudí al funeral con la sensación de iniciar, al mismo tiempo, el luto por esta obra que tenía que salvar mi vida. Una vez en la ceremonia, sin embargo, me resistí a darme por vencido. Se me ocurrió que aún tenía una oportunidad.

Fue un entierro multitudinario, con mucha presencia oficial de subsecretarios del Gobierno Civil y viejos policías franquistas y nostálgicos, pero no se respiraba el menor aliento de calidez y afecto. El noventa y nueve por ciento de los asistentes no se molestaba en disimular las ganas de largarse en cuanto considerasen cumplido el trámite, y el uno por ciento restante estaba representado por una esposa ensimismada y alejada de dos hijos, una nuera y unos nietos totalmente inexpresivos que en ningún momento le pusieron la mano encima.

Escuchamos disciplinadamente los rezos y las evocaciones del sacerdote, acompañado por los gemidos de un violín, un chelo y un piano; seguimos al féretro hasta un panteón del cementerio más monumental de la ciudad y contemplamos cómo lo metían en la fosa y lo ocultaban bajo la pesada losa de mármol que había de garantizar que no se movería de allí en toda la eternidad. Se disolvió el duelo rápidamente, demasiado rápidamente, abandonando a los parientes impávidos.

Durante toda la ceremonia, me había fijado en la señora Jinete. La tenían olvidada en un rincón. Ella misma parecía haberse olvidado de sí misma. Sólo distinguí sus ojos tristes y hermosos, de mirada lejana, y no me animé a hablar con ella de mi interés por su marido. Me quedé rezagado y aproveché la primera ocasión para presentarme ante uno de los hijos, que se llamaba Eduardo.

Tenía unos diez años más que yo, una barba muy bien recortada y parecía cómodo en su traje y su corbata, como si ésa fuera la indumentaria que usara habitualmente. En la época de la transición en que nos encontrábamos, ésa era una característica negativa, desde mi punto de vista. Me recibió con mirada de reojo, un poco hostil.

Le conté quién era mi padre, le resumí lo que sabía de la vieja amistad, le anuncié mi interés en escribir un libro sobre ello y él miró al suelo taciturno.

—No sé mucho de la vida de mi padre —dijo—. Nunca contaba nada de su trabajo en casa —pero tenía ganas de ayudarme. Hacía muecas de contrariedad y cabeceaba dubitativo. No sabía si echarme una mano o no. Entonces no lo entendí pero ahora sé que ése fue un momento importante en su vida. De pronto, se habían puesto a hervir en su interior sentimientos y resentimientos, recuerdos y deudas pendientes, la prudencia y la rabia, y ganó el afán de venganza. Sonrió amablemente y tomó una determinación—: Hay un hombre que se llama Madurga. Mariano Madurga.

»Fue compañero de mi padre en la Brigada Político-Social prácticamente desde su fundación, desde que entraron en Barcelona las tropas de Franco. Es muy mayor ya, pero tiene buena memoria y, sobre todo, conserva muchos documentos, escritos, cartas, declaraciones, e incluso una especie de memorias de mi padre. Vino a verme con la intención de vendérmelos, pero a mí no me interesa hurgar en el pasado. A lo mejor a ti te convengan.

Me proporcionó el teléfono y la dirección de Mariano Madurga. Y, cuando se lo agradecí y le estreché la mano y ya me iba, me retuvo y me miró de manera muy significativa para decirme:

—No le digas que te envío yo. De ninguna de las maneras. Si sabe que te envío yo, no te dirá nada. Telefonea al Departamento de Prensa de la Jefatura de Vía Layetana y habla con uno que se llama Gracia. Dile que estás escribiendo un libro y que te gustaría hablar con Madurga, que te dé su dirección o su teléfono. Siempre podrás decir que lo has encontrado a través de Gracia.

Asentí. Sonrió. Me soltó la mano.

Recuerdo que fui a visitar a Mariano Madurga el martes 13 de enero del 76. Martes y trece. Simbólico. Vivía en un edificio muy grande y muy antiguo de la parte baja de las Ramblas, cerca del restaurante Amaya y del frontón Colón. A partir de media tarde, aquellas aceras se llenaban de fulanas aburridas, vendedoras de tedio, y en el centro del bulevar, al otro lado de la calzada, se apiñaba una muchedumbre de mirones, indecisos o decididos únicamente a mirar, que me intimidaron. Al destacarme de ellos y cruzar la calle, parecía que mi objetivo sólo podía ser la contratación de una de aquellas señoritas. Y, cuando pasaba entre ellas ignorando sus miradas, sus chistidos y sus proposiciones, me convertí en bicho raro y sospechoso.

