8

Barcelona, julio de 1920

Era un caluroso domingo de verano con resaca. La noche anterior, el Trío del Pompeya había estado celebrando la inauguración de un pisito que acababan de montar sus amigas Dulce y Bombón. De alguna manera, se habían despedido del burdel donde trabajaban y habían establecido su propio negocio en un piso antiguo, enorme, de la calle d’En Carabassa, que se iba a llamar la Bombonera. En la celebración, se habían divertido tanto como había sido posible, habían conseguido echar la primera cabezada en lecho ajeno, de madrugada habían combatido la migraña con un baño helado en la playa a la luz de la luna y habían despertado sobre la arena cuando los primeros bañistas acudían a su cita semanal. Luego siguió un día abotargado, con el sofoco del sol y la costra de la sal crepitando sobre la piel. Comieron en cualquier parte y, a la hora del café, con la copa, fue Miguel quien tomó la determinación:

—Quiero presentarte a una persona —se dirigió a Víctor—. Tenemos que presentarle a Juliol. No puede pasar ni un minuto más sin que le presentemos a Juliol.

Se trasladaron en tranvía a Poblenou. Al apearse, Miguel anunció que tenía que ir a darse una ducha a su casa.

—Y me pondré otra ropa, porque me parece que mañana no hay barco, Victorino, y habrá que continuar la juerga. Id al Centro, que yo en seguida me reúno con vosotros.

Víctor y mi padre arrastraron su agotadora felicidad, gastando en ello su último aliento, hasta el ateneo de la calle Canals i Guerau, conocido como Centro Libertario.

Allí era donde Víctor y Miguel habían aprendido a leer y escribir. Inicialmente, no era más que una taberna con estantes llenos de libros manoseados y en cuya trastienda convivían los barriles, las cajas de botellas y el tufo del alcohol con las mesas y bancos donde se apiñaban los chavales para cantar el abecedario o las tablas de multiplicar. Cuando mi padre lo conoció, el Centro había crecido. Sus dirigentes habían comprado los almacenes que flanqueaban la taberna primitiva y así habían podido ampliar su oferta de servicios. La taberna se había convertido en café donde habitualmente bullía una tertulia discutidora y que servía de sala de actos para conferencias y debates. En la trastienda había una gran cocina donde se impartían clases para quienes querían ser cocineros y donde se elaboraba comida para indigentes cuando había con qué. La biblioteca era enorme, con muchas estanterías llenas de libros de segunda mano de Zola, Proudhon, Hugo, Gorki, La Novela Ideal, La Novela Libre, el periódico Solidaridad Obrera y revistas como El Escándalo o L’Esquella de la Torratxa, y compartía espacio con cinco aulas donde se escolarizaba a niños, pero también a adultos en esforzadas clases nocturnas. Y el almacén de la derecha se había convertido en gimnasio con aparatos y cuadrilátero para boxeadores, porque los anarquistas consideraban que tan importante era el cultivo de la inteligencia como el del cuerpo y la salud.

—Aquí venimos Miguel y yo a boxear —dijo Víctor—. ¿Por qué no te apuntas, tú que tienes las mañanas libres?

Solo en la biblioteca, acodado en la mesa, rumiando el final de un domingo interminable y agarrado a un vaso de aguardiente, estaba Juliol.

—Es el hombre que nos enseñó todo lo que sabemos. Aquí nos daba matemáticas y gramática y geografía. Y nos sacó al exterior para que conociéramos el mundo —era evidente que Víctor sentía un gran respeto por él—. Juliol: quiero presentarte a un amigo. Se llama Fernando Gavanza. Es argentino. Le llamanos el Fueye.

—Casi argentino —matizó mi padre.

Juliol era un hombre demasiado derrotado para su edad. El aguardiente y el humo del cigarrillo le enturbiaban la mirada y lastraban sus movimientos y su dicción. Huesudo, de rostro chupado y ojos saltones y llenos de furia, con el pelo lacio y grasiento, y manos largas de dedos expresivos, vestía con el blusón y la boina y las alpargatas de los obreros. Y se movía muy lentamente para enfatizar cada una de sus frases.

—Sembles un burgès, collons —dijo.

—No —dijo Víctor—, pero es músico. Y, además, viene de Argentina.

Le hablaba en castellano para que el otro se percatara de que mi padre no le entendía.

—Ah, si es músico y viene de Argentina… —aceptó Juliol con retranca.

—Anda, cuéntale ése que me contaste anoche…

—Ah, sí —dijo mi padre dispuesto a seducir al viejo—. Entra uno en una zapatería y pregunta: «¿Tienen ustedes zapatos de cocodrilo?», y le contestan: «Claro que sí. ¿Qué número calza su cocodrilo?».

