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El abuelo de Miguel salía de casa cada día a las cinco de la madrugada y se iba al puerto con su nieto. Supuestamente, iban a barrer las bodegas de los barcos que transportaban carbón, después de que hubieran pasado su carga a los carros, camiones o vagones de ferrocarril que los llevarían a las fábricas o a distintos puntos de venta. Él decía que sólo era un barrendero más pero, en realidad, era el jefe de la brigada, el que decidía cada mañana quién cogía la escoba y quién no. Y, gracias a unas propinillas interpuestas, resultaba que los descargadores solían dejarse una buena cantidad de carbón en las bodegas. Era la cantidad que el abuelo Jinete y sus hombres barrían, limpiaban y transportaban a uno o dos camiones y con la que alimentaban gratuitamente el sótano de la carbonería de la calle de la Vía del Poblenou.

Miguel había sido barrendero de carbón desde antes de los diez años y, mucho tiempo después, cuando conoció a mi padre en el 20, ésa era todavía su forma de ganarse la vida. Sólo que su abuelo ya estaba muy mayor para ir al puerto como antes y Miguel se fue limitando a organizar la cuadrilla de barrenderos y a impartir órdenes. Y, en cuanto pudo, le dio trabajo a su amigo Víctor. Él, muy señorito, vociferaba desde el muelle con las manos en los bolsillos y Víctor dirigía a la cuadrilla subiendo con ellos al barco, indicándoles qué era lo que tenían que barrer, qué era lo que debían acumular en un rincón y en qué camiones cargarlo para transportar aquellos sobrantes hasta la carbonería de la calle de la Vía.

Desde que era un niño, la higiene personal era una idea fija para Miguel. Lo primero que preguntó cuando accedió a la casita de los Luys fue si tenían bañera. Lo primero que hizo en cuanto se lo pudo permitir fue construirse en la azotea de su casa una ducha de agua de lluvia y cada tarde, al regresar del trabajo, tanto si hacía frío como si hacía calor, con nieve, viento o granizo, se metía bajo la ducha y se frotaba hasta el último pliegue de su cuerpo para librarse de la menor traza de hollín que pudiera llevar consigo. Estaba obsesionado con la limpieza y con la elegancia. Se hacía los trajes, las camisas y los zapatos a medida y, huyendo de la suciedad asfixiante de la carbonería, buscaba con desesperación el lujo de la cosmópolis, la alegría de sus noches locas, los espectáculos deslumbrantes, el ambiente bohemio, las chicas fáciles, las timbas febriles, las orgías sofisticadas, le florecían claveles reventones en las solapas y fumaba Muratti.

Tanto mi padre como Víctor estaban de acuerdo en que, si frecuentaba el gimnasio del Centro Libertario, más que por su afición al boxeo era por el placer de darse una buena ducha de agua caliente.

Aquel día, con calzón corto, sudoroso y con los músculos en tensión, Miguel estaba enviando al costal series de tres jabs de izquierda rematadas por un derechazo contundente. Un, dos, tres y zas; un, dos, tres y zas. Resoplaba y jadeaba con rabia. A su lado, Víctor saltaba a la cuerda frente al espejo, más reposado. Mi padre se había quitado la chaqueta y el sombrero porque allí hacía mucho calor, como si la energía que emanaba de los atletas que se ejercitaban en el local, saltando en el cuadrilátero o levantando pesas o simplemente gritando, tuviera el efecto de una especie de calefacción central.

Hasta ese momento, la conversación sostenida el domingo anterior con Juliol había quedado suspendida, como una anécdota intrascendente, como una broma sin gracia. Ni Víctor ni mi padre aprobaban que Miguel le hubiera tomado el pelo al maestro de su infancia aprovechándose de la ceguera que le provocaban sus convicciones, y Miguel había sabido torear las preguntas directas con hábiles quiebros que no le comprometían a nada.

—¿Pero por qué tuviste que decirle eso?

