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—¿Así que tú no eres argentino?

—No —decía mi padre con aquel deje porteño tan exótico—. Yo nací aquí. Pero mi madre murió durante el parto. Mi padre se quedó muy solo y, como tenía familia en Argentina, se fue para allí, conmigo, para buscar fortuna.

A finales de siglo, un hermano de mi abuelo, que se llamaba Luis Luys porque el bisabuelo era muy bromista, se fue a Argentina y entró a trabajar de carretero en una empresa de transportes. Tenía una historia muy curiosa mi tío Lucho, allí le llamaban Don Lucho. Trabajaba llevando mercancías y suministros de todo tipo desde Buenos Aires hasta Neuquén, en la Patagonia. Era un viaje muy largo y penoso. El tío Lucho se quedaba unos días en Neuquén y luego regresaba a la capital cargado de lana y otros productos de aquella tierra. Pero, un día, un estanciero le pidió que llevara no sé qué cargamento a un puerto llamado Ingeniero White, en Bahía Blanca, donde hacía poco que acababa de llegar el ferrocarril y que en seguida se convertiría en zona de embarque de todos los cereales de aquellas latitudes. Aunque ni el carro ni los caballos eran suyos, el tío Lucho realizó el encargo, se embolsó el dinero y, no sólo eso, se apropió del carro y de los caballos y se quedó en Neuquén aceptando otros trabajos y se olvidó de su patrón de Buenos Aires. Así prosperó, trabajando de sol a sol, sobre todo carreteando cereales desde cualquier punto de la Patagonia a Ingeniero White, y fundó su propia agencia de transportes. Cuando el empresario porteño se trasladó al sur para ver qué había pasado y exigir que le devolvieran lo suyo, el tío Lucho ya era Don Lucho, un hombre muy respetado en Neuquén, y ya tenía muchos vehículos y empleados, y le devolvió con creces el coste del viejo carromato y los caballos y las pérdidas que pudiera haber ocasionado. No sólo eso: se asoció con el de Buenos Aires y, al final, acabó siendo el dueño único de la empresa, uno de los negocios de transportes más importantes de Argentina, que cubre la provincia de Buenos Aires, desde la capital hasta la Patagonia.

Cuando llegaron a Neuquén, en 1901, el tío Lucho le dio trabajo a mi abuelo. Mi padre tenía un año y creció en su estancia. Vivieron muy bien. Allí contaba mi padre que vio uno de los primeros camiones de motor que hubo en Argentina. Un Leyland. Mi abuelo y el tío Lucho le enseñaron a conducirlo…

—¿Sabes conducir automóviles? —se maravillaban Víctor y Miguel cuando el relato llegaba a este punto.

—Sí, bueno, no es muy difícil… —mi padre luchaba contra su modestia natural.

—Y allí aprendiste también a tocar el bandoneón, claro.

—Primero, la guitarra. Y luego, el bandoneón. Allí, ahora, es el instrumento de moda. Gardel es un héroe nacional.

—¿Y por qué os vinisteis, si estabais tan bien?

—Mi padre… —retomaba el narrador, refiriéndose a mi abuelo—. Bueno, es una persona de temperamento melancólico. Le costó mucho reponerse de la muerte de mi madre pero, en 1903, se volvió a enamorar como un adolescente. Se casó con una mujer muy joven y muy hermosa, Kinga…

—¿Cómo?

—Kinga, es nombre polaco, era polaca. Con ella tuvo a mis dos hermanos, bueno, hermanastros, Cándido y Ernesto, que ahora tienen dieciséis y catorce años. Viven con nosotros. Pero aquello duró poco. Ella se quedó embarazada por tercera vez, hace un año, o un año y medio, y murió en el parto.

—No me jodas —exclamó Miguel—. Como tu madre.

—Murieron. Ella y la criatura que llegaba.

—No me extraña que tu padre tenga el temperamento melancólico.

—Y aún no se ha recuperado. En las dos muertes de sus mujeres ve una especie de fracaso personal, como si fuera su culpa. La maldición de los Gavanza. Allá decía que era mufa. Tuvo que abandonar Argentina porque no soportaba ver ninguno de los lugares donde había estado con su esposa, y decidió regresar a Barcelona porque nunca se había desprendido del todo de la morriña. Y nos vinimos para aquí, él y mis dos hermanos y yo.

—¿Y de qué trabaja ahora?

—Tiene un remanente de dinero que ha traído de Argentina, y el tío Lucho lo ayuda. Se compró un coche, un Studebaker, se afilió a la Federación de Arrendadores de Automóviles y ahora tiene un coche de plaza…

—Es taxista —apuntó Miguel, por utilizar una palabra moderna.

—Le gusta pasarse el día recorriendo la ciudad. Y, cuando no está deambulando por ahí o esperando en las paradas, se queda en casa, leyendo o entreteniéndose con su colección de sellos.

—¡Eh, tenéis automóvil! —exclamaba Miguel—. Me podrás enseñar a conducir, ¿no?

—Se lo puedo decir a mi padre. Un día tenéis que venir a casa a conocerlo.

Mi padre, sus hermanastros y mi abuelo vivían en el chaflán de Borrell y Diputación, en un cuarto piso de tres habitaciones pequeñas e incómodas, deformes, con los rincones en ángulos agudos u obtusos. Los Tres del Pompeya conocieron al abuelo Alberto frente a su colección filatélica.

—Hola, padre. Quiero presentarle a unos amigos.