Víctor estalló en carcajadas. Juliol sólo arrugó un poco el rostro. Quedaba claro que si le perdonaba a mi padre la elegancia y el sombrero y el castellano era porque venía en buena compañía y porque la borrachera del día anterior, y el baño nocturno, y el cansancio habían deteriorado suficientemente su imagen como para convertirlo en persona de confianza.

—A mí, llámame Juliol —decía, pronunciando la jota desgarrada a la manera castellana y remarcando la ele final—. Juliol. En realidad, me llamo Julio pero quiero que quede bien claro que es Julio por el mes de julio del calendario romano, en honor a Julio César, y no Julio por san Julio papa, que fue un cabrón. Bueno, éste ya lo sabe pero lo digo para que lo tengas claro tú, que acabamos de conocernos. Anda, quítate ese sombrero, siéntate y bebamos.

—Aquí se empeñó Juliol en hacer de nosotros unos buenos libertarios —decía Víctor con orgullo—. Nos hacía escribir dictados donde siempre aparecían las palabras co-mu-nis-mo y pro-le-ta-ria-do.

Juliol no se avergonzaba por ello. Al contrario, se reafirmaba:

—Textos sacados de libros de Bakunin —y recitaba de memoria—: «El hombre, animal feroz por excelencia, es el más individualista de todos. Pero, al mismo tiempo —y éste es uno de sus rasgos distintivos—, es eminente, instintiva y fatalmente socialista…».

Su ex alumno le interrumpía.

—Y nos llevaba a pasear por la ciudad. A conciertos de música clásica que se daban al aire libre, en el parque de la Ciudadela… O aquel día, al Romea, para que oyéramos a Miguel de Unamuno. Yo no me enteré de nada. La tarde más aburrida de mi vida.

—Pero algo queda, algo queda… —murmuraba Juliol, para sí, con voz ronca.

—Nos llevaba por los barrios pobres, más pobres que éste, por las chabolas, que conocíamos de sobra, y nos mostraba y explicaba las enfermedades que producían la miseria y la falta de higiene. Nunca se me olvidará. Que si el tifus, que si el cólera, la meningitis, la tuberculosis, incluso la peste bubónica. Y luego nos llevaba a los barrios ricos, al paseo de Gracia, para que viéramos aquellas tiendas de lujo, y aquellos cochazos, y aquella gente tan limpia y bien vestida y orgullosa. Y decía: «Éste es el mundo de verdad, nosotros vivimos en el sótano, nos tienen encerrados allí, aislados en subterráneos asquerosos para que nos creamos que el mundo es aquello, pero no, no os engañéis: el mundo de verdad es éste». Y nos señalaba las iglesias y decía: «Y ahí nos venden el mundo de mentira». Nos mostraba los curas, con esas capas negras: «Esos pajarracos son los encargados de vender resignación, conformidad y paciencia. Mientras el patrón os pisotea la cabeza, estos cuervos os quieren convencer de que así es como ha de ser y que vivís en el mejor de los mundos y, si no os gusta éste, os prometen que, después de muertos, estaréis mejor…».

—Pero, sobre todo —intervenía el maestro—, les mostraba el miedo que tienen los ricos a los pobres. Esa manera de arrugar la nariz al vernos, como si olieran mierda. Los gestos de asco. Cuando llevábamos un rato cerca de aquellas joyerías, aquellos bancos, aquellos teatros, aquellos escaparates, en seguida hacían acto de presencia un par de guardias moviendo las porras para echarnos de allí. «Pero si son niños», les decía yo. «Sólo son niños». Nada, nada, «¿no ve que están molestando?, ¿no ve que están sucios?, ¿no los ve, cómo miran, con esos ojos?». Y nos echaban. Les dábamos miedo sólo con la mirada. Les da miedo la miseria, y eso es buena señal, porque demuestra que conocen nuestra fuerza, que saben que más vale tenernos miedo.

En ese momento, llegó Miguel, con traje nuevo, aplastado el cabello negro por la brillantina. Juliol se levantó para darle un abrazo. Parecía especialmente contento de verle.

—Ayer mataron a un compañero, ¿te enteraste? El capataz de la cantera Borinot de Montjuïc, un tal José Vilalta. De tres tiros. No pertenecía a ningún sindicato, pero era bueno con los obreros. Más de una vez había intercedido por sus hombres ante el patrón —¿por qué se lo comentaba a él, precisamente a él, y a los otros dos no se lo había mencionado? En seguida, manteniendo el brazo protector sobre los hombros del recién llegado, añadió—: Yo habría hecho de vosotros unos buenos anarquistas de no haber sido por el padre de éste —se refería a Víctor.

