6. LIBERTAD, DETERMINISMO, ALTERNATIVISMO

DESPUÉS DE ESTUDIAR algunos de los problemas empíricos de la destructividad y la violencia, quizá estamos ahora mejor preparados para atar los cabos que quedaron sueltos en el capítulo I. Volvamos a la cuestión: ¿El hombre es bueno o es malo? ¿Es libre o está determinado por las circunstancias? ¿O son erróneas esas alternativas y el hombre no es esto ni aquello, o es esto y aquello?

La respuesta a esas preguntas servirá mejor a nuestro propósito si empezamos por el estudio de una cuestión más. ¿Puede hablarse de la esencia del hombre o de su naturaleza, y si se puede, cómo habría de definirse?

En cuanto a la pregunta de si puede hablarse de la esencia del hombre, fácilmente se advierten dos puntos de vista contradictorios: según uno, no existe tal esencia del hombre; este punto de vista lo sustenta el relativismo antropológico, que sostiene que el hombre no es más que el producto de normas culturales, que lo moldean. Por otra parte, el estudio empírico de la destructividad tiene sus raíces en este libro en la opinión sustentada por Freud y otros muchos de que sí existe la naturaleza humana; en realidad, toda la psicología dinámica se basa en esta premisa.

La dificultad de encontrar una definición satisfactoria de la naturaleza humana estriba en el siguiente dilema: si suponemos que cierta sustancia constituye la esencia del hombre, estamos obligados a una posición antievolucionista, antihistórica, que implica que no hubo ningún cambio fundamental en el hombre desde el momento mismo de su aparición. Es difícil de conciliar esta opinión con el hecho de que hay una enorme diferencia entre nuestros antepasados menos desarrollados y el hombre civilizado tal como aparece en los últimos cuatro a seis mil años de historia.[61] Por otra parte, si se acepta un concepto evolucionista y se cree, en consecuencia, que el hombre cambia constantemente, ¿qué queda como contenido de la supuesta «naturaleza» o «esencia» del hombre? Tampoco resuelven este dilema las «definiciones» del hombre como animal político (Aristóteles), animal que puede hacer promesas (Nietzsche), o animal que produce con previsión y con imaginación (Marx). Estas definiciones expresan cualidades esenciales del hombre, pero no tocan a la esencia del hombre.

Creo que puede resolverse el dilema definiendo la esencia del hombre no como una cualidad o una sustancia dada, sino como una contradicción inherente a la existencia humana.[62] Se encuentra esta contradicción en dos series de hechos:

  1. El hombre es un animal, pero su equipo de instintos, en comparación con el de todos los demás animales, es incompleto e insuficiente para asegurarle la supervivencia a menos que produzca los medios para satisfacer sus necesidades materiales y cree el lenguaje y herramientas.
  2. El hombre, como los demás animales, tiene inteligencia que le permite usar procesos mentales para conseguir objetivos inmediatos, prácticos; pero el hombre tiene otra cualidad mental de que carecen los animales. Tiene conocimiento de sí mismo, de su pasado y de su futuro, que es la muerte; de su pequeñez e impotencia; conoce a los otros como otros: como amigos, como enemigos o como extraños.

El hombre trasciende toda la vida de otro porque es, por vez primera, consciente de la vida de sí mismo. El hombre está en la naturaleza, sometido a sus dictados y accidentes, pero trasciende la naturaleza porque carece de la ignorancia o inconsciencia que hace del animal una parte de la naturaleza, como uno con ella. El hombre se encuentra ante el espantoso conflicto de ser prisionero de la naturaleza pero libre en sus pensamientos; de ser una parte de la naturaleza y ser, sin embargo, una rareza de la naturaleza, por así decirlo, de no estar aquí ni allí. El conocimiento que el hombre tiene de sí mismo lo hizo un extraño en el mundo, aislado, solitario y amedrentado.

La contradicción que he descrito hasta ahora es en lo esencial la misma de la opinión clásica según la cual el hombre es cuerpo y alma, ángel y animal, que pertenece a dos mundos antagónicos entre sí. Lo que quiero destacar ahora es que no basta con ver este conflicto como esencia del hombre, es decir, como aquello por cuya virtud el hombre es hombre. Es necesario ir más allá de esa descripción y reconocer que ese mismo conflicto en el hombre exige una solución. Del enunciado del conflicto surgen inmediatamente ciertas cuestiones: ¿Qué puede hacer el hombre para luchar contra ese miedo inherente a la naturaleza? ¿Qué puede hacer el hombre para encontrar una armonía que lo libere de la tortura de la soledad, y le permita sentirse en el mundo como en su casa, encontrar un sentimiento de unidad?

La respuesta que el hombre tiene que dar a esas preguntas no es una respuesta teórica (aunque se refleje en las ideas y las teorías sobre la vida), sino una respuesta de todo su ser, de su sentimiento y su actuación. La respuesta puede ser mejor o peor, pero aun la peor respuesta es mejor que ninguna. Hay una condición que debe llenar toda respuesta: debe ayudar al hombre a vencer la sensación de aislamiento y adquirir un sentimiento de unión, de unidad, de pertenecer a un conjunto. Hay muchas respuestas que el hombre puede dar a la cuestión que le plantea el hecho de haber nacido humano, y en las páginas siguientes las estudiaré brevemente. Quiero subrayar de nuevo que ninguna de estas respuestas como tal constituye la esencia del hombre; lo que constituye la esencia es la pregunta y la necesidad de una respuesta; las diferentes formas de existencia humana no son la esencia, pero son las soluciones del conflicto que, en sí mismo, es la esencia.

A la primera respuesta a la búsqueda para trascender el aislamiento y llegar a la unidad, la llamo respuesta regresiva. Si el hombre quiere encontrar la unidad, si quiere librarse del miedo a la soledad y la inseguridad, puede tratar de volver al lugar de donde vino: a la naturaleza, a la vida animal, o a sus antepasados. Puede tratar de deshacerse de lo que lo hace humano y sin embargo lo tortura: su razón y el conocimiento de sí mismo. Parece que el hombre trató de hacer precisamente eso durante centenares de miles de años. La historia de las religiones primitivas es testimonio de ese intento, y lo es un estado psicopatológico grave en el individuo. En una forma u otra, encontramos tanto en las religiones primitivas como en la psicología individual el mismo estado patológico grave: la regresión a la existencia animal, al estado de preindividuación, al intento de prescindir de lo que es específicamente humano. Pero este aserto debe ser limitado en un sentido. Si las tendencias arcaicas regresivas las comparten muchos, tenemos el panorama de una folie á millions; el hecho mismo del consenso hace que la locura parezca prudencia, y la ficción realidad. El individuo que participa de esa locura común carece de la sensación de aislamiento completo y de separación, y en consecuencia escapa a la intensa angustia que experimentaría en una sociedad progresiva. Debe recordarse que para la mayor parte de la gente razón y realidad no son otra cosa que el consenso público. Uno no «enloquece» nunca cuando no difiere del suyo el pensamiento de ningún otro individuo.

La alternativa a la solución arcaica regresiva del problema de la existencia humana, de la carga de ser hombre, es la solución progresiva, la de encontrar una armonía nueva no por regresión, sino por el pleno desarrollo de todas las fuerzas humanas, de la humanidad, dentro de uno. La solución progresiva fue vista por primera vez en una forma radical (hay muchas religiones que forman la transición entre las religiones regresivas arcaicas y la religión humanista) en aquel notable periodo de la historia humana comprendido entre 1500 a. C. y 500 a. C. Apareció en Egipto hacia 1350 a. C. en las enseñanzas de Ecnatón, y hacia el mismo tiempo entre los hebreos con las enseñanzas de Moisés; hacia 600-500 a. C. anunciaron la misma idea Lao-Tsé en China, Buda en la India, Zaratustra en Persia, los filósofos en Grecia y los profetas en Israel. La nueva meta del hombre, la de llegar a ser plenamente humano recuperando así su perdida armonía, se expresó en diferentes conceptos y símbolos. Para Ecnatón la meta estaba simbolizada por el Sol; para Moisés por el Dios desconocido de la historia; Lao-Tsé la llamó Tao (el camino); Buda la simbolizó como el Nirvana; los persas como Zaratustra; los filósofos griegos como el motor inmóvil; los profetas como el mesiánico «fin de los días». Esos conceptos estaban en gran medida determinados por los modos del pensamiento, y en último análisis por la práctica de la vida y la estructura socioeconómica de cada una de las culturas. Pero aunque la forma particular en que se expresaba la nueva meta dependía de diversas circunstancias históricas, la meta era esencialmente la misma: resolver el problema de la existencia humana dando una solución adecuada a la cuestión que la vida plantea, la de que el hombre se haga plenamente humano y pierda así el terror al aislamiento. Cuando el cristianismo y el islamismo, quinientos y mil años más tarde respectivamente, llevaron la misma idea a Europa y a los países del Mediterráneo, gran parte del mundo aprendió el nuevo mensaje. Pero tan pronto como el hombre oyó el mensaje, empezó a falsificarlo; en vez de hacerse él mismo plenamente humano, convirtió en ídolos a Dios y a los dogmas como manifestaciones de la «nueva meta», sustituyendo así con una figura o una palabra la realidad de su propia experiencia. Y sin embargo, el hombre trató una y otra vez de volver al objetivo auténtico; esos intentos se manifestaron en la religión, en sectas heréticas, en nuevas ideas filosóficas y en filosofías políticas.

