5. VÍNCULOS INCESTUOSOS

EN LOS CAPÍTULOS ANTERIORES tratamos de dos orientaciones —necrofilia y narcisismo— que en sus formas extremas operan contra la vida y el crecimiento y a favor del antagonismo, la destrucción y la muerte. En este capítulo trataré de una tercera orientación, la simbiosis incestuosa, que en su forma maligna conduce a resultados análogos a los de las dos orientaciones antes estudiadas.

Partiré de nuevo de un concepto central de la teoría de Freud, el de la fijación incestuosa en la madre. Freud creía que este concepto era una de las piedras angulares de su edificio científico, y yo creo que su descubrimiento de la fijación en la madre es, realmente, uno de los descubrimientos de mayor alcance en la ciencia del hombre. Pero en este campo, como en los estudiados anteriormente, Freud limitó su descubrimiento y sus consecuencias por verse obligado a expresarlo de acuerdo con su teoría de la libido.

Lo que Freud observó fue la extraordinaria energía inherente a la adhesión del niño a la madre, adhesión que raramente es vencida del todo por el individuo ordinario. Freud observó el empeoramiento que a consecuencia de ello sufre la capacidad del individuo para relacionarse con mujeres, el hecho de que su independencia se debilita, y que el conflicto entre sus objetivos conscientes y la adhesión incestuosa reprimida puede conducir a diferentes conflictos y síntomas neuróticos. Freud creía que la fuerza que está detrás de la adhesión a la madre era, en el caso del niño pequeño, la fuerza de la libido genital, que le hace desear sexualmente a su madre y odiar al padre como un rival sexual. Mas, como este rival tiene más fuerza, el niño reprime sus deseos incestuosos y se identifica con las órdenes y las prohibiciones del padre. Pero, inconscientemente, sus deseos incestuosos reprimidos persisten, aunque sólo en los casos más patológicos con gran intensidad.

Por lo que concierne a la niña pequeña, Freud admitía en 1931 que anteriormente había subestimado la duración de su adhesión a la madre. A veces

… abarcaba el periodo más largo con mucho de la primera eflorescencia sexual… Estos hechos demuestran que la fase preedípica es más importante en las mujeres de lo que hemos supuesto hasta ahora.

Freud continúa: «Parece que tendremos que limitar la universalidad del aforismo de que el complejo de Edipo es el núcleo de la neurosis». Pero añade que si alguien siente repugnancia a admitir esta corrección, no necesita admitirla, porque o bien pueden «ampliarse los contenidos del complejo de Edipo hasta abarcar todas las relaciones del niño con ambos padres», o podría decir que

… las mujeres llegan a la situación normal de Edipo sólo después de haber pasado una primera fase dominada por el complejo negativo… Nuestro conocimiento de esta fase preedípica en el desarrollo de las niñas pequeñas —concluye Freud— fue para nosotros una sorpresa, comparable en otro campo con los efectos del descubrimiento de la civilización minoico-micénica detrás de la de Grecia.[49]

En esta última frase reconoció Freud, más implícita que explícitamente, que la adhesión a la madre es común a los dos sexos como primera fase de desarrollo y que puede compararse con los rasgos matriarcales de la cultura prehelénica. Pero no llevó hasta el fin esta idea. En primer lugar, llegó un tanto paradójicamente a la conclusión de que la fase de adhesión edípica a la madre, que puede llamarse fase pre-Edipo, es mucho más importante en las mujeres de lo que pueda pretenderse que es en los hombres.[50] En segundo lugar, interpreta esta fase pre-Edipo de la niña pequeña sólo de acuerdo con la teoría de la libido. Casi llega a trascenderla cuando observa que la queja de muchas mujeres de no haber lactado bastante tiempo lo deja en duda de «si se analizase a niños que hubieran sido amamantados durante tanto tiempo como en las razas primitivas, no se encontraría la misma queja». Pero toda su contestación es: «Tan grande es la avidez de la libido infantil»[51] [52].