—Una broma, joder, una broma. No es la primera broma que gasto en mi vida. Y, si la hubierais apoyado, nos habríamos reído mucho.

—No nos habríamos reído mucho, Miguel. Yo no quiero reírme de Juliol. ¿Y por qué llevas pistola?

—Todo el mundo lleva pistola. Están matando a gente por las calles, coño, ¿o es que no lo sabéis? Llevamos dieciséis tiroteos, con muertos y heridos, en lo que va de mes, joder. Desde que se cargaron a Elizalde, en diciembre, ¿cuántos muertos van? Que si el Tero, que si casi se cargan a Graupera, que se cargaron a ese francés, Genny, de Sabadell, que atentaron incluso contra el Noi del Sucre, joder. En el mes de marzo de este año, catorce bombas. Los raros sois vosotros, que vais desarmados.

No eran respuestas satisfactorias, pero sus amigos dieron por cerrada la conversación antes de pasar a otros campos de interés. Por eso les sorprendió que aquel día, cuando Miguel se cansó de aporrear el costal y dejó caer los brazos a lo largo del cuerpo, mirando al suelo y sin aliento, dijera:

—Voy a fundar ese grupo de afinidad que le dije a Juliol, «Progreso Hoy». He estado pensando en ello y…

Se estaba quitando los guantes. No decía más. Sus amigos lo miraban sin comprender.

—¿Pero qué estás diciendo?

—Bueno, en realidad ya he empezado a fundarlo. En un bar de la calle Cortes que se llama El Tranvía. Con un tío que se llama Guitard, un teórico que sabe mucho de Bakunin y los anarquistas y todo eso. Y dos estudiantes, que se llaman Ussía y Segura. Tendríais que venir.

—¿Te has vuelto loco?

Miguel se trasladaba a la zona de duchas y Víctor y mi padre le seguían perplejos, sin poder creer lo que oían.

—Joder, tarde o temprano, Juliol querrá conocer a los miembros de la célula.

—¿Pero no decías que era una broma?

Miguel se volvió hacia mi padre y Víctor parpadeando muy deprisa.

—No era una broma. Era…

—¿Qué era?

En aquel momento, supieron que Miguel se disponía a revelarles algo de suma importancia.

—Me preguntó por qué llevaba pistola y…

—¿Y por qué coño llevas pistola?

—No se lo podía decir.

—¿No me lo puedes decir a mí? —exigía Víctor, crispado.

—Sí, a ti, sí. A ti sí te lo puedo decir, claro.

—Pues dímelo de una vez, coño.

—Estoy afiliado al Sindicato Libre. Por eso llevo pistola.

Víctor palideció.

—¿El Libre? ¿Estás con los pistoleros de Ramón Sales?

—No seas absurdo. No te creas todo lo que te dicen.

—¿Que no? —exclamaba Víctor en un susurro, echando ojeadas en torno, temeroso de que alguien les oyera—. ¡Por favor, Miguel! ¿Cuántas veces lo hemos hablado? El Sindicato Libre lo fundaron los carlistas del Ateneo Legitimista, Ramón Sales, Laguía y toda esa pandilla y los dirigió el hijoputa asesino y espía de los alemanes Bravo Portillo, no para proteger a los obreros, ni siquiera para proteger a los patrones, sino para exterminar a los asociados a la CNT. Esto me lo has dicho tú mil veces. Y estuvieron conectados con la banda de pistoleros del barón de Koening, que les hacía el trabajo sucio. Dicen que, cuando entras en el Libre, con el carnet te dan la pistola, y ahora acabo de comprobar que es verdad…

Víctor se había metido bajo la ducha para eludir aquella situación embarazosa. Gritaba para hacerse oír por encima del chorro del agua.

—¡Es mentira! La pistola me la he comprado yo. ¡Y no he visto a Ramón Sales en mi vida!