Aunque los conceptos del pensamiento de todas las religiones y movimientos nuevos son muy diferentes, todos tienen en común la idea de la alternativa básica del hombre. El hombre sólo puede elegir entre dos posibilidades: retroceder o avanzar. Puede retroceder a una solución patógena arcaica, o puede avanzar hacia su humanidad y desarrollarla. Encontramos esta alternativa formulada de varias maneras: como la alternativa entre la luz y las tinieblas (Persia); entre la bendición y la maldición, entre la vida y la muerte (Antiguo Testamento); o la formulación socialista de la alternativa entre socialismo y barbarie.

No sólo las diferentes religiones humanistas presentan la misma alternativa, sino que aparece también como la diferencia fundamental entre la salud mental y la enfermedad mental. Lo que llamamos una persona sana depende del sistema general de referencia de una cultura dada. Entre los berserkers teutónicos un hombre «sano» sería el que podía actuar como un animal salvaje. Ese mismo hombre sería hoy un psicópata. Todas las formas arcaicas de experiencia mental —necrofilia, narcisismo extremo, simbiosis incestuosa— que en una forma u otra han constituido lo «normal» o hasta lo «ideal» en culturas regresivas arcaicas, porque los hombres estaban unidos por sus tendencias arcaicas comunes, hoy se señalan como formas graves de patología mental. En una forma menos intensa, cuando les hacen resistencia fuerzas contrarias, las fuerzas arcaicas son reprimidas, y el resultado de la represión es una «neurosis». La diferencia esencial entre la orientación arcaica en una cultura regresiva y en una cultura progresiva, respectivamente, estriba en el hecho de que la persona orientada arcaicamente en una cultura regresiva no se siente aislada, sino que, por el contrario, es apoyada por el consenso común, mientras que lo contrario es la verdad para la misma persona en una cultura progresiva. «Enloquece» porque su mente está en oposición con las de todos los demás. El hecho es que aun en una cultura progresiva como la de hoy, gran número de sus individuos tienen tendencias regresivas de considerable fuerza, pero son reprimidas en el curso normal de la vida y sólo se manifiestan en circunstancias especiales, como la guerra.

Resumamos lo que esas consideraciones nos dicen acerca de las cuestiones con que empezamos. En primer lugar, en cuanto al problema de la naturaleza del hombre, llegamos a la conclusión de que la naturaleza o la esencia del hombre no es una sustancia específica, como el bien o el mal, sino una contradicción que tiene sus raíces en las condiciones mismas de la existencia humana. Ese conflicto requiere por sí mismo una solución, y fundamentalmente sólo hay la solución regresiva y la progresiva. Lo que pareció a veces una tendencia innata del hombre hacia el progreso no es otra cosa que la dinámica de la busca de soluciones nuevas. En todo nivel nuevo a que llegó el hombre, aparecen contradicciones nuevas que le obligan a continuar la tarea de encontrar soluciones nuevas. Este proceso sigue hasta que el hombre llegue a la meta final de ser plenamente humano y de estar en completa unión con el mundo. Que el hombre pueda llegar a esta meta final de pleno «despertar», en la que la avidez y el antagonismo desaparecen (como enseña el budismo), o que esto sólo sea posible después de la muerte (según la enseñanza cristiana), es cosa que no nos interesa aquí. Lo que importa es que en todas las religiones y enseñanzas filosóficas humanistas, la «Nueva Meta» es la misma, y el hombre vive por la fe en que puede alcanzar una aproximación cada vez mayor a ella. (Por otra parte, si se buscan soluciones de un modo regresivo, el hombre estará condenado a buscar la deshumanización completa que es el equivalente de la locura).

Si la esencia del hombre no es el bien ni el mal, el amor ni el odio, sino una contradicción que exige la busca de soluciones nuevas que, a su vez, crean contradicciones nuevas, entonces el hombre puede realmente resolver su dilema, ya de un modo regresivo o de un modo progresivo. La historia reciente nos ofrece muchos ejemplos de esto. Millones de alemanes, en especial los de clase media baja, que habían perdido dinero y posición social, volvieron, bajo la jefatura de Hitler, al culto del «berserker» de sus antepasados teutones. Lo mismo ocurrió en el caso de los rusos bajo Stalin, de los japoneses durante el «rapto» de Nankín, con el populacho de los linchamientos en el sur de los Estados Unidos. Para la mayoría es siempre una posibilidad real la forma arcaica de experiencia; puede aparecer. Pero es necesario distinguir dos formas de aparición. Una tiene lugar cuando los impulsos arcaicos siguen siendo muy fuertes, pero fueron reprimidos por ser contrarios a las normas de la cultura de una civilización dada; en este caso, circunstancias específicas, como la guerra, catástrofes naturales, o la descomposición social, pueden abrir fácilmente canales que permiten manifestarse los impulsos arcaicos reprimidos. La otra posibilidad tiene lugar cuando en el desarrollo de una persona, o de los individuos de un grupo, fue realmente alcanzada y consolidada la etapa progresiva; en este caso, accidentes traumáticos como los mencionados arriba no producirán fácilmente el retorno de los impulsos arcaicos, porque éstos fueron no tanto reprimidos como remplazados. Sin embargo, aun en este caso no desapareció por completo el potencial arcaico; en circunstancias extraordinarias, como un encarcelamiento prolongado en un campo de concentración, o ciertos procesos químicos en el cuerpo, puede perturbarse todo el sistema psíquico de un individuo y pueden manifestarse las fuerzas arcaicas con renovada fuerza. Hay, naturalmente, innumerables matices entre los dos extremos: los impulsos arcaicos reprimidos por una parte, y su plena sustitución por la orientación progresiva, por otra parte. La proporción variará en cada individuo, así como el grado de represión contra el grado de conocimiento de la orientación arcaica. Hay personas en quienes el lado arcaico fue eliminado tan por completo, no por represión sino por el desarrollo de la orientación progresiva, que hasta pueden haber perdido la capacidad de reprimirlo. Hay, asimismo, personas que han destruido de manera tan completa todas las posibilidades de desarrollar una orientación progresiva, que perdieron también la libertad de elegir, en este caso de elegir el progreso.

No es necesario decir que el espíritu general de una sociedad dada influirá en gran medida en el desarrollo de los dos lados de cada individuo. Sin embargo, aun entonces pueden los individuos diferir mucho de la norma social de orientación. Como ya indiqué, hay millones de individuos arcaicamente orientados en la sociedad moderna que creen conscientemente en las doctrinas del Cristianismo o de la Ilustración, pero que detrás de esa fachada son «berserkers», necrófilos o adoradores de Baal o de Astarté. Ni siquiera sienten necesariamente ningún antagonismo, porque las ideas progresivas que piensan carecen de peso, y actúan de acuerdo con sus impulsos arcaicos sólo en formas ocultas o veladas. Por otra parte, ha habido muchas veces en culturas arcaicas individuos que desarrollaron una orientación progresiva; son los líderes o guías que en ciertas circunstancias iluminan a la mayoría de su grupo y sientan las bases para un cambio gradual de toda la sociedad. Cuando esos individuos eran de estatura desacostumbrada, y cuando se conservaron huellas de sus enseñanzas, recibieron el nombre de profetas, maestros o algún otro parecido. Sin ellos la humanidad no habría salido nunca de las tinieblas del estado arcaico. Pero pudieron influir en el hombre sólo porque en la evolución del trabajo éste se liberó gradualmente de las fuerzas desconocidas de la naturaleza, desarrolló su razón y su objetividad y dejó de vivir como un animal de presa o de carga.

Lo que es cierto de los grupos lo es también de los individuos. Hay en toda persona un potencial de las fuerzas arcaicas que acabamos de estudiar. Sólo el completamente «malo» y el completamente «bueno» no tienen ya que elegir. Casi todo el mundo puede regresar a la orientación arcaica, o progresar hasta el pleno despliegue progresivo de su personalidad. En el primer caso hablamos del estallido de una enfermedad mental grave; en el segundo caso hablamos de una recuperación espontánea de la enfermedad, o de una transformación de la persona en un despertar y una madurez plenos. Es misión de la psiquiatría, del psicoanálisis y de diversas disciplinas espirituales estudiar las condiciones en que ocurre uno u otro fenómeno y, además, inventar métodos mediante los cuales pueda estimularse el desarrollo favorable y detenerse el desarrollo maligno.[63] La descripción de esos métodos cae fuera del campo de este libro, y se encuentra en la literatura clínica de psicoanálisis o de psiquiatría. Pero es importante para nuestro problema reconocer que, fuera de los casos extremos, cada individuo o cada grupo de individuos puede regresar en un momento dado a las orientaciones más irracionales y destructoras, y también progresar hacia la orientación ilustrada y progresiva. El hombre «no» es bueno ni malo. Si se cree en la bondad del hombre como la única potencialidad, se estará obligado a una falsificación optimista de los hechos o a terminar en una amarga desilusión. Si se cree en el otro extremo, terminará uno siendo un cínico y estando ciego para las muchas posibilidades para el bien de los demás y de uno mismo. Una opinión realista ve las dos posibilidades como potencialidades reales, y estudia las condiciones para el desarrollo de una u otra de ellas.

Estas consideraciones nos llevan al problema de la libertad del hombre. ¿Es libre el hombre para elegir el bien en cualquier momento dado, o no tiene tal libertad de elección porque es determinado por fuerzas interiores y exteriores a él? Se han escrito muchos volúmenes sobre la cuestión de la libertad de la voluntad, y no puedo encontrar exposición más adecuada como introducción a las páginas que siguen, que las observaciones de William James sobre el asunto.