Penetré en aquel portal majestuoso pero sucio y mal iluminado, con artísticas pinturas y molduras ocultas por la roña, y tuve que subir a pie hasta el tercero, porque no había ascensor. La escalinata era ancha y ascendía en curva, pretenciosa, sin duda diseñada pensando en vestidos largos que arrastrasen su cola por los escalones, y por sombreros de copa aristocráticos, y una lentitud mayestática.

Llamé a la puerta, esperé, y me abrió un individuo grotesco. Era un rostro enrojecido por alguna enfermedad cutánea que lo había hinchado y le había apatatado la nariz, de ojillos pequeños, porcinos y lacrimosos, arrugas de amargura que inducían a la compasión, y un peluquín rojizo espantoso, despeinado, como una boina peluda y ladeada. Vestía camisa blanca arrugada y pantalones baratos algo caídos bajo su panza esférica. Me miraba como si mi presencia le diera asco.

—¿El señor Madurga?

—Sí.

—Soy Jordi Gavanza…

Le conté quién era, y qué quería. Escribía un libro sobre tres amigos, uno de los cuales era Miguel Jinete, sobre el cual me habían dicho que él tenía mucha documentación.

—¿Quién se lo ha dicho?

—Alguien de la Jefatura de Vía Layetana. Me han dicho que trabajó usted con el señor Jinete durante muchos años.

Me escrutaba indiferente.

—¿Quién de Jefatura?

—El señor Gracia, del Departamento de Prensa.

Pensaba y pensaba. No sabía si le gustaba mi visita. Le era útil.

—Pase.

El piso había sido de lujo, pero estaba abandonado, mal iluminado, cubierto por aquella capa de cochambre que parecía característica de todo el edificio. Hacía mucho tiempo que no pintaban sus paredes, y hacía más tiempo aún que alguien lo había llenado de muebles caros, pesados y heterogéneos que ahora se iban convirtiendo en antigüedades bajo el polvo y una cantidad agobiante de objetos horteras acumulados con los años. Una concha con el letrero pintado a mano: «Recuerdo de Villagarcía de Arosa». Un cenicero «robado en Restaurante Las Arcadas».

En la gran sala comedor, con dos balcones que se abrían a las Ramblas, a las putas y a los mirones, el televisor era el rey ante un espectacular sillón forrado en cuero negro y, en la mesita al alcance de la mano, una botella de coñac destapada para ganar tiempo y un vaso largo sucio. En el suelo, de madera, había rayas que parecían trazadas con navaja, dos calcetines hechos un burujo y el estallido de un líquido que acaso en el pasado fuese invisible pero que se había impregnado de polvo suficiente como para volverse negro y de textura aterciopelada.

El hombre me condujo hasta la mesa del comedor. Por lo visto, lo había sorprendido poniendo orden en una colección de miles de cintas de cassette. Peret, Los Chunguitos, Julio Iglesias, Mocedades. En medio de tanto pop, distinguí una copa de coñac llena, un lápiz de labios y una cajita redonda de polvos de cosmética.

Le volví a contar lo que deseaba. No podía relatar la vida de mi padre y de Víctor Luys sin contar la de Miguel Jinete.

Me escuchó en silencio, indiferente y hastiado, tal vez pensativo.

Por fin, dijo: «Un momento», se levantó y salió de la habitación. Yo me quedé solo con las cintas de cassette. Triana, José Luis Perales, Manolo Sanlúcar. El bimbó de Georgie Dann.

Oí cómo marcaba un número en un teléfono del pasillo y cómo preguntaba de pronto, con un susurro estridente:

—¿Eduardo Jinete? —sí, hablaba con Eduardo Jinete—. Soy Madurga. Bueno, hoy ya es el ultimatun —dijo «ultimatun», con ene—. Quiero saber si ha reconsiderado mi oferta. Le advierto que tengo la posibilidad de hacer público todo lo que sé de su padre. Pues está muy equivocado. Hay gente interesada. Gente dispuesta a pagar mucho dinero por lo que yo sé. Está usted loco, señor Jinete. Si yo cuento lo que sé, la memoria de su padre quedará embarrada para siempre. Tengo papeles, tengo documentos.