El abuelo Alberto, según he podido comprobar en las dos fotos que mi padre conserva de él, tenía su misma complexión y unos ojos grandes y redondos, de párpados pesados. Miró a los tres jóvenes y pestañeó una vez para demostrarles que les estaba viendo y que los aceptaba en su casa.

—Dicen que les gustaría que les enseñase usted a conducir el automóvil.

Mi abuelo concedió el favor con otro parpadeo solemne. Y, en seguida, les mostró su querida colección de estampillas, como decía él.

Había empezado a reunir sellos antes de ir a Argentina, de muy joven, a partir de la correspondencia que mantenía con mi tío Lucho. Una vez estuvo allí, prosiguió con su afición carteándose con gente de España y de otros países del mundo, y hasta estudió un poco de filatelia, entretenimiento característico de gente solitaria, que sólo puede relacionarse con el exterior a través del correo. Tenía sus estampillas perfectamente ordenadas en dos álbumes de tapas de cartón forradas de tela roja. Su estampilla preferida era una verde, de diez pesos, con las inscripciones «República Argentina» y «Diez Pesos» y una ilustración en blanco y negro que representaba a una dama muy digna, quizá personaje mitológico, de perfil y al revés, cabeza abajo. Por lo visto, se trataba de un error de impresión y a mi abuelo le habían dicho que aquello daba un valor enorme a la estampilla y, por tanto, a la colección. Cuando mostraba sus álbumes, muy orgulloso, antes de nada abría el álbum uno por la página de la joya verde.

—Yo creo que esto debe de valer muchísimo —decía tímidamente—. ¿No os parece?

Víctor y Miguel le aseguraron que sí, que debía de valer horrores.

Todavía no habían levantado la vista de la colección cuando llamaron a la puerta. Mi abuelo puso los ojos en blanco y murmuró: «La Llusieta, lo que me faltaba». Pronunciaba «Yuseta».

La Llusieta resultó ser la vecina de arriba, una mujer pequeñita, redonda, rubicunda, con grandes pechos, sonrisa de oreja a oreja y ojillos traviesos, portadora de unas galletas que acababa de cocinar ella misma.

—Verge Santíssima, los he oído desde mi piso —dijo, muy pizpireta—, y me ha parecido que les gustaría probarlas con la merienda.

—No, señora —rezongó mi abuelo, en castellano seco y esquivo—. Precisamente ahora íbamos a salir.

Pero a Miguel y a Víctor les gustó la forma en que la Llusieta miraba a mi abuelo.

—Bueno, no hay prisa —intervinieron—. Podríamos quedarnos un rato a probarlas. Tienen muy buena pinta.

Mi abuelo miró a mi padre como si le acabaran de entrar ganas de asesinarlo, a él y a los gamberros que había traído consigo.

Así que prepararon café con leche para mojar las galletas e iniciaron una charla que en seguida despertó la risa loca de aquella mujercilla vivaz y descarada que no paraba de exclamar Verge Santíssima de una manera muy cómica.

Contaba mi padre:

—Uno dice: «Oye, ¿cómo se llaman los habitantes de Guadalajara?». Y el otro, después de pensarlo un poco, pregunta: «¿Todos?».

Las carcajadas de la Llusieta y el Verge Santíssima se mezclaron con la de Víctor y, durante un buen rato, reinó la felicidad en aquel piso sombrío, de bombillas de luz amarillenta. En seguida, los dedos de la señora se escapaban hacia los brazos de Víctor y no tuvo el menor reparo en palparle los bíceps.

—Qué fuertes estáis, Verge Santíssima. No seréis boxeadores, o algo así.

—Pues sí, señora —respondió Miguel—. Yo sí practico un poco de boxeo.

—¿De verdad? —chilló la mujer, admirada—. ¡Verge Santíssima, no me lo digas!

—Bueno, sólo un poco, nada profesional.

—¡Verge Santíssima, si a mí me encanta el boxeo! —proclamó ella a gritos. Y se ve que mi abuelo fruncía el ceño ante sus voces, visiblemente molesto—. Procuro ir cada semana al Circo Barcelonés o al Frontón Condal. Mis combates preferidos son los del Club del Pugilista, son más profesionales, ¿no os parece?

—¿En serio? Pues debemos de haber coincidido por allí…

—Verge Santíssima. Me vuelve loca, el boxeo. Si yo, al señor Alberto —señalaba al abuelo—, le pido siempre que me acompañe, porque ya sé que no es un ambiente adecuado para una señorita sola. ¿Por qué no vamos la semana que viene al parque de la Ciudadela, que boxean Kamaloff y Hoche? ¡Verge Santíssima, será estupendo! Y llevamos al señor Alberto, para que se airee un poco, que siempre está aquí, tan solo, con esta colección de sellos…

—No me gusta el boxeo —dijo mi abuelo.

—Verge Santíssima.

Pero quedaron en ello.

Cuando salieron a la calle, Víctor y Miguel estuvieron de acuerdo en que la Llusieta estaba enamorada del abuelo Alberto y decidieron hacer todo lo posible por casarlos. Mi padre se reía y cabeceaba. Trataban de convencerle:

—… La mujer tiene razón. ¿Qué edad tiene tu padre? ¿Cuarenta y cinco, cuarenta y seis? No es edad para quedarse toda la tarde en ese piso oscuro mirando sellos de correos. ¡Tenemos que espabilarlo!

Tarea ímproba. La semana siguiente no consiguieron sacarlo de su casa. Dijo que tenía trabajo y se fue a recorrer la ciudad con su taxi. Y los Tres del Pompeya se fueron al boxeo acompañando a aquella mujer redonda, bajita y tetuda.