Prevalece una opinión común —dice— de que hace ya mucho tiempo se exprimió el jugo de la controversia sobre el libre albedrío, y que ningún nuevo campeón puede hacer más que recalentar viejos argumentos que todo el mundo ha oído. Esto es un error radical. No conozco asunto menos gastado ni en el que el genio incentivo tenga mayor probabilidad de roturar tierra nueva; no, quizá, de imponer una conclusión y obligar al asentimiento, sino de profundizar nuestro sentido de lo que realmente es la cuestión entre las dos partes, y de lo que realmente implican las ideas de destino y de libertad.[64]

Mi intento de exponer en las siguientes páginas algunas sugerencias en relación con este problema se basa en el hecho de que la experiencia psicoanalítica puede arrojar alguna luz nueva sobre el problema de la libertad y permitirnos ver, en consecuencia, algunos aspectos nuevos.

El modo tradicional de tratar de la libertad sufría por no emplear datos psicológicos, empíricos, y así condujo a la tendencia a estudiar el problema en términos generales y abstractos. Si entendemos por libertad la libertad de elegir, la cuestión equivale a preguntar si somos libres para elegir, digamos, entre A y B. Los deterministas han dicho que no somos libres, porque el hombre —como todas las demás cosas de la naturaleza— está determinado por causas; así como una piedra soltada en medio del aire no es libre para no caer, el hombre es obligado a elegir A o B por móviles que lo determinan, que lo obligan o que lo hacen elegir A o B.[65]

Los adversarios del determinismo sostienen lo contrario; se argumenta, sobre bases religiosas, que Dios dio al hombre la libertad de elegir entre el bien y el mal, y en consecuencia el hombre tiene esa libertad. Se sostiene en segundo lugar, que el hombre es libre, ya que, de otro modo, no podría considerársele responsable de sus actos. En tercer lugar, se alega que el hombre tiene la experiencia subjetiva de ser libre, y en consecuencia esta conciencia de la libertad es una prueba de la existencia de la libertad. Los tres argumentos parecen poco convincentes. El primero exige que se crea en Dios y se conozcan sus planes respecto del hombre. El segundo parece nacido del deseo de hacer al hombre responsable de sus actos para que pueda ser castigado. La idea de castigo, que forma parte de casi todos los sistemas sociales del pasado y del presente, se basa principalmente en lo que es (o se considera) una medida protectora para la minoría de «los que tienen» contra la mayoría de «los que no tienen», y es un símbolo del poder punitivo de la autoridad. Si se quiere castigar, es necesario tener a alguien que sea responsable. En este respecto, recuerda uno el dicho de Shaw: «La ahorcadura ya pasó; todo lo que queda es el proceso». El tercer argumento, según el cual la conciencia de la libertad de elegir demuestra que la libertad existe, ya fue totalmente destruido por Spinoza y Leibniz. Spinoza advirtió que tenemos la Ilusión de la libertad porque tenemos conciencia de nuestros deseos, pero no la tenemos de sus motivos. Leibniz señaló también que la voluntad es movida por tendencias que en parte son inconscientes. Es realmente sorprendente que casi toda la discusión, después de Spinoza y Leibniz, haya dejado de reconocer que el problema de la libertad de elegir no puede ser resuelto si no se tiene en cuenta que nos determinan fuerzas inconscientes, aunque dejándonos la feliz convicción de que nuestra elección es libre. Mas, aparte de estas objeciones específicas, los argumentos a favor de la libertad parecen contradecir la experiencia de todos los días. Que esta posición sea mantenida por moralistas religiosos, por filósofos idealistas o por existencialistas de tendencia marxista, no pasa de ser, en el mejor caso, un noble postulado, y, no obstante, quizá no tan noble, porque es profundamente injusto con el individuo. ¿Puede pretenderse, realmente, que un individuo que ha crecido en la pobreza material y espiritual, que no experimento nunca amor ni interés por nadie, cuyo cuerpo fue condicionado para beber durante años de abusos alcohólicos, que no tuvo posibilidad de cambiar de circunstancias, puede pretenderse que sea «libre» para elegir? ¿No es esta posición contraria a los hechos; y no es una posición despiadada y, en último análisis, una posición en la que el lenguaje del siglo XX refleja, como gran parte de la filosofía de Sartre, el espíritu del individualismo y el egocentrismo burgueses, versión moderna de El único y su propiedad del filósofo Max Stirner?

La posición contraria, el determinismo, que postula que el hombre «no» es libre para elegir, que sus decisiones son en cualquier momento dado causadas y determinadas por acontecimientos externos e internos que ocurrieron antes, parece a primera vista más realista que racional. Ya apliquemos el determinismo a grupos y clases sociales o a individuos, ¿no han demostrado el análisis freudiano y el marxista lo débil que es el hombre en su batalla contra las fuerzas instintivas y sociales determinantes? ¿No demostró el psicoanálisis que un individuo que no resolvió nunca su dependencia respecto de la madre carece de capacidad para actuar y decidir, que se siente débil y en consecuencia se ve obligado a una dependencia cada vez mayor de figuras madres, hasta que llega al punto del que no hay regreso? ¿No demuestra el análisis marxista que una vez que una clase —tal como la clase media baja— perdió fortuna, cultura y función social, sus individuos pierden la esperanza y regresan a orientaciones arcaicas, necrófilas y narcisistas?

Pero ni Marx ni Freud fueron deterministas en el sentido de creer en la irreversibilidad de la determinación causal. Los dos creyeron en la posibilidad de que un rumbo ya iniciado pueda ser modificado. Los dos vieron esta posibilidad enraizada en la capacidad del hombre para llegar a conocer las fuerzas que lo mueven por la espalda, por así decirlo, permitiéndole así recobrar la libertad.[66] Los dos fueron —como Spinoza, por quien Marx fue considerablemente influido— deterministas e indeterministas, o ni deterministas ni indeterministas. Los dos pensaban que el hombre es determinado por las leyes de causa y efecto, pero que por el conocimiento y la acción correcta puede crear y ampliar la esfera cíe la libertad. De él depende conseguir un óptimo de libertad y librarse de las cadenas de la necesidad. Para Freud el conocimiento del inconsciente, para Marx el conocimiento de las fuerzas socioeconómicas y de los intereses de clase, eran las condiciones para la liberación: para los dos, además del conocimiento, eran condiciones necesarias para la liberación una voluntad y una lucha activas.[67]

Con seguridad que todos los psicoanalistas han visto pacientes que pudieron invertir las tendencias que parecían determinar sus vidas, una vez que llegaron a conocerlas e hicieron un esfuerzo concentrado para recobrar la libertad. Pero no se necesita ser psicoanalistas para tener esta experiencia. Algunos de nosotros hemos tenido la misma experiencia con nosotros mismos o con otras personas: la cadena de la supuesta causalidad se rompió, y los individuos tomaron un rumbo que parecía «milagroso» porque contradecía las expectativas más razonables que hubieran podido formarse a base de sus actuaciones pasadas.

El estudio tradicional del libre albedrío sufrió no sólo por el hecho de que el descubrimiento de motivaciones inconscientes, hecho por Spinoza y Leibniz, no haya encontrado su lugar adecuado.

Hay también otras razones a las que se debe la aparente inutilidad del estudio. En los párrafos que siguen mencionaré algunos de los errores que, en mi opinión, tienen gran importancia.

Un error estriba en la costumbre de hablar de la libertad de elección del hombre, y no de la de un individuo específico.[68] Procuraré demostrar más adelante que cuando se habla de la libertad del hombre en general, y no de la de un individuo, se habla de un modo abstracto que hace insoluble el problema; y ello es así precisamente porque un hombre tiene la libertad de elegir, y otro la ha perdido. Si se aplica a todos los hombres, trataremos de una abstracción o de un mero postulado moral en el sentido de Kant o de William James. Otra dificultad en el estudio tradicional de la libertad parece estar en la tendencia, especialmente en los autores clásicos desde Platón hasta Aquino, a tratar el problema del bien y del mal de un modo general, como si el hombre pudiera elegir entre el bien y el mal «en general», y tuviera libertad para elegir el bien. Esta opinión hace muy confusa la discusión, porque, cuando se hallan ante la elección general, la mayor parte de los individuos eligen el «bien» por oposición al «mal». Pero no hay nada que se parezca a la elección entre el «bien» y el «mal», hay acciones concretas y específicas que son medios para lo que es bueno, y otras que son medios para lo que es malo; siempre que el bien y el mal estén apropiadamente definidos. Nuestro conflicto moral sobre el problema de la elección aparece cuando tenemos que tomar una decisión, y no cuando tenemos que elegir entre el bien y el mal en general.

Otra insuficiencia de la discusión tradicional está en el hecho de que habitualmente trata de la libertad contra el determinismo en la elección, y no de diferentes grados de propensión.[69] Como trataré de demostrar más adelante, el problema de la libertad contra el determinismo es en realidad un problema de conflicto entre propensiones y sus respectivas intensidades.

