Fue a abrir mi padre. Porque estaba exacerbado y el sonido del timbre disparó todos los resortes de su cuerpo y lo proyectó fuera de la silla y del comedor con tanto ímpetu como si pensara partirle la cara al intruso que acababa de interrumpir su mitin. ¿Quién será a semejantes horas? Un vecino. A ver qué pasa.
El sonido de la puerta al abrirse fue seguido de un silencio tan denso que mi madre y yo, después de un instante de inquietud, nos dirigimos también al recibidor con la seguridad de que nos íbamos a encontrar con algo muy grave.
—¡Víctor!
El grito nos pilló por el pasillo y aceleró nuestros pasos.
Mi padre se encontraba ante un hombretón de tórax enorme, una gran mata de pelo blanco, gafas de gruesos cristales y nariz prominente, ganchuda y soberbia. Vestía con modestia, una camisa de cuadros, pantalones de trabajo anchos, bastos y manchados, y una cazadora de piel de carnero, con las solapas recubiertas de espeso pelo amarillento. Contemplaba con plácida ternura a mi padre, que estaba plantado ante él, le daba cachetes y decía: «Victorino, Victorino, la madre de Dios, me cago en la madre que te parió». Me fijé especialmente en los ojos del recién llegado. Pequeños, de mirada serena y firme, brillaban con lágrimas trémulas. Movía la cabeza afligido como un niño pillado en falta, había puesto sus manazas sobre los hombros de mi padre, y sólo atinaba a insertar palabras sueltas en su verborrea arrolladora. Le oí decir: «Lo siento. No pude. Necesitaba otra vida».
—La Virgen, Victorino —decía mi padre—, estás vivo, si yo ya sabía que estabas vivo, cuando me lo dijo Miguel no me lo creí, por la manera como me lo dijo no me lo pude creer. Figúrate, si todos habíamos pasado por muertos. A mí me disteis por muerto en el frente del Ebro; a Miguel creímos que le habían aplicado la ley de fugas, ¿te acuerdas? Ahora te tocaba a ti. Le dije a Miguel: «¿Dónde ha muerto? ¿Cómo? Quiero ver el cuerpo», le dije. Y él: «Imposible». Digo: «No me lo creo, si no lo veo, no lo creo». Y aquí estás, la madre de Dios. Suerte que no sufro del corazón, cabrito, porque, si no, me matas, apareces aquí de pronto y me matas, cabrón… Siempre pensé que saldrías en el 69, ¿te acuerdas?, cuando prescribieron las responsabilidades políticas y los topos salían de sus escondites, ¿os acordáis?, todos aquéllos que estuvieron escondidos en sótanos y cuevas durante treinta años y, de pronto, salieron a la luz. Entonces, pensé que saldrías tú y, cuando vi que no salías, me dije: «¡Malo!», en ese momento dudé. Pero aquí estás, que yo sabía que estabas vivo…
Se abrazaron. Uno tan grandote e imponente, el otro tan esmirriado, «Victorino, la madre que te parió», con la voz estrangulada por el llanto.
—¿Te acuerdas? La última vez que nos vimos fue en Ca l’Agustí, en la calle Bergara.
Mi madre también se había quedado de piedra al ver a aquel hombre. Se hizo oír entre las exclamaciones incongruentes de mi padre:
—¿Víctor? ¿Eres Víctor Luys?
Mi padre se volvió hacia ella, hacia nosotros. Entonces vi los lagrimones que caían por sus mejillas hundidas y mal afeitadas:
—¡Es Víctor! ¿Recuerdas que siempre te dije que estaba vivo? ¡Siempre dije que estaba vivo! Por la manera como me lo dijo Miguel. No le creí. Le dije: «No me lo creo, Víctor no está muerto».
El visitante se dirigió a mi madre contemplándola con franca veneración.
—Montse —dijo—. Qué ojos y qué boca. Eso no cambia, ¿eh? Siempre tan hermosa. Siempre mucha mujer —se soltó de mi padre, lo dejó atrás y, con gran delicadeza, como para no estropear nada, besó las mejillas de mi madre al tiempo que murmuraba en un catalán muy catalán—: Tranquila, Montse, que hoy ya no traigo pistola. Se acabaron las pistolas. Ya no tenemos edad.
Ella me miró de reojo, con aquella expresión tan suya de que no lo oiga el chico, y eso desvió la atención de Víctor Luys hacia mí. Me tendió la mano y, de la misma forma que, cuando había atendido a mi padre, no había nadie más en el recibidor y, cuando besó a mi madre, ella era la única protagonista en su vida, al acercarse a mí me sentí valorado, acogido, animado, vivo. El apretón fue calloso, de hierro, lleno de promesas y lealtad.
—Y tú eres el chaval. Coño, el chaval. Todo un hombre. ¿Qué edad tienes ahora?
—Treinta y uno.
