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Víctor Luys se quedó a dormir aquella noche («¿cómo te vas a ir a un hotel?, estarás loco, si tenemos ahí una cama, en el cuarto de la plancha») y los días siguientes, hasta la muerte de Franco y después, él y mi padre llenaron la casa de recuerdos, de vivencias, de chistes y lágrimas, amistad, cariño y rabia, y yo me convertí en un espectador mudo y embobado ante un mundo que desconocía por completo.

La primera noche, cuando mis padres dormían, Víctor Luys abandonó el cuarto de la plancha y se metió en el mío y me despertó. Lo encontré sentado en el borde de la cama, observándome con sus ojos mansos e insistentes.

—Tu padre es un gran hombre —me dijo antes de que yo terminara de despertarme del todo—. Y no me ha gustado cómo le mirabas. Tienes que valorarlo más. Habrá cosas de su pasado que no te ha contado por respeto a tu madre. Cuando se conocieron, tu padre ya era mayor, ya había vivido mucho. Pero siempre fue un hombre extraordinario, un buen amigo, un hombre de corazón. Un día tenemos que ir tú y yo a tomarnos unos whiskies por ahí, y te contaré cosas que no te puedes ni imaginar. Y un día nos iremos de juerga por ahí los tres, y tu padre nos contará cosas que ni yo me puedo imaginar.

En días sucesivos, se cumplió su deseo. Salí con Víctor, y me reveló aspectos insospechados de la vida de mi padre, y luego salimos los dos con mi padre, como tres amigos. Y, en las terrazas de las Ramblas, o en un banco del parque de la Ciudadela, o pateándonos las calles del Barrio Chino («aquí estaba la Bombonera», «aquí tuvimos un bar»), hablaron y hablaron y hablaron, y yo escuché y escuché y escuché.

Y un día en que ellos no estaban, porque habían ido a ver a su amigo Miguel Jinete, me animé por fin a hablar con mi madre. Y descubrí que ella también tenía una vida. Resultó que los cuadros del pasillo, que siempre me habían parecido vulgares, los había pintado ella. Y dejaron de parecerme vulgares.

No llegué a conocer al tercer miembro del Trío del Pompeya, Miguel Jinete, porque murió poco antes de las Navidades de aquel 1975, pero me acerqué a su familia, conocí a su hijo Eduardo y, a través de él, entré en contacto con un individuo muy peculiar, llamado Madurga, del que hablaré más adelante y que me ayudó a construir la biografía de ese tercer personaje, acaso el más fascinante del Trío del Pompeya.

Y, en enero de 1976, después de las fiestas, ya me presenté en el despacho del director editorial de Bruguera con el primer proyecto de este libro que, inicialmente, se titulaba «Los Tres del Pompeya».

Acababa de entregar la traducción de un libro de Japrisot y ya me habían confiado otro de Jean-Patrick Manchette, cuando le pregunté a María Dolores, la chica que siempre me atendía:

—¿Tú crees que el director editorial me recibiría ahora, si le pido cinco minutos?

Para mi sorpresa, ella dijo: «Claro», descolgó el teléfono, murmuró cuatro palabras y me indicó que ya podía subir.

Desde las profundidades, todo parecía más complicado y protocolario de lo que era. Cuando llegabas a la quinta planta, los despachos no eran tan lujosos ni sus ocupantes tan soberbios como esperabas. Me recibió un argentino joven, afable y parlanchín. Era el creador de la colección de novela policiaca donde se publicaban mis traducciones y resultó que le gustaba mi trabajo. Me dedicó un discurso profundo, largo y enfático sobre la sublime liturgia del traductor, que oficia de sacerdote entre el genio artístico y el humilde consumidor de lecturas y, acto seguido, después de echar una somera ojeada a mi proyecto, me miró esforzándose en aparentar indiferencia y preguntó:

—¿Por qué los Tres del Pompeya? ¿Qué es el Pompeya?