Finalmente, hay confusión en el uso del concepto de «responsabilidad». Esta palabra se usa la mayor parte de las veces para denotar que soy punible o acusable; en este respecto, hay poca diferencia en que yo permita a otros que me acusen o que yo me acuse a mí mismo. Si me encuentro culpable, me castigo; si me encuentran culpable otros, me castigarán. Pero hay otro concepto de la responsabilidad que no tiene relación ni con castigo ni con «culpa». En este sentido, responsabilidad sólo significa: «Sé que lo hice». En realidad, en cuanto mi acción se siente como «pecado» o «culpa», se enajena. No soy yo quien hizo eso, sino «el pecador», «el malo», esa «otra persona» que necesita ser castigada ahora; sin hablar de que el sentimiento de culpa y de autoacusación crea tristeza, autoaborrecimiento y aborrecimiento de la vida. Este punto fue bellamente expuesto por Isaac Meier de Ger, uno de los grandes maestros jasídicos:

El que habla de una cosa mala que hizo y reflexiona sobre ella, recuerda la vileza que perpetró, y uno está atrapado dentro de lo que recuerda, con toda el alma totalmente atrapada en lo que recuerda, y así está atrapado aun en la vileza. Y seguramente no podrá cambiar, porque se hará tosco su espíritu y su corazón se corromperá, y además de esto, se apoderará de él un humor triste. ¿Qué queríais? Revolved inmundicia de ésta o de aquella manera, y sigue siendo inmundicia. Haber pecado o no haber pecado, ¿de qué nos va a valer en el cielo? Durante el tiempo en que estoy cavilando sobre esto, podría estar ensartando perlas para alegría del cielo. Por eso está escrito: «Apártate del mal y haz el bien», apártate por completo del mal, no te demores en su camino, y haz el bien. ¿Has obrado mal? Compénsalo, pues, obrando bien.[70]

En este mismo espíritu, la palabra chatah, del Antiguo Testamento, que suele traducirse por «pecado», en realidad significa «errar» (el camino); carece del sentido de condenación que tienen las palabras «pecado» y «pecador». Análogamente, la palabra hebrea equivalente a «arrepentimiento» es teschubah, que significa «regreso» (a Dios, a uno mismo, al buen camino), y carece también del sentido de autocondenación. Así, el Talmud emplea la expresión «el maestro del regreso» («el pecador arrepentido») y dice de él que está aun por encima de los que no pecaron nunca.

Suponiendo que estemos de acuerdo en que hablamos de la libertad de elección entre dos tipos de conducta ante los cuales se encuentra un individuo determinado, podemos empezar nuestro estudio con un ejemplo concreto y vulgar: la libertad de elegir entre fumar o no fumar. Tomemos un fumador empedernido que leyó las informaciones sobre los peligros que el fumar entraña para la salud y llegó a la conclusión de que quiere dejar de fumar. «Decidió que va a dejar de fumar». Esta «decisión» no es una decisión. No es más que la formulación de una esperanza. «Decidió» dejar de fumar, pero al día siguiente se siente de un humor demasiado bueno, al otro día de un humor demasiado malo, al tercer día no quiere parecer «asocial», al siguiente duda que sean correctas las informaciones sobre la salud, y sigue fumando, aunque «decidió» dejarlo. Todas esas decisiones no son más que ideas, planes, fantasías; tienen poca realidad, o ninguna, hasta que se hace la verdadera elección. La elección es verdadera cuando el individuo tiene delante un cigarrillo y ha de decidir si lo fumará o no; además, después tiene que decidir sobre otro cigarrillo, y así sucesivamente. Es siempre el acto concreto el que requiere una decisión. La cuestión en cada una de esas situaciones es si el individuo es libre para no fumar, o si no es libre.

Aquí se plantean algunas cuestiones. Supongamos que no creyó en las informaciones higiénicas sobre el fumar o que, aun cuando haya creído, está convencido de que vale más vivir veinte años menos que renunciar a ese placer; en este caso es manifiesto que no hay problema de elección. Pero el problema puede estar disfrazado. Los pensamientos conscientes pueden no ser más que racionalizaciones del sentimiento de que no ganaría la batalla aunque lo intentase; de donde puede preferir simular que no hay batalla que ganar. Pero sea consciente o inconsciente el problema de la elección, el carácter de la elección es el mismo. Es la elección entre una acción dictada por la razón y una acción dictada por pasiones irracionales. Según Spinoza, la libertad se basa en «ideas adecuadas» que a su vez se basan en el conocimiento y la aceptación de la realidad y que determinan acciones que aseguran el desarrollo más pleno del despliegue psíquico y mental del individuo. La acción humana, según Spinoza, está determinada causalmente por pasiones o por la razón. Cuando es gobernada por pasiones, el individuo está cautivo; cuando la gobierna la razón, es libre.

Pasiones irracionales son las que dominan al hombre y lo obligan a actuar contrariamente a sus verdaderos intereses, que debilitan y destruyen sus facultades y le hacen sufrir. El problema de la libertad de elección «no» es el de elegir entre dos posibilidades igualmente buenas; no es la elección entre jugar al tenis o ir de excursión, o entre visitar a un amigo o quedarse en casa leyendo. La libertad de elección en que actúan el determinismo o el indeterminismo es siempre la libertad de elegir lo mejor contra lo peor —y mejor o peor se entienden siempre por referencia al problema moral básico de la vida—, entre el progreso y la regresión, entre el amor y el odio, entre la independencia y la dependencia. La libertad no es otra cosa que la capacidad para seguir la voz de la razón, de la salud, del bienestar, de la conciencia, contra las voces de pasiones irracionales. En este respecto estamos de acuerdo con las opiniones tradicionales de Sócrates, Platón, los estoicos, Kant. Lo que yo trato de subrayar es que la libertad para seguir las órdenes de la razón es un problema psicológico que puede ser examinado ulteriormente.

Volvamos a nuestro ejemplo del individuo que tiene ante sí la elección entre fumar o no fumar este cigarrillo, o, para decirlo de otro modo, al problema de si tiene libertad para seguir su intención racional. Podemos imaginarnos un individuo de quien podemos predecir con bastante seguridad que no podrá seguir su intención. Suponiendo que es un individuo profundamente vinculado a una figura maternizante y con orientación oral-receptiva, un individuo que siempre está esperando algo de otros, que no fue nunca capaz de luchar por sí mismo, y que a causa de todo esto está lleno de angustia intensa y crónica; el fumar, para él, es la satisfacción de su anhelo receptivo, y una defensa contra la angustia; el cigarrillo simboliza para él fuerza, edad adulta, actividad, y por esta razón no puede prescindir de él. Su anhelo por el cigarrillo es consecuencia de su angustia, de su receptividad, etc., y es tan fuerte como lo son esos motivos. Hay un momento en que son tan fuertes, que el individuo no podría vencer su deseo si no tiene lugar en su interior un cambio radical en el equilibrio de fuerzas. De otra manera, podemos decir que no es, para todos los fines prácticos, libre para elegir lo que reconoció ser lo mejor. Por otra parte, podemos imaginarnos un individuo de tal madurez, productividad y falta de avidez, que no fuera capaz de obrar de manera contraria a la razón y a sus verdaderos intereses. Tampoco sería «libre». Podría no fumar porque no sintiese inclinación a hacerlo.[71]

La libertad de elección no es una capacidad abstracta formal que «se tiene» o «no se tiene»; es, más bien, una función de la estructura de carácter de una persona. Algunos individuos no tienen libertad para elegir el bien porque su estructura de carácter perdió la capacidad de actuar de acuerdo con el bien. Otros individuos perdieron la capacidad de elegir el mal, precisamente porque su estructura de carácter perdió el deseo del mal. En estos dos casos extremos podemos decir que ambos están determinados para obrar como lo hacen porque el equilibrio de fuerzas de su carácter no les deja elegir. Pero en la mayoría de los individuos tratamos con inclinaciones contradictorias tan equilibradas, que puede hacerse una elección. El acto es resultado de la fuerza respectiva de inclinaciones antagónicas en el carácter del individuo.

Resultará claro ahora que podemos emplear el concepto «libertad» en dos sentidos diferentes. En uno, la libertad es una actitud, una orientación, parte de la estructura de carácter de la persona madura, plenamente desarrollada, productiva; en este sentido, puedo hablar de un individuo «libre» como hablo de un individuo amable, productivo, independiente; la libertad en este sentido no se refiere a una elección especial entre dos acciones posibles, sino a la estructura de carácter de la persona en cuestión; y en este sentido el individuo que «no es libre para elegir el mal» es el individuo completamente libre. El segundo sentido del concepto libertad es el que hemos usado principalmente hasta ahora, a saber, la capacidad de elegir entre alternativas opuestas; pero alternativas que implican siempre la elección entre el interés racional y el irracional de la vida y su desarrollo contra el estancamiento y la muerte; cuando se usa en este segundo sentido, el hombre mejor y el peor no son individuos libres para elegir, mientras que el problema de la libertad de elección existe precisamente para el hombre corriente con inclinaciones contradictorias.

Si hablamos de libertad en este segundo sentido, se plantea la siguiente cuestión: ¿De qué factores depende esta libertad para elegir entre inclinaciones antagónicas?

El factor más importante consiste, evidentemente, en la fuerza respectiva de las inclinaciones antagónicas, particularmente en la fuerza de los aspectos inconscientes de esas inclinaciones. Pero si preguntamos qué factores apoyan la libertad de elección aun cuando sea la más fuerte la inclinación irracional, encontramos que el factor decisivo en la elección de lo mejor y no de lo peor consiste en el conocimiento:

  1. conocimiento de lo que constituye el bien y el mal;
  2. qué acción en la situación concreta es un medio adecuado para el fin deseado;
  3. conocimiento de las fuerzas que están detrás del deseo manifiesto; lo cual significa el descubrimiento de deseos inconscientes;
  4. conocimiento de las posibilidades reales entre las cuales puede escogerse;
  5. conocimiento de las consecuencias de una elección y no de la otra;
  6. conocimiento de que el conocimiento como tal no es eficaz si no va acompañado de la voluntad de obrar, de la disposición a sufrir el dolor de la frustración que es resultado inevitable de una acción contraria a las pasiones de uno.

