Salieron a la calle y conquistaron la ciudad.
Barcelona era entonces una metrópolis enloquecida por el dinero. Acababa de enriquecerse con la Gran Guerra que, mientras devastaba Europa, convertía el territorio neutral en paraíso de estafadores, especuladores, traficantes de armas, vendedores de secretos militares y mercaderes de señoritas y cocaína, que solían celebrar reuniones donde se destapaban las botellas de champán a docenas. Los que ya eran millonarios se hicieron entonces multimillonarios y los que tenían un pequeño comercio, o un local, o una idea, o simplemente una ocurrencia, terminaron amasando más dinero del que ellos creían que existía en el mundo. Se hizo famoso un fabricante de Terrassa que dijo en público: «Yo, a Guillermo II, le tendría que hacer un busto de oro». Y Domingo Mumbrú, el gran bailarín de tango, se apropió de esta frase: «No sé qué hacer con el dinero».
Tanta riqueza volvió loca a la ciudad. Ya no se trataba de comprar uno, o dos, o tres automóviles, que desplazaban a los carros tirados por caballerías, ni que las señoras vistieran tremendos abrigos de pieles y se coronasen con sombreros inverosímiles, y los señores fueran cada vez más gordos y fumaran puros habanos interminables y cruzaran sus abdómenes con pesadas leontinas refulgentes. Eso no era nada, estaba al alcance de cualquiera. Había que conseguir lo que nadie más pudiera tener, para hacer ostentación de ello. Había que comprar lo imposible. Y lo imposible se conseguía en los cabarets, en los music-halls, en los teatros, o en las casas de señoritas.
Miguel se las conocía todas. Llevó a mi padre y a Víctor al Chalet del Moro del pasaje de la Pau, donde las chicas iban vestidas de odaliscas y los camareros parecían el genio de la lámpara; y a Casa Emilia, de la calle Conde del Asalto, 12, principal, donde los coitos se multiplicaban por mil gracias a la gran cantidad de espejos que había por todas partes; y a la sala Apolo, «sociedad recreativa con cincuenta señoritas dispuestas a bailar»; y a La Cubista, con una sala octogonal alfombrada de colchones; y a La Sevillana, que tenía pianista y una tertulia literaria muy aburrida. Una vez, para celebrar su cumpleaños, los invitó al mítico local de Madame Petit, con espectaculares murales de motivos procaces, y compartimentos desde donde podían elegir a la chica sin ser vistos. Un lujo. Otra vez, para gastarles una broma, Miguel dijo que los llevaba «a un sitio muy especial», donde habían de encontrar «lo nunca visto», y los metió en un antro asqueroso llamado el As de Oros, en la calle de Robador, esquina Sant Pau, donde sorteaban mujeres a diez céntimos el número, y otra vez los condujo a lo que se llamaba la Terra Negra, en el Paralelo, detrás de la fábrica de electricidad donde pululaban las mujeres más estropeadas y envilecidas que mi padre había visto nunca.
A mi padre y a Víctor no les gustaban aquellas bromas, les asqueaba la sensación de estar jugando con la miseria ajena, quizá porque ellos no se sentían tan lejos de aquella miseria. Bueno, en realidad, a mi padre no le gustaba la aventura de ir a conocer señoritas, como decía Miguel. Tenía su corazón y su mente ocupados en exclusiva por la divina Aurorita Escolá, y ninguna otra mujer conseguía despertar realmente su interés. Se dejaba llevar, porque se divertía mucho con sus amigos, y de vez en cuando probaba suerte pero, cuando salían, siempre acababa comentando: «Yo, qué quieres que te diga, esto de bajarme los pantalones delante de una señorita a quien le importo un rábano, pues qué quieres que te diga». La mayoría de las veces, mientras los otros dos se revolcaban con sus parejas, él se quedaba en el salón, mirando o charlando con las chicas o con la madama. Así fue como estableció una relajada amistad con aquellas dos andaluzas que siempre andaban juntas y se hacían llamar Dulce y Bombón. Le gustaba hacerles reír con sus chistes:
—La chica que va en el tranvía, apretujada por todas partes. Y el tipo que se coloca detrás y pone la mano donde no debe. La muchacha se vuelve para reconvenirle: «Oiga, joven, me parece que se equivoca». Y el tipo dice: «¿Me equivoco? ¿No es el culo?».
Las ocasiones en que subía con alguna chica normalmente se debían a que la madama le reñía por no hacer gasto o por probar una nueva, pero era muy difícil sacarlo del «Qué quieres que te diga».
Los realmente aficionados al puterío eran Víctor y Miguel pero, aunque era Miguel quien tomaba siempre la iniciativa («¿Vamos a conocer señoritas?»), el que sacaba más jugo de aquellas experiencias era Víctor.