El padre de Víctor, Dimas, se enfrentó una vez a Juliol. Fue a verle al rincón donde solía beber después de las clases. Se le acercó decidido y llevaba de la mano a su hijo y a Miguelín.

—¿Tú eres Juliol?

—Sí.

—¿El que enseña a leer y escribir a mi hijo y a este chico?

—Entre otros. Sí.

Dimas de sentó. Los chicos se quedaron de pie, uno a cada lado. El padre de Víctor tenía los ojos enfermos, sangrientos y lacrimosos, porque trabajaba en una fundición de antimonio, conocida como la fundición de las diarreas porque allí se manipulaban ácidos que, al entrar en contacto con el antimonio, emitían gases tóxicos y todos los obreros estaban enfermos de una forma u otra. En realidad, bastaba con respirar polvo de antimonio para terminar asmático y medio ciego. Y, a veces, en la fábrica se producían explosiones donde había muerto más de uno y más de dos. Juliol conocía perfectamente este aspecto de la vida de Dimas y eso hacía que le guardara un gran respeto.

—Yo soy anarquista —continuó el padre del chico, después de escrutar unos instantes al maestro—. Mis hijos se llaman Fraternal, Víctor, que es éste, Eleuteri, Llibert y Giordano Bruno, conque calcula tú si seré anarquista. Pero no me gustan las pistolas ni las bombas, y no quiero que éstos acaben siendo pistoleros ni dinamiteros. El acta de fundación de este ateneo dice que está abierto a todos los obreros de buena fe y buena voluntad, no a los de una creencia, clase o partido, porque se supone que todos somos hermanos. ¿Es así o no es así? —era así—. Pues háblales de justicia, háblales de solidaridad, háblales de unión, háblales de sus derechos, enséñales esperanto y hazlos vegetarianos, si quieres, pero no les hables de violencia.

—La lucha de clases —dijo Juliol, duro y sin inmutarse— es una lucha. Y no hay lucha sin violencia.

—De la violencia les hablaré yo, en mi casa. Y cuando haga falta luchar, los tendrás en primera línea de combate. Pero ése es un tema delicado que quiero controlar yo. Quiero asegurarme que darán las bofetadas en la cara adecuada y en el momento oportuno. ¿Estamos?

Juliol tardó en contestar.

—Si no estamos, ya enseñaré yo las cuatro reglas a los chicos en mi casa.

—No, no —cedió por fin el maestro—. Estamos. Estamos.

Dimas Luys se puso en pie.

—Llévales al mercado de San Antonio —dijo— o a los puestos de Santa Madrona, a que vean libros, que son el futuro.

Juliol sostuvo la mirada de ojos enfermos y terminó accediendo con la cabeza, con una actitud tan sumisa y reverente, tan ajeno al maestro que conocían sus alumnos que ni a Víctor ni a Miguel se les despintó jamás.

—De acuerdo —murmuró—. Creo que te equivocas, pero en tus chicos mandas tú.

Aquel día del año 20, ya mayores, Juliol, siempre amargo, comentó:

—Tu padre era un inútil. Era muy buen hombre, muy inteligente, muy entero, pero un inútil, porque no era un hombre de acción.

Por lo visto, esas palabras, en boca de Juliol, eran todo un homenaje.

Muchos años después, en un viejo bar llamado Boston de la calle Aribau, casi esquina con Aragón, Víctor nos contaba, a mi padre y a mí, aspectos de la vida de su padre que recordaba con admiración:

Un día, los llevó a él y a Miguel a un mitin en un teatro de Barcelona. En el escenario, tras una mesa, había una serie de personajes políticos lanzando sus encendidos discursos. En un momento dado, el pequeño Víctor le dijo a su padre:

—No entiendo lo que dicen.

Y su padre le respondió:

—No están hablando contigo. Ni conmigo. Hablan entre ellos. Nosotros sólo somos el tema de conversación.

Tal como había prometido a Juliol, una vez en casa les habló de la violencia:

—Tal vez haya que destruir para volver a construir, pero lo malo es que quien sabe destruir difícilmente sabrá construir. Y yo prefiero que seas de los que construyen.

Víctor había retenido discursos enteros de su padre y los había convertido en lemas de su vida.

—No luches nunca por ideas políticas, que son meros discursos camaleónicos en torno a la idea del poder, del dominio y la manipulación de las masas. Lucha, sí, por la justicia. Por la justicia se ha de dar la vida incluso, porque no merece la pena vivir en un mundo injusto.