Examínense ahora esas diferentes clases de conocimiento. La conciencia de lo que es bueno y malo es diferente del conocimiento teórico de lo que se llama bien y mal en la mayor parte de los sistemas morales. Saber por la autoridad de la tradición que el amor, la independencia y el valor son buenos, y que el odio, la sumisión y la cobardía son malos, significa poco, ya que el conocimiento es conocimiento enajenado aprendido de autoridades, de la enseñanza tradicional, etc., y se cree verdadero sólo porque procede de esas fuentes. Conocimiento significa que el individuo hace suyo lo que aprende, sintiéndolo, experimentando consigo mismo, observando a los demás y, finalmente, llegando a una convicción, y no teniendo una «opinión» irresponsable. Pero no es suficiente decidir sobre los principios generales. Además de ese conocimiento, se necesita conocer el equilibrio de fuerzas en el interior de uno y las racionalizaciones que ocultan las fuerzas inconscientes.

Veamos un ejemplo específico: un hombre es poderosamente atraído por una mujer y siente un fuerte deseo de tener relaciones sexuales con ella. Piensa conscientemente que tiene ese deseo porque ella es muy bella, o muy inteligente, o está muy necesitada de ser amada, o está muy hambrienta sexualmente, o que necesita cariño, o que está muy sola, o… Quizá sabe él que, teniendo una aventura con ella, puede desconcertar las vidas de ambos; que ella está atemorizada y busca una fuerza protectora y que, por lo tanto, no le dejará irse fácilmente. A pesar de saber todo eso, sigue adelante y tiene una aventura con ella. ¿Por qué? Porque conoce su deseo, pero no las fuerzas subyacentes en él. ¿Cuáles pueden ser esas fuerzas? Mencionaré sólo una entre muchas, aunque se trata de una que con frecuencia es muy eficaz: su vanidad y su narcisismo. Si se propuso la conquista de aquella muchacha como prueba de su atractivo y su valer, por lo general no tendrá conocimiento de este motivo real. Se engañará con todas las racionalizaciones mencionadas arriba, y muchas más, y así actúa de acuerdo con su verdadero móvil precisamente porque no puede verlo, y está bajo la ilusión de que actúa de acuerdo con otros móviles más razonables.

El grado siguiente de conocimiento, es el conocimiento pleno de las consecuencias de su acción. En el momento de la decisión tiene el alma llena de deseos y de racionalizaciones confortantes. Pero su decisión pudo ser diferente si hubiera visto claramente las consecuencias de su acto; si hubiera visto, por ejemplo, una aventura amorosa insincera y desmesuradamente prolongada, su cansancio de ella a causa de que su narcisismo sólo puede satisfacerse con nuevas conquistas, el seguir, no obstante, haciendo falsas promesas porque se siente culpable y teme reconocer que en realidad no la amó nunca, el efecto paralizador y debilitante de este conflicto en él y en ella, etcétera.

Pero ni aun es bastante el conocimiento de las motivaciones reales subyacentes y de las consecuencias para aumentar la inclinación a la decisión justa. Se necesita otro conocimiento importante: el de cuándo se hace la verdadera elección, y saber cuáles son las posibilidades reales entre las que puede elegir una persona.

Supongamos que el individuo conoce todas las motivaciones y todas las consecuencias; supongamos que «decidió» no acostarse con aquella mujer. La lleva, entonces, a un espectáculo y antes de dejarla en su casa, sugiere: «Bebamos un trago juntos». En apariencia esto suena a cosa inofensiva. No parece haber nada malo en beber un trago juntos; en realidad, no habría nada malo si el equilibrio de fuerzas no fuera ya tan ligero. Si en aquel momento pudiera saber él a dónde conduciría el «beber un trago juntos», no se lo hubiera pedido. Vería que el ambiente sería romántico, que la bebida debilitaría su fuerza de voluntad, que no podría presentar resistencia al paso siguiente de entrar en el departamento de ella para beber otro trago, y que casi con toda seguridad acabaría haciéndole el amor. Con un conocimiento pleno habría podido prever el desarrollo de los hechos como casi inevitable, y si lo previese, se habría abstenido de «beber un trago juntos». Pero como sus deseos lo cegaban para la inevitable sucesión de hechos, no hizo la elección justa cuando todavía habría sido posible hacerla. En otras palabras, se hizo la verdadera elección cuando él la invitó a beber (o quizá cuando le pidió ir al espectáculo) y no cuando empezó a hacerle el amor. En el último momento de la cadena de decisiones él ya no es libre; en un momento anterior hubiera podido serlo si hubiera sabido que la verdadera decisión había que tomarla precisamente allí y entonces. El argumento a favor de la opinión de que el hombre no tiene libertad para elegir lo mejor en oposición a lo peor, se basa, en medida bastante considerable, en el hecho de que suele atenderse a la última decisión en una cadena de acontecimientos, y no a la primera o la segunda. Realmente, en el momento de la decisión final la libertad para elegir por lo general ya ha desaparecido. Pero quizá existía aún en un momento anterior en que el individuo todavía no estaba tan profundamente dominado por sus pasiones. Puede generalizarse diciendo que una de las razones por las cuales la mayor parte de la gente fracasa en la vida es precisamente que no conoce el momento en que todavía es libre para actuar de acuerdo con la razón y que no tiene conciencia de la elección sino cuando ya es demasiado tarde para tomar una decisión.

Estrechamente relacionado con el problema de darse cuenta de cuándo se toma la decisión real, hay otro problema. Nuestra capacidad para elegir cambia constantemente con nuestra práctica de la vida. Cuanto más tiempo sigamos tomando decisiones equivocadas, más se endurecen nuestros corazones; cuantas más veces tomemos decisiones acertadas, más se ablandan nuestros corazones, o mejor quizá, más vida adquieren.

Un buen ejemplo del principio implícito aquí es el juego del ajedrez. Suponiendo que dos jugadores igualmente buenos comienzan una partida, los dos tienen las mismas probabilidades de ganar (con probabilidades ligeramente mejores para el lado blanco, que podemos ignorar para nuestro presente propósito); en otras palabras, cada uno de ellos tiene la misma libertad para ganar. Después de cinco jugadas, pongamos por caso, el panorama ya es diferente. Los dos pueden ganar aún, Pero A, que hizo una jugada mejor, ya tiene más probabilidades de ganar. Tiene, por decirlo así, más libertad para ganar que su adversario B. Pero B todavía es libre para ganar. Después de unas jugadas más, A, que siguió haciendo jugadas correctas que no fueron eficazmente contrarrestadas por B, casi está seguro de ganar, pero sólo casi. Después de algunas otras jugadas, la partida está decidida. B, siempre que sea un buen jugador, reconoce que ya no tiene libertad para ganar; ve que ha perdido antes de que realmente le den jaque mate. Sólo el mal jugador, que no puede analizar adecuadamente los factores determinantes, vive con la ilusión de que puede ganar aún después de haber perdido la libertad para hacerlo. A causa de esa ilusión, tiene que llegar hasta el amargo desenlace y ver derrotado su rey.[72]

Es manifiesta la implicación de la analogía del juego de ajedrez. La libertad no es atributo constante que «tenemos» o «no tenemos».

En realidad, no existe tal cosa como la «libertad» salvo como palabra y como concepto abstracto. No hay más que una realidad: el acto de liberarnos a nosotros mismos en el proceso de elegir. En ese proceso varía el grado de nuestra capacidad para elegir con cada acto, con nuestra práctica de la vida. Cada paso en la vida que aumente la confianza que tengo en mí mismo, en mi integridad, en mi valor, en mi convicción, aumenta también mi capacidad para elegir la alternativa deseable, hasta que al fin se me hace más difícil elegir la acción indeseable que la deseable. Por otra parte, cada acto de rendición y cobardía me debilita, prepara el camino para nuevos actos de rendición, y finalmente se pierde la libertad. Entre el extremo en que ya no puedo hacer un acto equivocado y el otro extremo en que perdí la libertad para actuar bien, hay innumerables grados de libertad de elección. En la práctica de la vida el grado de libertad para elegir es diferente en cada momento. Si el grado de libertad para elegir el bien es grande, se necesita menos esfuerzo para elegir el bien. Si es pequeño, se necesita un gran esfuerzo, la ayuda de los demás y circunstancias favorables.

Un ejemplo clásico de este fenómeno es la historia bíblica de la reacción del faraón al pedirle que dejara salir del país a los hebreos. Está asustado por las calamidades cada vez mayores que caen sobre él y sobre su pueblo; pero en cuanto desaparece el peligro inminente, «su corazón se endurece» y decide no dar la libertad a los hebreos. Este proceso de endurecimiento del corazón es la cuestión central en la conducta del faraón. Cuanto más tiempo se niega a elegir lo justo, más se endurece su corazón. Ningún grado de sufrimiento hace cambiar este fatal acontecimiento, y finalmente termina en la destrucción suya y de su pueblo. No experimentó nunca un cambio de corazón, porque decidía únicamente a base de miedo; y por esa ausencia de cambio, su corazón se endureció cada vez más, hasta que ya no le quedó ninguna libertad de elección.

