Era un domingo por la noche. Mediados del mes de noviembre de 1975.
Habíamos visto el partido de la selección española de fútbol de Kubala contra la selección de Rumanía, en Bucarest, por la Eurocopa. Habían empatado a dos. Preludio de una tarde interminable y vacía. Yo me retiré a mi cuarto para mirar el techo, compadecerme de mí mismo, suspirar y dejarme llevar por el sueño, y mis padres, después de la siesta más o menos voluntaria, se fueron a dar un paseo por el centro, tal vez para tomar una horchata en La Valenciana o una merendola en la calle Petritxol.
A su regreso, me pillaron bebiendo mi tercera cerveza y contemplando sin interés una película titulada Tráeme a Christy Love y, desde las nueve, estábamos soportando El torero, su soledad y destino, a la espera de las noticias de las diez.
Sólo había una cadena de televisión, en blanco y negro, y la recuerdo borrosa, nevada por la caspa.
Mi madre, con aquellos movimientos lentos y cansados, lastrados por el sobrepeso, había estado haciendo la cena tan concentrada como si cada ingrediente fuera un explosivo de gran capacidad destructiva. Callada, ausente, siempre un poco triste. Ya hacía tiempo que no le preguntábamos: «¿No te encuentras bien, te pasa algo?». Ya nos habíamos acostumbrado. En lugar de eso, a veces, le decíamos: «¿Dónde estás ahora?», y suspiraba: «En el pasado, en otros tiempos, otros mundos». La nostalgia de quien empieza a tomar conciencia de que esto se acaba y de que la experiencia atesorada sólo son recuerdos, tan inconsistentes e inestables como el humo.
Ahora traía la sopera, las sardinas, la tortilla de alcachofas. Mi padre y yo poníamos la mesa. La jarra del agua, el pan, los cubiertos, los platos, las servilletas. Él siempre dinámico e infatigable. Era increíble cómo se conservaba a su edad. La gente le calculaba poco más de sesenta, quizá los setenta como mucho, pero nunca podían imaginar que ya tuviera setenta y cinco. Cada día daba una larga caminata por la ciudad, y estaba seguro de que era eso lo que le alargaba la vida. «Mientras tenga fuerza en las piernas, todo irá bien», decía.
Sacó del frigorífico el champán que había descorchado a mediodía e inició el debate sobre la ineficacia de meter el mango de una cucharilla de café en la boca de la botella para evitar que se pierda el gas (él, en catalán, decía que s’esbravi).
—Esto no sirve para nada —era la opinión de mi padre.
—Pues en casa lo hemos hecho así toda la vida —defendía mi madre.
—Tendré que abrir otra.
—Sí, hombre. A ver si ahora cada domingo te vas a beber dos botellas de champán.
—Cada domingo, no. Sólo mientras dure la agonía de Su Excelencia el Jefe del Estado.
—Vamos, anda.
—Sólo con un poco de champán entre pecho y espalda puedo soportar que me hablen de las heces en forma de melena —mi padre estaba obsesionado con las heces en forma de melena desde que las había mencionado el equipo médico habitual el último día de octubre, «se han apreciado heces hemorrágicas en forma de melena»—. ¿Cómo serán las heces en forma de melena? Desde que lo dijeron, cada vez que voy al váter, miro cómo son mis heces, y no me parece que sean en forma de melena. Claro que vete tú a saber.
Desde el 12 de octubre, Francisco Franco, el Generalísimo, se estaba muriendo. Y cada noche, cuando iban a dar el telediario, mi padre nos hacía callar para escuchar atentamente los partes del equipo médico habitual.
«Las casas Civil y Militar comunican que la evolución de la enfermedad de S. E. el Jefe del Estado, hospitalizado en la Ciudad Sanitaria de La Paz es la siguiente:
»El curso postoperatorio continúa con constantes de presiones arterial, venosa, ritmo y frecuencia de pulso dentro de límites aceptables.
»La situación pulmonar permanece estable. Sigue con respiración asistida, según las técnicas habituales de reanimación postoperatoria. La sesión de hemodiálisis se realizó con buena tolerancia y eficacia. El pronóstico sigue siendo gravísimo.
»Firmado: El equipo médico habitual».
Y mi padre bebía el champán a sorbitos y se fumaba un puro habano, y mi madre lo reñía, porque el médico le había prohibido rotundamente tanto el alcohol como el tabaco.
—Son días muy especiales.
—Pues espérate al día en que se muera, que aún será más especial.
Yo lo miraba con antipatía.
No estábamos en buenas relaciones. Nunca lo habíamos estado, desde la época de mi rebeldía adolescente. Cuando me casé y escapé de casa, tuve una perversa sensación de liberación. Por fin, rompí las rejas que me encerraban y asfixiaban y descubrí el mundo real donde gente de verdad follaba y bebía, y se colocaba con todo, y se casaba de cualquier manera, y cometía adulterio, y se divorciaba, y lloraba por rincones solitarios y se daba de cabeza contra la pared hasta hacerse sangre, y se liaba con una de las jefas de la editorial donde trabajaba y, por fin, un día catastrófico, se peleaba con la amante-jefa, jefa-amante, llegaban a las manos, y abandonaba su puesto de trabajo para no tener que verla nunca más, y tenía que regresar, a mis treinta y un años, a casa de papá y mamá, con el rabo entre las piernas, derrotado, fracasado y humillado, para comprobar que papá y mamá, a sus setenta y pico, aún follaban como niñatos. Era yo quien me despreciaba, ahora ya lo sé, era yo quien me sentía inútil, patético e impotente, pero entonces creía que eran los otros quienes pensaban eso de mí. Mi ex primera, y la amante-jefa-cargo-importante de la editorial, y mis amigos, pero sobre todo mis padres, sobre todo mis padres, yo estaba seguro de que me despreciaban. Y esa sensación no me ayudaba precisamente a reconciliarme con el mundo. Como es natural, en justa reciprocidad, yo también los despreciaba a todos.