—Puede que haya gente de buena fe que destruya, queme, mate y robe por el ideal de implantar el comunismo libertario, no lo sé, yo creo que no he conocido a nadie así. Todos los que yo he conocido han acabado siendo destructores, incendiarios, asesinos y ladrones.

Dimas Luys murió en 1910, de un maldito ataque al corazón, a los treinta y cinco años, catorce meses después de que Miguel lo conociera. A partir de entonces, Margarita se las tuvo que apañar sola con sus cinco hijos y su ahijado Miguelín.

Aquel caluroso domingo de julio de 1920, ya anochecía, y ya se habían tomado unos cuantos vasos de aguardiente, y empezaban a mirar el reloj para irse, cuando Juliol se dirigió a Miguel y le puso la mano sobre el antebrazo, reteniéndolo, como con ganas de hablarle en voz baja. Ya hacía rato que lo miraba de forma especial, como si tuviera algo especial que comunicarle.

—¿Por qué llevas pistola? —preguntó entonces.

Víctor y mi padre se volvieron hacia Miguel muy sorprendidos, casi asustados. Juliol había detectado el arma en la sobaquera al abrazar a Miguel.

—¿Yo? Caramba, no se te escapa nada —ganaba tiempo el aludido con media sonrisa, mientras sus amigos decían: «¿Una pistola? ¿Una pistola?». Y añadió, como haciendo un esfuerzo, muy azorado—. Bueno, pues llevo pistola porque soy un hombre de acción. Yo sí que soy un hombre de acción —y añadió—: Estoy en un grupo de afinidad.

Víctor y mi padre no podían disimular su estupefacción.

—¿Pero qué dices?

—Bueno, a él se lo podemos decir, ¿no? —continuó Miguel. Se inclinó hacia su mentor para contarle el secreto—. Aún lo estamos formando. Es prematuro hablar de ello aún.

Sus amigos se miraban pero decidieron seguirle la corriente. Era lo que hacían siempre en los bromazos que gastaban a cualquiera durante sus juergas sabatinas, sólo que aquella vez la ocurrencia parecía una salida de tono excesiva, dirigida a la persona equivocada.

—Bien —decía el maestro anarquista, con entusiasmo—. Los grupos de afinidad son nuestra punta de lanza en la lucha contra el capitalismo. ¿Cómo os llamáis? ¿Tenéis nombres? Yo conozco a miembros de «Los Indomables», «Los Desheredados», «Los Fills de Puta»…

—Nosotros nos llamamos «Progreso Hoy».

—¿«Progreso Hoy»? Eso me parece demasiado intelectual para ti…

—Dinamita cerebral, Juliol —decía Miguel, siempre en voz baja, alimentando el desconcierto de sus amigos—. Ésa es nuestra arma principal, ¿no?

—¿Y cuántos sois?

—De momento, seis. Nosotros tres y otros tres. Ya tenemos el ideólogo, pero no nos queremos complicar mucho la vida. El objetivo de nuestra lucha son los tres ochos: ocho horas para trabajar, ocho horas para dormir y ocho horas para la diversión y la educación.

Juliol levantaba el dedo índice:

—Pero no lo olvidéis nunca, no perdáis nunca esta máxima: no luchamos para mejorar las condiciones de trabajo de los obreros, luchamos para terminar con el capitalismo y el Estado y por el nacimiento de una sociedad sin clases.

—¡Naturalmente! —aplaudía Miguel, muy serio y responsable.

Le habían dado a Juliol la mayor alegría que pudiera imaginarse. Ahora colocaba sus manos sobre los antebrazos de Fernando y de Víctor, para transmitirles las vibraciones de felicidad que lo sacudían.

—Bravo, muchachos, muy bien: porque sabed que estamos más cerca que nunca de la victoria. Los patronos andan desesperados. Apostaron por la política del Máuser, han tenido que acudir a pistoleros de baja estofa y eso es prueba de su debilidad. Ya no creen en la policía ni en las leyes burguesas: han venido a nuestro terreno, y nosotros ya nos cargamos al cabrito de Bravo Portillo, el Chulo, ese jefe superior de policía, espía, asesino, sicario de la patronal; y el mes de mayo expulsaron del país al asqueroso barón de Koening, que ni era barón ni era nada, que era un mangante que trabajó de espía para los alemanes y al acabar la guerra se quedó sin trabajo y vino aquí a tirar de pistola. Todo el mundo sabía que eran ellos quienes escriben anónimos amenazadores a los empresarios para luego ofrecerles protección, y que fueron ellos quienes mataron al jefe de la Patronal Graupera porque no quería ceder a su chantaje. Se les está hundiendo el negocio, chicos. Milans del Bosch ya nos puso en estado de sitio y no consiguió nada. Y, desde que vinieron el rey y Dato a Barcelona y se percataron del aire que se respira en esta ciudad, el Gobierno ya empieza a condenar los asesinatos de los Sindicatos Libres, que no hacen más que enrarecer el ambiente y provocar a los obreros del Sindicato Único. Si esto sigue así, dentro de dos días también cerrarán el chiringuito a los pistoleros del Libre y ya sólo nos quedará vencer a la policía.