—¡Me cago en la puta, Miguel! ¡El Libre es la patronal, la Mano Negra, los pistoleros de Koening! ¡Ellos atentaron contra el Noi del Sucre en enero y no pararán hasta matarlo! ¿Es verdad que os pagan quince pesetas diarias, y los atentados aparte?

Miguel sonreía para aparentar que era inmune a las pullas.

—Simplemente me apunto al caballo ganador, hermano. El boxeador obrero y delgado, hambriento y mal nutrido, o el boxeador de la patronal fuerte y musculoso, ¿por quién apuestas?

Víctor resopló.

—Te equivocas: son diez boxeadores obreros y cargados de rabia contra un boxeador pagado por la patronal. ¿Por quién apuestas?

Miguel salió de la ducha envalentonado, como si el agua hubiera aumentado sus fuerzas. Procedió a secarse con una toalla grande como una túnica.

—Soy empresario —dijo—. Te recuerdo que soy empresario y tengo que saber cuál es mi lugar.

—¡Tú qué coño vas a ser empresario! Ni siquiera eres carbonero. Eres barrendero del puerto, barrendero de carbón.

Mi padre decía que nunca los había visto discutir de aquella manera.

Y, de pronto, a Víctor se le dilataron los ojos y se quedó boquiabierto como si acabara de descubrir una presencia fantasmal en el vestuario.

—¿Y estás fundando un grupo de afinidad anarquista? ¿Una célula? ¿Tú, del Sindicato Libre? ¿Para qué?

Miguel se puso muy serio para salir al paso de una grave acusación.

—Lo hago por Juliol —declaró.

—Es precisamente lo que siempre han hecho los del Libre…

—¡Lo hago por Juliol, Víctor, no es lo que piensas!

—Es el tipo de trampa propio de Koening…

—¡No es ninguna trampa!

—¡Crear una célula anarcosindicalista para denunciarla a la policía y, después de que la hayan aniquilado, dar la razón a los patronos y colgarse medallas!

—¡No voy a denunciar a nadie, joder! Y tú tampoco lo vas a hacer. Tienes que confiar en mí, Victorino, coño, en mi buena fe —y, arrastrado por la inercia de sus propios gritos, reveló la verdad—: ¡Lo hago por mí, porque quiero tener cubiertas las espaldas! ¡Quiero estar a salvo! Tú lo has dicho antes: unos desconocidos atentan contra el Noi del Sucre y la policía enchirona al Noi del Sucre. ¿Cómo se entiende eso? Ése es el bando equivocado, Víctor. El bando que seguro que sale perdiendo. Soy empresario, pero también soy obrero, me crie en este puto centro, coño, pero no quiero que venga ningún pistolero anarquista y me vuele la cabeza sólo porque me sobra dinero para divertirme. Tú sabes que nunca le tendería una trampa a ningún obrero, nunca levantaría mi mano contra ningún obrero, Víctor, y tú lo sabes. Aunque lleve pistola, no hago daño a nadie, tú sabes cómo soy, tú me conoces. Sé evitar las situaciones escabrosas, sé nadar y guardar la ropa, no me meto en jaleos, nunca he disparado el arma, ni siquiera para tirar al blanco. Sólo sobrevivo. Y no pasa nada. ¿Cómo puedes desconfiar de mí?

Un día, hablando de Miguel, mi padre dijo:

—Miguel era el que tenía más miedo de los tres. Era un pobre desgraciado asustado.

Yo, que en aquel momento ya conocía toda la historia, protesté airado:

—¿Un pobre asustado? ¡Era un hijo de puta!

—Eso también, pero un hijo de puta asustado.

—Me da igual que estuviera asustado. Lo estás disculpando.

—Lo estoy describiendo. Sólo trato de entenderlo.

—No quiero entenderlo —me resistía—. Me da igual que estuviera asustado.

—Hay que entender a las personas para no caer en los errores en que ellas cayeron.

—Empiezas entendiendo a las personas y terminas disculpándolas.

—No digas majaderías.