Se diría que Víctor no tenía una especial necesidad de sexo, le daba igual quedarse prolongando una sobremesa, o ir al teatro o al cine a ver una de Charlot. Miguel era el entusiasta, el que entraba en los burdeles haciéndose notar más y el que elegía primero a las chicas para asegurarse de que se quedaba con la más guapa, o la más exótica, o la más tetuda. Pero, después, mientras Miguel decía: «Estupendo, estupendo», y se desprendía de la chica con gesto fatigado, Víctor salía de la habitación abrazado a su compañera, soltando sus carcajadas contagiosas, y se quedaba charlando animadamente con ella, como si en aquel rato hubieran forjado una amistad para toda la vida. No importaba que se hubiera quedado con la que Miguel no había querido, la más fea, la más boba, la más marginada, la más melancólica o la más amargada y arisca, nadie sabía cómo lo hacía, pero conseguía que su fin de fiesta fuera feliz para todos. Siempre sabía encontrar algo especial en la chica del momento y, luego, lo comunicaba a sus amigos con entusiasmo, como si se tratara de un tesoro. Con su desabrido «Estupendo, estupendo», Miguel se quedaba con la sensación de haber recibido mucho menos por su dinero.
Un par, o tres, de veces a la semana, Víctor y Miguel iban a buscar a mi padre a su puesto de trabajo y salían a liberar sus instintos y su imaginación. Como él podía dormir todo el día antes de regresar al music-hall por la noche y los otros dos eran sus propios jefes, las juergas se podían prolongar y se prolongaban tanto como les apetecía. Normalmente, salían los sábados y algún otro día entre semana, el martes o el miércoles, pero nada les impedía tomar determinaciones transgresoras que, por lo común, tenían su origen en la sugerencia de Miguel: «¿Y si mañana no hay barco?».
Si no había barco, quedaban otras tareas que hacer, pero no eran tan duras ni había por qué hacerlas a primera hora de la mañana. A veces ni siquiera había por qué hacerlas. De manera que la frase: «¿Y si mañana no hay barco?» equivalía a determinar que la noche no tenía límites.
Miguel Jinete aparentaba estar siempre relajado y dispuesto a transgredir las normas pero (me comentó Víctor) la verdad era que, cuando decía: «¿Y si mañana no hay barco?», era porque ya lo había calculado y al día siguiente no había ningún barco que descargar y barrer.
Muchas de aquellas largas noches de sábado las habían pasado juntos, dormitando en camas ajenas o en bancos de la calle o en el rincón de un bar, para continuar el domingo con sus aventuras. Pronto fueron conocidos como los Tres del Pompeya. Víctor recordaba que fueron Dulce y Bombón quienes los llamaron así por primera vez. Luego, ya fue normal que el camarero de este bar o el portero de aquel teatro los recibieran con la exclamación: «¡Ya están aquí los Tres del Pompeya!».
Se habían metido en bodas al aire libre para comer de gorra. Las localizaban de antemano, por la prensa o por el chivatazo de algún párroco amigo, y se vestían para la ocasión. Daban el pego. De lo alto del armario del cuarto de la plancha, mi padre me pidió que bajara una caja de zapatos que estaba llena de fotografías antiguas. Allí encontramos un par del Trío del Pompeya. Mi padre, el más elegante, era el único que usaba sombrero. Los otros dos, más altos, con gorra, parecían los guardaespaldas de un gángster peligroso. Con aquella apariencia, tan guapos y simpáticos y buenos conversadores, una vez superados los controles pertinentes se mezclaban con los invitados y se divertían gorreando, conociendo gente e inventándose relaciones fantasiosas con el novio o con la novia. Si alguna vez habían detectado su intrusión nadie les dijo nada para no perderse el placer de su compañía.
Una vez, cuando tomaron un taxi para regresar a casa de madrugada y el conductor les preguntó dónde iban, le contestaron:
—Ya se lo indicaremos.
Y, cuando el taxista se puso en marcha, empezaron:
—Frío, frío, frío… —cuando doblaba una esquina—: Caliente, caliente. Se acerca, se acerca. Ahora, se enfría. Tibio, tibio. Frío, frío… Caliente, caliente.
Otro día, Miguel los llevó a una timba clandestina para levantar el muerto. Consistía en rondar por la ruleta, atento a los apostadores y a sus apuestas. Había que localizar a los que ponen muchas fichas sobre los números, de manera compulsiva, y seleccionar al que iba muy borracho o estaba distraído y levantarle su apuesta y sus beneficios al primer descuido. Sólo lo hicieron una vez, porque a mi padre y a Víctor les parecía que eso no era nada más que un robo, pero Miguel no era la primera vez que lo hacía porque el croupier lo conocía y, mirando para otro lado, canturreó por lo bajo un fragmento del chotis que cantaba Raquel Meller: «… Mira niño que la Virgen lo ve todo…».
Conteniendo la risa y sin dirigirse a nadie en particular, Miguel continuó la misma canción: «… Qué mala entraña tienes pa’ mí…».
Era él quien pagaba casi siempre. Decía que tenía un negocio familiar que iba viento en popa y que le servía para pasárselo bien con sus amigos, así que no admitía discusión. Mi padre tenía que insistir y adelantarse a veces en abonar consumiciones porque, al fin y al cabo, ganaba quince pesetas al día, que no era mal sueldo. Y Víctor se dejaba invitar sin inmutarse porque no le daba ninguna importancia al dinero.