Cada palabra que pronunciaba Juliol con febril alborozo aumentaba la aprensión de Víctor y de mi padre, que la sabían provocada por una mentira.

—Todo juega a nuestro favor —insistía el anarquista—. España sigue siendo un país pobre, catastróficamente pobre. En el primer semestre de este año, se han ido a Sudamérica más de cincuenta mil españoles, ¿lo sabíais? Y sólo uno de cada treinta y tres españoles se muere de viejo, ¿sabéis eso? El promedio de vida entre los obreros es de treinta y nueve años, ¿lo sabíais? En Andalucía, el dos por ciento de los propietarios controla el cincuenta y seis por ciento de la riqueza. Y los pobres se están hartando ya de su condición. La guerra nos ha puesto demasiada riqueza, demasiada altanería, demasiados Hispanosuizas y Renaults delante de los morros. Durante la guerra, era prematuro hablar de mejoras sociales porque el negocio estaba en auge pero no había alcanzado todavía su objetivo ideal. Nos aumentaron los alquileres entre un cincuenta y un ciento cincuenta por ciento, pero nos tuvimos que aguantar porque eso era progreso y el progreso es para todos, eso es lo que nos quieren hacer creer. Pero hoy, ah, hoy ya es demasiado tarde porque, con el fin de la guerra, se acabó lo que se daba. Como ahora los fabricantes exportan menos, empiezan a prescindir de los obreros. La zanahoria que nos obligó a tirar del carro desaparece de pronto y el obrero ingenuo es ahora un obrero decepcionado y resentido. Como los sindicatos los fuerzan a unos sueldos que les parecen excesivos, llenan trenes de andaluces, que en su tierra están mucho más explotados, y los traen aquí para que trabajen en las obras del metro y en sus fábricas a mitad de precio. Y los inmigrantes aceptan, naturalmente, porque allí se están muriendo de hambre, que ganan jornales de dos pesetas, y el Gobierno no quiere acabar con el caciquismo y el régimen feudal, y se convierten en esquiroles. Pero que no se equivoquen esos chupasangres porque cuantos más obreros traigan, más engrosan las filas del ejército proletario con el que tendrán que luchar. Esos inmigrantes se van instalando en Hospitalet, Santa Coloma, Sant Andreu, y crecen y crecen. Tenemos que aprender que nuestros enemigos no son los esquiroles andaluces, que son tan víctimas como nosotros, sino los patronos que cada vez tienen menos razón y menos fuerzas. Y tenemos que educar al andaluz, o al murciano, o al extremeño que llega para que no vea en el catalán a un enemigo egoísta que no quiere compartir el sueldo de diez pesetas con ellos, sino a un luchador que le enseñará a luchar y que quiere luchar con él codo con codo para conseguir un jornal de veinte pesetas.

»Les enseñamos de qué éramos capaces con la huelga de la Canadiense, cuando dejamos sin agua, electricidad, gas y transporte a toda la ciudad durante cuarenta días. Ni los teatros funcionaron en esos días. Implantamos la “censura roja” y ningún periódico pudo hablar contra nosotros. Ni con el estado de guerra pudieron vencernos. Y, al final, conseguimos que soltaran a todos los detenidos, más de tres mil, y que readmitieran a todos los despedidos. Desde entonces, la CNT ha triplicado el número de sus afiliados, somos ya más de setecientos mil, el sindicato más poderoso porque es un sindicato único y unánime. Faltan meses, creedme, apenas unos meses, para que impongamos a los opresores la dictadura del proletariado.

»En Francia, Bélgica y Holanda ya tienen la jornada de ocho horas, ¿sabíais eso? En Múnich, se acaba de proclamar el gobierno soviético comunista de la República de los Consejos Obreros de Baviera. Y en marzo de este año se ha fundado aquí el Partido Comunista Español. Está llegando nuestra hora, amigos míos.

Los Tres del Pompeya se miraban entre sí y no sabían qué decir.