A mi padre, pequeño, delgado, manso y siempre sonriente y amigo de todo el mundo. Y a mi madre gruesa, hinchada por suspiros derrotistas, con papada de tanto agachar la cabeza, piernas pesadas sobrecargadas por la resignación. Formaban la típica pareja de tebeo, él entrando en casa de madrugada, borracho, con los zapatos en la mano y de puntillas, y ella esperándolo con rulos y bata de boatiné, detrás de la puerta, con el rodillo de amasar en la mano. Una familia de puto chiste.
—¿A qué viene tanta celebración —le solté aquella noche, porque me había bebido unas cuantas cervezas y ahora me ayudaba con el champán—, si a ti Franco nunca te hizo nada, si siempre te la ha traído floja?
Se puso muy serio y me clavó una mirada furiosa como una bofetada.
—¿Que nunca me hizo nada? Pero ¿qué dices?
Supongo que aquella noche los dos habíamos bebido de más. Mi madre acababa de servir la sopa y suspiró ruidosamente.
—Bueno, vamos a cenar, que esto frío no vale nada.
—Más de una vez te he oído decir —insistí— que, antes de la guerra, esto era un caos de tiros y asesinatos y terrorismo y que alguien tenía que acabar con eso. Y que fue Franco quien puso orden.
—Antes de la guerra —reivindicó—, vivíamos muy bien. Había cultura y libertad. Libertad de pensamiento, palabra y obra.
—Tú lo recuerdas así porque eras joven —intervino mi madre escéptica.
Y él levantaba la voz, como si se indignara:
—Vivíamos en el país que permitió que surgieran artistas de fama mundial, como Picasso, Dalí, Buñuel, Pau Casals, un país en que todos podíamos pensar, opinar y decir lo que queríamos.
—Había de todo —iba diciendo mi madre como acompañamiento de fondo—. También había tiros y bombas.
—… Antes de la guerra, éste era un país idealista, utópico, generoso, donde se luchaba para que los hombres, algún día, fueran todos iguales, y para que desapareciera la miseria, la explotación y la esclavitud.
—Había de todo.
—… Y había desórdenes, y pistolas y anarquismo, también, sí, y alguien tenía que acabar con los tiroteos y las bombas, sí, y llegaron los señores del puñetazo en la mesa y dijeron: Basta ya. Y entonces nos aplastaron a todos, a todo el mundo, a todos los españoles. Y no se limitaron a apagar el fuego y volverse al cuartelillo. Apagaron el fuego y apagaron el fuego y apagaron el fuego y apagaron el fuego, y cuando ya no hubo fuego trituraron a los incendiarios y luego a las víctimas y luego a los que pasaban por ahí. Aplastaron las tertulias de intelectuales que se reunían en los cafés, aniquilaron la poca ilustración que había en este país, el respeto por la cultura. No acabaron con la anarquía: acabaron con Picasso, con Lorca, con Buñuel…
Se estaba congestionando mucho. Hasta mi madre se volvió hacia él alarmada. Tan poca cosa como era, huesudo, arrugado como una pasa, tanta energía parecía que tenía que romperlo en pedazos. Un infarto, una embolia, lo vi al borde de la muerte. O de la locura.
—… Jodieron a toda España. Jodieron a todos los españoles, a todos.
En ese momento, tuve que haber entendido que hablaba de personas muy concretas, íntimamente relacionadas con él. Hablaba de heridas que no se habían cerrado todavía, que no se cerrarían jamás. Y yo estaba hurgando en esas heridas. A veces somos crueles y no podemos dejar de serlo aunque nos demos cuenta de ello.
—A ti poco te jodieron —me atreví todavía—. Tú estabas por ahí, en Grecia, Italia, Turquía, qué sé yo dónde.
Mi madre me disparó un dardo de recriminación.
—Jordi —avisó.
—Es verdad —insistí—. Tú poco sufriste a Franco.
—Jordi —repitió la matriarca conciliadora—. Tu padre estaba trabajando para alimentarnos a ti y a mí.
Mi padre me miraba irritado. Hacía rato que yo movía la cabeza con lástima insultante.
—Franco nos jodió a todos —insistió, bajando la voz—. A los que protestaron y a los que callaron, y a los que se fueron a Sudamérica, y a los que se escondieron en un sótano, y a los que murieron y a los que sobrevivimos. A todos. Incluso a los franquistas de toda la vida, que ahora lo llorarán y se rasgarán las vestiduras. A ellos también los jodió, aunque parezca que no.
Mi madre callaba y trataba de evadirse con la vida de los toreros en la tele gris. Yo encendí un cigarrillo. Fumaba y sorbía la sopa al mismo tiempo.
—Entonces, qué —continuó mi padre, provocador y belicoso—. ¿No lo celebro? ¿Hago como si nada?
—Yo sólo digo —replicaba mi madre, siempre fija en el televisorque no tendrías que beber alcohol ni fumar. Eso es lo único que yo digo. ¿Qué pasa? ¿Que te quieres ir con Franco? ¿Os enterramos a los dos juntitos?
En ese momento, llamaron a la puerta.
Era Víctor Luys.