La historia del endurecimiento del corazón faraónico no es sino la expresión poética de lo que podemos observar todos los días si miramos nuestro propio desenvolvimiento y el de los demás. Veamos un ejemplo: Un niño blanco de ocho años tiene un amiguito, hijo de una criada negra. A la madre no le gusta que su niño juegue con un negrito y le dice que deje de verlo. El niño se niega; la madre le promete llevarlo al circo si obedece, y él accede. Este acto de traición a sí mismo y de aceptación del soborno ha producido algo en el niño. Se siente avergonzado, ha sido herido su sentimiento de integridad, ha perdido la confianza en sí mismo. Pero no ocurrió nada irreparable. Diez años después se enamora de una muchacha; es algo más que un apasionamiento momentáneo; los dos sienten un hondo vínculo humano que los une; pero la muchacha es de una clase inferior que la de la familia del muchacho. A sus padres les disgusta el noviazgo y tratan de disuadirlo; como él se mantiene firme, le prometen un viaje de seis meses a Europa sólo con que acceda a aplazar la formalización del compromiso hasta cuando vuelva. Él acepta el ofrecimiento. Cree conscientemente que el viaje le hará mucho bien, y, naturalmente, que no amará menos a la muchacha cuando regrese. Pero no sucedieron así las cosas. Conoció a otras muchas jovencitas, es muy popular entre ellas, su vanidad se siente satisfecha y, finalmente, su amor y su decisión de casarse son cada vez más débiles. Antes de regresar le escribe a la muchacha una carta en la que rompe el noviazgo.

¿Cuándo tomó la decisión? No, como él piensa, el día en que escribió la carta final, sino el día en que aceptó la oferta de sus padres para ir a Europa. Sintió, aunque no conscientemente, que al aceptar el soborno se había vendido, y tuvo que hacer lo que había prometido: la ruptura. Su conducta en Europa no es la razón de la ruptura, sino el mecanismo mediante el cual logra cumplir la promesa. En ese momento se traicionó a sí mismo de nuevo, y los efectos son un desprecio mayor de sí mismo y (escondidas detrás de la satisfacción de nuevas conquistas, etc.) una debilidad interior y la falta de confianza en sí mismo. ¿Necesitamos seguir su vida por más tiempo y en detalle? Termina entrando en el negocio de su padre, en vez de estudiar física, para la cual está dotado; se casa con la hija de amigos ricos de sus padres, llega a ser un exitoso hombre de negocios y un líder político que toma decisiones fatales contra la voz de su propia conciencia porque tiene miedo a enfrentarse con la opinión pública. Es la suya una historia de endurecimiento del corazón. Una derrota moral lo hace más propicio a sufrir otra derrota, hasta el momento en que llega al punto de donde no se regresa. A los ocho años pudo haber tomado una actitud y negarse a aceptar el cohecho; aún era libre. Y quizá un amigo, un abuelo, un maestro, al conocer su dilema, le hubieran ayudado. A los dieciocho años ya era menos libre; su vida ulterior es un proceso de libertad decreciente, hasta el momento en que perdió el juego de la vida. La mayor parte de la gente que terminó como individuos endurecidos y sin escrúpulos, aun como empleados de Hitler o de Stalin, empiezan a vivir con la posibilidad de ser hombres buenos. Un análisis muy detallado de sus vidas podría decirnos cuál era el grado de endurecimiento del corazón en cualquier momento dado, y cuándo se perdió la última posibilidad de ser humano. También existe el cuadro contrario; la primera victoria hace más fácil la siguiente, hasta que ya no cuesta trabajo elegir lo justo.

Nuestro ejemplo ilustra el punto de que la mayor parte de la gente fracasa en el arte de vivir no porque sea intrínsecamente mala o tan carente de voluntad que no pueda vivir una vida mejor; fracasa porque no despierta ni ve cuándo está en una bifurcación del camino y tiene que decidir. No se da cuenta de cuándo la vida le plantea una cuestión y cuando tiene aún diferentes soluciones. Después, con cada paso por el camino equivocado se le hace más difícil admitir que está efectivamente en el camino equivocado, con frecuencia sólo porque tiene que admitir que debe volver a la primera decisión equivocada y aceptar que malgastó energía y tiempo.

Lo mismo puede decirse de la vida social y política. ¿Fue inevitable el triunfo de Hitler? ¿Tuvo el pueblo alemán en algún momento libertad para derribarlo? En 1929 había factores que inclinaban a los alemanes hacia el nazismo: la existencia de una clase media baja amargada y sádica, cuya mentalidad se había formado entre 1918 y 1923; un desempleo en gran escala causado por la crisis de 1929; el poderío creciente de las fuerzas militaristas del país, tolerado ya en 1918 por los líderes social-demócratas; el miedo al movimiento anticapitalista por parte de los jefes de la industria pesada; la táctica del partido comunista de considerar a los social-demócratas sus principales enemigos; la presencia de un demagogo oportunista, medio loco pero de talento: tales fueron, sin mencionar otros, los factores más importantes. Por otra parte, había fuertes partidos obreros antinazis y sindicatos poderosos; había una clase media liberal antinazi; había una tradición alemana de cultura y humanismo. Los factores principales en ambos lados estaban de tal modo equilibrados, que en 1929 todavía pudo haber sido una posibilidad real la derrota del nazismo. Lo mismo puede decirse del periodo que precedió a la ocupación de las Provincias Renanas por Hitler; hubo una conspiración contra él de algunos jefes militares, y había la debilidad de su aparato militar; es muy probable que una acción enérgica por parte de los aliados occidentales hubiera provocado la caída de Hitler. Por lo demás, ¿qué habría ocurrido si Hitler no se hubiera granjeado con su crueldad y su brutalidad vesánicas la enemistad de las poblaciones de los países ocupados?

¿Qué habría sucedido si hubiera escuchado a sus generales, que le aconsejaban la retirada estratégica de Moscú, Stalingrado y otras posiciones? ¿Aún era libre Hitler para evitar la derrota completa?

Nuestro último ejemplo nos lleva a otro aspecto del conocimiento que determina en gran medida la capacidad de elegir: el conocimiento de las diferentes elecciones que son reales contra las que son imposibles porque no se basan en posibilidades reales.

La posición determinista sostiene que en toda situación de elección no hay más que una sola posibilidad real; el hombre libre, según Hegel, actúa con conocimiento de esa posibilidad única, es decir, de la necesidad: el hombre que no es libre está ciego para ella, y de ahí que esté obligado a obrar de cierta manera sin saber que es el ejecutor de la necesidad, es decir, de la razón. Por otra parte, desde el punto de vista indeterminista hay en el momento de elegir muchas posibilidades y el hombre es libre para elegir entre ellas. Como quiera que sea, con frecuencia hay no simplemente una sola «posibilidad real», sino dos o aún más. No hay nunca facultades discrecionales que permitan al hombre elegir entre un número ilimitado de posibilidades.

¿Qué se entiende por «posibilidad real»? La posibilidad real es la que puede realizarse, teniendo en cuenta la estructura total de fuerzas que actúan en un individuo o en una sociedad. La posibilidad real es lo contrario de la posibilidad ficticia que corrompe los deseos y apetitos del hombre pero que, dadas las circunstancias existentes, no puede realizarse nunca. El hombre es una constelación de fuerzas estructurales de cierto modo averiguable. Este tipo particular de estructura, «el hombre», es influido por numerosos factores: por condiciones ambientales (clase, sociedad, familia) y por condiciones hereditarias y constitutivas; al estudiar las tendencias constitutivamente dadas, ya podemos ver que no son necesariamente «causas» que determinan ciertos «efectos». Una persona con una timidez constitutivamente dada puede convertirse en un individuo supertímido, retraído, pasivo, desalentado, o en un individuo muy intuitivo, por ejemplo, en un poeta de talento, en un psicólogo, un médico. Pero no tiene «posibilidad real» de llegar a ser un «buscavida» insensible y despreocupado. El que siga una u otra dirección depende de otros factores que lo inclinan. El mismo principio puede aplicarse a la persona con un componente sádico constitutivamente dado o adquirido en hora temprana. En este caso, un individuo puede llegar a ser sádico, o, por haber combatido y vencido su sadismo, puede formar un «anticuerpo» mental particularmente fuerte que le hace incapaz de obrar cruelmente, y le hace también muy sensible a toda crueldad por parte de otros o de él mismo; no puede llegar a ser nunca una persona indiferente al sadismo.

Volviendo desde las «posibilidades reales» en el campo de los factores constitutivos a nuestro ejemplo del fumador de cigarrillos, éste se encuentra ante dos posibilidades reales: seguir siendo un fumador en cadena o no volver a fumar ni un solo cigarrillo. Su creencia en que tiene la posibilidad de seguir fumando, pero sólo unos pocos cigarrillos, resulta una ilusión. En nuestro ejemplo de aventura amorosa, el hombre tiene dos posibilidades reales: no salir con la muchacha o tener con ella una aventura amorosa. La posibilidad que él pensaba, de que podría beber un trago con ella y no tener una aventura de amor, era irreal, teniendo en cuenta la constelación de fuerzas en las personalidades de él y de ella.

Hitler tuvo una posibilidad real de ganar la guerra —o por lo menos de no perderla tan desastrosamente— si no hubiera tratado a las poblaciones vencidas con tanta brutalidad y tanta crueldad, si no hubiera sido tan narcisista, que no consintió nunca en una retirada estratégica, etc. Pero fuera de esas alternativas no había posibilidades reales. Esperar, como él esperó, que podía dar salida a su destructividad contra las poblaciones vencidas, y satisfacer su vanidad y presunción no retirándose nunca, y amenazar a todas las otras potencias capitalistas con el alcance de sus ambiciones, y ganar la guerra, todo esto no estaba dentro de la gama de posibilidades reales.