—Òstima, treinta años. Cuando te conocí, acababas de nacer. Tenías meses. Eras un renacuajo —dijo—. Te vi antes yo que tu padre. Òstima, òstima. ¿Cómo te llamas?
—Jordi. I ja pots parlar català, que en aquesta casa parlem català.
—Imposible —se rio él. Dio un paso atrás para abarcar a los tres a la vez con la mirada y el gesto y, como mi padre quedaba incluido en el ámbito de su auditorio, continuó hablando en su castellano acatalanado—. Yo a tu padre lo conocí hablando en español. Qué digo español. En argentino. En auténtico lunfardo —parodiaba—: Este, vihte, que sos un sofica siempre con el camandulaje, che… —era una caricatura espantosa, pero él se reía de sí mismo y volvía a pasar su brazo por encima de los hombros de mi padre, que había cerrado la puerta, y le daba un achuchón cómplice—: ¿Te acuerdas? Le llamábamos el Fueye, ¿te acuerdas? El Fueye.
Replicaba mi padre:
—Y tú Victorino.
—Los Tres del Pompeya —remataba el otro, orgulloso de su pasado.
Siguió un parpadeo simultáneo, significativo y doloroso. Yo me pregunté quién sería el tercero del Pompeya. Avanzábamos hacia el comedor.
—Bueno, ¿cuál es el último? —preguntó.
—¿El último?
—Coño, el último chiste.
—Huy —hizo mi padre, como avergonzado.
Víctor lo observaba con un brillo expectante en los ojillos y un anuncio de risa en la boca fruncida. Mi padre se animó:
—Dice que era un hombre tan pequeño, tan pequeño, tan pequeño que no le cabía la menor duda.
Víctor estalló en una carcajada espléndida, un premio exagerado para un chiste tan viejo, pero tan generosa, limpia, espontánea y llena de vida que mi madre y yo permitimos que se nos contagiara, aunque me conste que, hasta aquel momento, nos habíamos estado resistiendo a la alegría.
—Tendremos que abrir una botella de champán, que esto hay que celebrarlo —dijo mi padre mientras nos sentábamos alrededor de la mesa—. Montse: saca otra botella de champán, que ésta está esbravada. ¿Has cenado?
—Bueno, me he tomado un bocadillo en el bar de abajo. No sabía si subir a estas horas. He visto que la portería estaba abierta y me he dicho: «Qué coño». Pero vosotros cenad, cenad.
—Qué joder. Íbamos por el primer plato y tú también comerás un poco. Ah, a las diez, dentro de un momento, van a dar el parte del equipo médico habitual. A ver si hoy hablan de las cacas en forma de melena… ¿Pero dónde coño te habías metido?
—En un pueblo de la sierra del Cadí, cerca de Andorra —respondió el visitante—. Tengo una casa, un terreno, cuatro vacas, cuatro ovejas, gallinas, conejos, una mujer, dos hijos… ¿Sabes quién se vino a vivir conmigo? Xavi, el hijo de Teresa.
Evocaciones de este tipo conseguían llenar de lágrimas los ojos otra vez. A mi padre se le curvaba la boca de ternura:
—Xavi… Javierito.
—Al final, lo encontré. Lo estuve buscando, lo localicé y, en fin, una vida nueva —resumía Víctor—. Ya te contaré.
—No te imagino de payés.
—Bah, no es difícil. Se trabaja de sol a sol, pero al menos comemos bien. Y, mientras trabajas, no piensas.
—Pero, por fin, has venido.
—Son momentos muy importantes y tenía que pasarlos contigo. Como si hubiéramos llegado al último capítulo, ¿no te parece? No quería pasarlo allí solo. No tenemos tele y los chavales no han vivido nada. He venido a recordar los viejos tiempos. Que no se nos olviden.
—Cómo se nos van a olvidar.
—¿Cómo era aquél de la nena que llevaba la vaca al toro?
—Ah, sí. La niña que va con una vaca por el campo, y se encuentra con dos de ciudad que le dicen: «¿Dónde vas, nena?». Dice ella: «A llevar la vaca al toro». Y le dicen: «¿Y esto no puede hacerlo tu padre?». Y la niña: «No: tiene que ser el toro».
—¡Ja ja ja ja ja!
Iniciaron una larga, larguísima, interminable conversación sobre los viejos tiempos.
Y yo escrutaba el rostro de mi madre como si fuera la primera vez que lo veía, y descubrí que efectivamente tenía una mirada hermosa y poderosa y unos labios gruesos, de línea delicada. Y me preguntaba cómo podía haber vivido con aquella mujer toda mi vida sin darme cuenta de ello, fijándome únicamente en sus arrugas y su papada y en su cabello despeinado y su mueca despectiva que, si uno se fijaba bien, eran meros añadidos que no conseguían arrebatar la belleza al conjunto. De pronto, comprendía por qué mi padre podía haberse enamorado un día de ella.
En ese momento me dije que siempre debería estar agradecido a Víctor Luys por haberme ayudado a ver a mi madre de aquella manera.