En ese momento comprendí que al hijo de Miguel Jinete le daba completamente igual que saliera a la luz el pasado turbio de su padre. Más aún: se me hizo evidente que Eduardo Jinete tenía cuentas pendientes con su padre y quería que su vida fuera conocida por todo el mundo. A eso respondía la mirada zozobrante, la duda trémula que pude observar en el cementerio, justo antes de que me escribiera la dirección de Mariano Madurga en un papel.

Eduardo Jinete quería poner el cadáver de su padre desnudo ante la sociedad y adiviné que hacía tiempo ya que Madurga le estaba proponiendo el chantaje y el hijo de Miguel lo estaba provocando para que sacara a la luz los papeles que tenía. ¿Pero qué iba a hacer aquel desgraciado de Madurga? Era incapaz de escribir un libro y no sabría ni cómo conseguir una entrevista con un periodista. Ni cómo convencerlo de que la historia de Miguel Jinete podía interesarle a alguien. Mi aparición no podía ser más oportuna. Yo representaba la solución perfecta. Para Madurga, que podría obtener un dinero por sus secretos, y para Eduardo Jinete, que vería cumplidos sus sueños de venganza.

Sonó estrepitoso y enfermizo el timbre de la puerta. El dueño de la casa interrumpió su discurso telefónico para decir: «¡Va!». Me levanté y me dirigí al vestíbulo.

El que había llamado era un niño muy pálido, con los pelos de punta, que se llevó un susto al verme y esquivó mis ojos, visiblemente desasosegado.

—Venía a jugar con el señor Mariano, pero si no está me voy —dijo muy deprisa, de un tirón.

Dio media vuelta y huyó a toda prisa escaleras abajo. Me dejó desconcertado, con un suspiro en el pecho, y regresé a la mesa cubierta de cassettes, Lorenzo Santamaría, Lole y Manuel, Massiel, con aquel lápiz de labios y polvos de maquillaje.

Me senté y pensé que tenía miedo, que quería salir de allí cuanto antes. Despavorido como el niño que venía a jugar.

Madurga regresó al fin al comedor.

—¿Quién ha llamado? —me preguntó.

—Un niño —le comuniqué, clavándole la mirada entre ceja y ceja, con la esperanza de discernir una chispa de perversión—. Decía que venía a jugar.

Madurga se sentó junto a la mesa, se acodó en ella y me preguntó:

—¿Cuánto pagaría por esos papeles?

—¿Cuánto me pediría usted?

—Tenía la medalla de plata, la roja y la blanca al mérito policial, lo que significa una pensión del diez por ciento y el quince por ciento del sueldo, que no es moco de pavo. Y la Cruz de Caballero de la Orden de Cisneros, la Cruz del Mérito Militar, la Encomienda de Alfonso X el Sabio y qué sé yo cuántas más. No estamos hablando de un bofia de tres al cuarto. Y lo que tengo yo en esas carpetas es dinamita pura —probó—: Cien mil pesetas.

Iniciamos el regateo.

Pasadas las fiestas, cuando fui a Editorial Bruguera y tuve la entrevista con el editor argentino que me preguntó: «¿Por qué los Tres del Pompeya? ¿Qué es el Pompeya?», después de transmitirle mis pretensiones, adoptó de nuevo aquella expresión de pasmo que tenía tan ensayada.

—¿Cincuenta mil pesetas? —exclamó—. ¿Me está pidiendo un adelanto de cincuenta mil pesetas por un libro que todavía no ha empezado a escribir?

En Bruguera eran tiempos de generosidad y derroche. El grupo de jóvenes ejecutivos agresivos que acababa de irrumpir en la quinta planta se había propuesto dignificar a golpe de talonario aquella editorial especializada en tebeos y novelitas de a duro. Habían creado una colección de novela policiaca a imagen y semejanza del Séptimo Círculo de Borges y Bioy Casares, y más adelante comprarían la Crónica de una muerte anunciada de García Márquez por una cantidad exorbitante para la época. De momento, se iniciaron en su magnanimidad concediéndome las cincuenta mil pesetas necesarias para comprar los documentos de Mariano Madurga.