Lo mismo es cierto de nuestra situación actual: hay una fuerte inclinación hacia la guerra, causada por la presencia de armas nucleares en todas las partes y por el miedo y la desconfianza mutuos que eso engendra; hay la idolatría de la soberanía nacional; carencia de objetividad y razón en la política exterior. Por otra parte, hay el deseo, en la mayoría de la población de los dos bloques, de evitar la catástrofe de la destrucción nuclear; hay la voz del resto de la humanidad, que insiste en que las grandes potencias no mezclen a todas las demás en su locura; hay factores sociales y tecnológicos que permiten el uso de soluciones pacíficas, y que abren el camino para un futuro feliz de la especie humana. Aunque tenemos estas dos series de factores influyentes, todavía hay dos posibilidades reales entre las que puede elegir el hombre: la de la paz, poniendo fin a la carrera de armas nucleares y a la guerra fría; y la de la guerra, continuando la política actual. Ambas posibilidades son reales, aun que una tenga mayor peso que la otra. Todavía hay libertad para elegir. Pero no hay posibilidad de que podamos seguir con la carrera de armamentos y con la guerra fría, y con una mentalidad paranoide de odio, y al mismo tiempo evitar la destrucción nuclear.

En octubre de 1962 pareció que ya se había perdido la libertad de decisión, y que la catástrofe sobrevendría contra la voluntad de todo el mundo, salvo quizá la de algunos dementes enamorados de la muerte. En aquella ocasión se salvó la humanidad. Siguió un alivio de la tensión en que fueron posibles negociaciones y compromisos. El tiempo presente probablemente es el último en que la humanidad tendrá libertad de elegir entre la vida o la destrucción. Si no vamos más allá de arreglos superficiales que simbolizan la buena voluntad, pero que no significan la comprensión de las alternativas dadas y sus respectivas consecuencias, se habrá desvanecido nuestra libertad de elección. Si la humanidad se destruye a sí misma, no será por la maldad intrínseca del corazón del hombre; será por su incapacidad para despertar a las alternativas realistas y sus consecuencias, la posibilidad de la libertad está precisamente en reconocer cuáles son las posibilidades reales entre las que podemos elegir, y cuáles son las «posibilidades irreales» que constituyen las ideas-deseos por las que tratamos de ahorrarnos la desagradable tarea de tomar una decisión entre alternativas que son reales pero impopulares (individual o socialmente). Las posibilidades irreales no son, naturalmente, tales posibilidades; son ilusiones. Pero el hecho infortunado es que la mayor parte de nosotros, cuando nos hallamos ante alternativas reales y ante la necesidad de elegir, que requiere comprensión y sacrificios, preferimos pensar que hay otras posibilidades que pueden perseguirse; así nos cegamos para el hecho de que esas posibilidades irreales no existen, y que su persecución es una cortina de humo detrás de la cual toma sus decisiones el destino. Viviendo con la ilusión de que se realizarán posibilidades inexistentes, el hombre se sorprende, se indigna, se ofende, cuando alguien elige por él y tiene lugar la catástrofe no querida. En ese momento cae en la actitud errónea de acusar a otros, de defenderse, y/o de rogar a Dios, cuando, lo único que debiera condenar es su propia falta de valor para hacer frente a la cuestión y su falta de razón para comprenderla.

Concluimos, pues, que las acciones del hombre siempre son causadas por inclinaciones arraigadas en fuerzas (habitualmente inconscientes) que operan en su personalidad. Si esas fuerzas alcanzaron cierta intensidad, pueden ser tan potentes, que no sólo inclinen al hombre, sino que lo determinen, por donde no tendrá libertad de elección. En los casos en que operan eficazmente inclinaciones contradictorias en la personalidad, hay libertad de acción. Esa libertad está limitada por las posibilidades reales existentes. Las posibilidades reales son determinadas por la situación total. La libertad del hombre consiste en que pueda elegir entre las posibilidades (alternativas) reales existentes. La libertad en este sentido puede definirse no como «obrar con desconocimiento de la necesidad», sino como obrar sobre la base del conocimiento de las alternativas y sus consecuencias. Nunca hay indeterminismo; a veces hay determinismo, y a veces alternativismo basado en el fenómeno exclusivamente humano: el conocimiento. Para decirlo de otro modo, todo acontecimiento es causado. Pero en la constelación previa al acontecimiento puede haber motivaciones diferentes que pueden ser la causa del acontecimiento siguiente. Cuál de esas causas posibles llegue a ser causa efectiva, puede depender del conocimiento que tenga el hombre del momento mismo de la decisión. En otras palabras, nada es incausado, pero no todo es determinado (en el sentido «fuerte» de la palabra).

La opinión sobre determinismo, indeterminismo y alternativismo aquí expuesta sigue en lo esencial las ideas de tres pensadores: Spinoza, Marx y Freud. A los tres se les llama con frecuencia «deterministas». Hay buenas razones para hacerlo, y la mejor es que ellos mismos lo dijeron. Spinoza dice:

No hay en el alma libertad absoluta o libre; sino que el alma es determinada a desear esto o aquello por una causa, la cual también fue determinada por una causa, y ésta por otra causa, y así hasta el infinito.[73]

Spinoza explicaba el hecho de que nosotros sintamos subjetivamente como libre nuestra voluntad —lo cual para Kant y para otros muchos filósofos era la verdadera prueba de la libertad de nuestra voluntad— como resultado de un autoengaño: tenemos conciencia de nuestros deseos, pero no tenemos conciencia de los motivos de nuestros deseos. De ahí que creamos en la «libertad» de nuestros deseos. También Freud expresó una posición determinista: la creencia en la libertad psíquica y de elección, dijo, el indeterminismo, «es absolutamente anticientífico… tiene que ceder el camino a los derechos de un determinismo que gobierna hasta la vida mental». También Marx parece ser determinista. Descubrió leyes de la historia que explican los acontecimientos políticos como resultado de la estratificación en clases y la lucha entre éstas, y la lucha como resultado de las fuerzas productoras existentes y su desarrollo. Parece que los tres pensadores niegan la libertad humana y ven en el hombre el instrumento de fuerzas que operan a su espalda, y que no sólo lo inclinan, sino que lo determinan, a obrar como lo hace. En este sentido Marx sería un hegeliano estricto para quien el conocimiento de la necesidad es el máximo de libertad.[74]

Spinoza, Marx y Freud no sólo se expresaron en términos que parecen calificarlos como deterministas; muchos de sus discípulos los han entendido también de este modo. Esto es particularmente cierto para Marx y Freud. Muchos «marxistas» han hablado como si hubiera un curso inalterable de la historia, como que el futuro estuviera determinado por el pasado, como si ciertos acontecimientos tuvieran que ocurrir necesariamente. Muchos discípulos de Freud le han atribuido este mismo punto de vista; sostienen que la psicología de Freud es científica precisamente porque puede predecir efectos de causas anteriores.

Pero esta interpretación de Spinoza, Marx y Freud como deterministas deja fuera por completo el otro aspecto de la filosofía de los tres pensadores. ¿Por qué la obra principal del «determinista» Spinoza es un libro sobre ética? ¿Por qué el principal propósito de Marx era la revolución socialista, y por qué el principal objetivo de Freud fue una terapia que curara de su neurosis a los mentalmente enfermos?

La respuesta a esas preguntas es bastante sencilla. Los tres pensadores vieron el grado en que el hombre y la sociedad son inclinados a obrar de cierta manera, con frecuencia en un grado tal, que la inclinación se convierte en determinación. Pero al mismo tiempo no sólo eran filósofos que querían explicar e interpretar; eran hombres que querían cambiar y transformar. Para Spinoza, la tarea del hombre, su objetivo ético, es precisamente reducir la determinación y alcanzar el óptimo de libertad. El hombre puede hacerlo conociéndose a sí mismo, transformando las pasiones, que lo ciegan y lo encadenan, en acciones («afectos activos») que le permitan obrar de acuerdo con su verdadero interés como ser humano. «Una emoción que es una pasión deja de ser una pasión cuando nos formamos una imagen distinta y clara de ella»[75]. La libertad no es nada que nos sea dado, según Spinoza; es algo que, dentro de ciertos límites, podemos adquirir por conocimiento y por esfuerzo. Tenemos la posibilidad de elegir si tenemos fortaleza y conocimiento. La conquista de la libertad es difícil, y por eso la mayor parte de nosotros no la tenemos. Como dice Spinoza al final de la Ética:

He terminado, pues, todo lo que deseaba exponer acerca del poder del alma sobre las emociones y sobre la libertad del alma. Por donde se manifiesta cuán poderoso es el hombre sabio y cuánto supera al hombre ignorante que es arrastrado sólo por sus deseos. Porque el hombre ignorante no sólo es distraído de diversas maneras por causas externas, sin conseguir nunca la verdadera aquiescencia de su espíritu, sino que además vive, por así decirlo, ignorante de sí mismo y de Dios, y de las cosas, y tan pronto como deja de sufrir [en el sentido de Spinoza, de ser pasivo], deja de ser.

Mientras que el hombre sabio, en cuanto se le considera como tal, apenas si es perturbado en su espíritu, sino que, siendo consciente de sí mismo, y de Dios, y de las cosas, por cierta necesidad eterna, nunca deja de ser, sino que siempre posee la verdadera aquiescencia de su espíritu.

Si el camino que señalé como conducente a este resultado parece extraordinariamente difícil, puede, no obstante, ser descubierto. Necesariamente tiene que ser difícil, ya que tan rara vez es encontrado. ¿Cómo sería posible, si la salvación estuviera lista al alcance de nuestra mano, y pudiera encontrarse sin trabajo, que fuera descuidada por casi todos los hombres? Pero todas las cosas excelentes son tan difíciles como raras.[76]

Spinoza, fundador de la psicología moderna, que ve los factores que determinan al hombre, escribe, sin embargo, una Ética. Quería mostrar cómo puede el hombre pasar del cautiverio a la libertad. Y su concepto de la «ética» es precisamente el de la conquista de la libertad. Esta conquista es posible por la razón, por las ideas adecuadas, por el conocimiento, pero sólo es posible si el hombre hace el esfuerzo con más trabajo que el que la mayor parte de los hombres están dispuestos a hacer.

Si la obra de Spinoza es un tratado encaminado a la «salvación» del individuo (salvación significa conquista de la libertad por el conocimiento y el trabajo), la intención de Marx es también la salvación del individuo. Pero mientras Spinoza trata de la irracionalidad individual, Marx amplía el concepto. Advierte que la irracionalidad del individuo es causada por la irracionalidad de la sociedad en que vive, y que esa irracionalidad es resultado de la falta de plan y de las contradicciones inherentes a la realidad económica y social. El objetivo de Marx, como el de Spinoza, es el hombre libre e independiente, mas para conseguir esa libertad el hombre tiene que conocer las fuerzas que actúan a su espalda y lo determinan. La emancipación es el resultado del conocimiento y del esfuerzo. Más específicamente, Marx, que creía que la clase trabajadora era el agente histórico para la liberación humana universal, creyó que la conciencia de clase y la lucha de clases eran las condiciones necesarias para la emancipación del hombre. Como Spinoza, Marx es un determinista en el sentido de que dice: si seguís ciegos y no hacéis los mayores esfuerzos, perderéis la libertad. Pero él, como Spinoza, no es sólo un hombre que quiere interpretar; es un hombre que quiere modificar, por donde toda su obra es el intento de enseñar al hombre cómo llegar a ser libre por el conocimiento y el esfuerzo. Marx nunca dijo, como se supone con frecuencia, que predecía acontecimientos históricos que necesariamente ocurrirían. Fue siempre un alternativista. El hombre puede romper las cadenas de la necesidad «si conoce» las fuerzas que operan a su espalda, «si» hace el enorme esfuerzo para conquistar la libertad. Fue Rosa Luxemburg, una de las más grandes intérpretes de Marx, quien formuló este alternativismo así: en este siglo el hombre tiene la alternativa de elegir «entre socialismo y barbarie».

Freud, determinista, fue también un hombre que quiso transformar: quiso cambiar la neurosis en salud, sustituir el predominio del Ego por el del Id. ¿Qué otra cosa es la neurosis —de cualquier tipo— sino la pérdida por el hombre de la libertad para obrar racionalmente? ¿Qué otra cosa es la salud mental sino la capacidad del hombre para obrar de acuerdo con su verdadero interés? Freud, como Spinoza y Marx, vio hasta qué punto está determinado el hombre. Pero Freud reconoció también que el impulso a obrar de ciertos modos irracionales y, en consecuencia, destructores, puede modificarse mediante el conocimiento de sí mismo y el esfuerzo. De ahí que su obra sea un intento para inventar un método de curar la neurosis por el conocimiento de sí mismo, y el lema de su terapia es: «La verdad te hará libre».

Son comunes a los tres pensadores varios conceptos fundamentales:

  1. Las acciones del hombre están determinadas por causas anteriores, pero puede librarse del poder de esas causas mediante el conocimiento y el esfuerzo.
  2. No pueden separarse teoría y práctica. Para alcanzar la «salvación», o la libertad, hay que saber, hay que poseer la «teoría» verdadera. Pero no puede saberse si no se actúa y se lucha.[77] El gran descubrimiento de los tres pensadores fue precisamente que teoría y práctica, interpretación y cambio, son inseparables.
  3. Aunque fueron deterministas en el sentido de que el hombre puede perder la batalla por la independencia y la libertad, fueron esencialmente alternativistas: enseñaron que el hombre puede elegir entre ciertas posibilidades averiguables, y que depende de él cuál de esas alternativas tendrá lugar; depende de él mientras no haya perdido aún su libertad.

Así, Spinoza no creía que todos los hombres lograsen la salvación, Marx no creía que tenía que ganar el socialismo, ni creyó Freud que toda neurosis pudiera curarse con su método. En realidad, los tres fueron escépticos y, simultáneamente, hombres de fe profunda. Para ellos la libertad era algo más que obrar con conocimiento de la necesidad; la gran oportunidad del hombre era elegir lo bueno en contra de lo malo; era la oportunidad de elegir posibilidades reales a base de conocimiento y esfuerzo. Su posición no fue ni determinista ni indeterminista; fue una posición de humanismo realista y crítico.[78]

Ésta es también la posición fundamental del budismo. El Buda conocía la causa del sufrimiento humano: el deseo. Pone al hombre ante la elección entre la alternativa de conservar el deseo, el sufrimiento, y de seguir encadenado a la rueda de las reencarnaciones, o de renunciar al deseo poniendo así fin al sufrimiento y las reencarnaciones. El hombre puede elegir entre esas dos posibilidades reales: no dispone de más posibilidades.

Hemos examinado el corazón del hombre, su inclinación para el bien y para el mal. ¿Hemos llegado a un terreno más sólido que el que pisábamos cuando planteamos algunas cuestiones en el primer capítulo de este libro?

Es posible; por lo menos quizá merezca la pena compendiar los resultados de nuestra pesquisa.

La maldad es un fenómeno específicamente humano. Es el intento de regresar al estado prehumano y a eliminar lo que es específicamente humano: razón, amor, libertad. Pero la maldad no sólo es humana, sino trágica. Aun cuando el hombre regrese a las formas más arcaicas de experiencia, nunca puede dejar de ser humano; de ahí que no pueda nunca sentirse satisfecho con la maldad como solución. El animal no puede ser malo; sus actos están de acuerdo con sus tendencias intrínsecas que sirven esencialmente a su interés por sobrevivir. La maldad es el intento de trascender la esfera de lo humano a la esfera de lo inhumano, pero es profundamente humana porque el hombre no puede convertirse en un animal, como tampoco puede convertirse en «Dios». El mal es la pérdida que de si mismo sufre el hombre en el intento de escapar a la carga de su humanidad. Y el potencial para el mal es el mayor, con mucho, porque el hombre está dotado de una imaginación que le permite imaginar todas las posibilidades para el mal y, en consecuencia, para desear y obrar según ellas, para alimentar su imaginación mala.[79] Las ideas del bien y del mal expuestas aquí corresponden en lo esencial a las expuestas por Spinoza.

En lo que sigue, pues —dice Spinoza—, entenderé por «bueno» aquello que sabemos con seguridad que es un medio para acercarse más al tipo de naturaleza humana que hemos puesto ante nosotros [modelo de naturaleza humana, como también lo llama Spinoza]; por «malo» aquello que sabemos con seguridad que es un obstáculo para que nos acerquemos a dicho tipo.[80]

Lógicamente, para Spinoza, «un caballo quedaría tan totalmente destruido al ser transformado en hombre como al ser transformado en un insecto»[81]. El bien consiste en transformar nuestra existencia en una aproximación cada vez mayor a nuestra esencia; el mal, en una separación cada vez mayor entre existencia y esencia.

Los grados de maldad son al mismo tiempo los grados de regresión. El mayor mal son las tendencias más directamente dirigidas contra la vida; el amor a la muerte, el impulso incestuoso-simbiótico para regresar al seno materno, al suelo, a lo inorgánico; la autoinmolación narcisista que hace al hombre enemigo de la vida, precisamente porque no puede dejar la prisión de su propio ego. Vivir de ese modo es vivir en el «infierno».

Hay males menores, de acuerdo con el grado menor de regresión. Hay falta de amor, falta de razón, falta de interés, falta de valor.

El hombre es inclinado a regresar y a seguir adelante; esto es otro modo de decir que es inclinado al bien y al mal. Si entre ambas inclinaciones hay aún algún equilibrio, el hombre es libre para elegir, siempre que pueda hacer uso del conocimiento y sea capaz de esfuerzo. Es libre para elegir entre alternativas que en sí mismas están determinadas por la situación total en que él se encuentra. Pero si su corazón se ha endurecido en tal grado que ya no hay equilibrio entre las inclinaciones, ya no es libre para elegir. En la cadena de acontecimientos que llevan a la pérdida de la libertad, la última decisión suele ser una decisión en la que el hombre no puede elegir ya libremente; en la primera decisión puede ser libre para elegir lo que conduce al bien, siempre que conozca la importancia de su primera decisión.

El hombre es responsable en la medida en que es libre para elegir sus propios actos. Pero la responsabilidad no es otra cosa que un postulado ético, y con frecuencia una racionalización, por parte de las autoridades, del deseo de castigarlo. Precisamente porque el mal es humano, porque es el potencial de regresión y la pérdida de nuestra humanidad, está dentro de cada uno de nosotros. Cuanto más conscientes somos de esto, menos nos instituiremos en jueces de otros.

El corazón del hombre puede endurecerse; puede hacerse inhumano, pero nunca dejar de ser humano. Siempre sigue siendo un corazón de hombre. Todos estamos determinados por el hecho de que hemos nacido humanos, y, en consecuencia, por la tarea interminable de tener que elegir constantemente. Tenemos que elegir los medios juntamente con los fines. No debemos confiar en que nadie nos salve, sino conocer bien el hecho de que las elecciones erróneas nos hacen incapaces de salvarnos.

En realidad, debemos de adquirir conocimiento para elegir el bien, pero ningún conocimiento nos ayudará si hemos perdido la capacidad de conmovernos, con la desgracia de otro ser humano, con la mirada amistosa de otra persona, con el canto de un pájaro, con el verdor del césped. Si el hombre se hace indiferente a la vida, no hay ya ninguna esperanza de que pueda elegir el bien. Entonces, ciertamente, su corazón se habrá endurecido tanto, que su «vida» habrá terminado. Si ocurriera esto a toda la especie humana, la vida de la humanidad se habría extinguido en el momento mismo en que más prometía.