Esta adhesión preedípica de los niños y las niñas a sus madres, que es cualitativamente diferente de la adhesión edípica de los niños a la madre, según mi experiencia es con mucho el fenómeno más importante, en comparación con el cual los deseos incestuosos genitales del niño pequeño son absolutamente secundarios. Encuentro que la adhesión pre-Edipo del niño o de la niña a la madre es uno de los fenómenos centrales en el proceso evolutivo y una de las principales causas de neurosis o psicosis. Más bien que considerarlo una manifestación de la libido, yo preferiría describir su cualidad, que, usemos o no la palabra libido, es algo completamente diferente de los deseos genitales del niño. Esta tendencia «incestuosa», en el sentido pregenital, es una de las pasiones más fundamentales en hombres y mujeres, y comprende el deseo de protección del ser humano, la satisfacción de su narcisismo, su anhelo de verse libre de los riesgos de la responsabilidad, de la libertad, del conocimiento, su anhelo de amor incondicional, que se ofrece sin esperar nada de su respuesta amorosa. Es verdad que esas necesidades existen normalmente en el niño, y la madre es la persona que las satisface. El niño no podría vivir si no fuera así; es un desvalido, no puede vivir por sus propios recursos, necesita amor y cuidados que no dependen de sus méritos. Si no es la madre quien desempeña esa función, es otra «persona maternizante», como la llamó H. S. Sullivan, quien puede emprender la función de madre; quizá una abuela o una tía.

Pero el hecho más notorio —que el niño necesita una persona maternizante— relegó a la oscuridad otro hecho, y es que no sólo el niño es un desvalido y ansia seguridad; el adulto es en muchos aspectos no menos desvalido. Puede, ciertamente, trabajar y realizar las tareas que le asigna la sociedad; pero también es más consciente que el niño de los peligros y riesgos de la vida; conoce fuerzas naturales y sociales que no puede controlar, accidentes que no puede prever, la enfermedad y la muerte que no puede eludir. ¿Qué podría ser más natural, en tales circunstancias, que el frenético anhelo del hombre por una fuerza que le dé seguridad, protección y amor? Este deseo es no sólo una «repetición» de su anhelo por la madre; se produce porque siguen existiendo, aunque en un plano diferente, las mismas condiciones que hacen que el niño anhele el amor de la madre. Si los seres humanos —hombres y mujeres— pudieran encontrar una «Madre» para el resto de sus vidas, la vida se libraría de sus riesgos y de su tragedia. ¿Podemos sorprendernos de que el hombre sea impulsado tan implacablemente a buscar esa fata morgana?

Pero el hombre también sabe más o menos claramente que no puede recuperarse el paraíso perdido, que está condenado a vivir con inseguridad y riesgos, que tiene que atenerse a sus propios esfuerzos, y que sólo el pleno desarrollo de sus facultades puede darle un mínimo de fuerza y de intrepidez. Así, se ve escindido entre dos tendencias desde el momento mismo de nacer: una, para salir a la luz, y otra, para volver al seno materno; una para la aventura y otra para la seguridad; una para el riesgo de la independencia y otra para la protección de la dependencia.

Genéticamente, la madre es la primera personificación de la fuerza que protege y garantiza la seguridad. Pero de ningún modo es la única. Más tarde, cuando el niño ha crecido, la madre como persona es remplazada o complementada por la familia o el clan, por todos los que pertenecen a la misma sangre y nacieron sobre el mismo suelo. Después, cuando aumenta el tamaño del grupo, se convierten en «madres», en dispensadores de protección y amor, la raza y la nación, la religión o los partidos políticos. En personas más arcaicamente orientadas, se convierten en los grandes representantes de la «madre» la naturaleza misma, la tierra y el mar. La transferencia de la función materna de la madre real a la familia, el clan, la nación y la raza, tiene la misma ventaja que ya señalamos respecto de la transformación del narcisismo personal en narcisismo de grupo. En primer lugar, lo más probable es que las madres mueran antes que sus hijos, de ahí la necesidad de una figura que sea inmortal. Además, la adhesión a una madre personal deja al hijo solo y aislado de los que tienen madres diferentes. Pero si todo el clan, la nación, la raza, la religión, o Dios, pueden convertirse en una «madre» común, el culto de la madre trasciende al individuo y lo une a todos los que adoran el mismo ídolo madre; entonces nadie necesita molestarse en idolatrar a la madre; las loas a la «madre» común del grupo unirán todos los espíritus y eliminarán todos los celos. Los numerosos cultos a la Gran Madre, el culto a la Virgen, el culto del nacionalismo y del patriotismo, todos atestiguan la intensidad de esta adoración. Puede establecerse empíricamente el hecho de que hay una estrecha correlación entre personas con una fuerte fijación en la madre y las unidas por vínculos excepcionalmente fuertes con la nación, la raza, el suelo y la sangre.[53]

Es necesario añadir aquí unas palabras acerca del papel del factor sexual en el vínculo con la madre. Para Freud el factor sexual era el elemento decisivo en la atracción de la madre sobre el niño pequeño.

Freud llegó a este resultado combinando dos hechos: la atracción de la madre sobre el niño y la existencia en éste del impulso genital en edad muy temprana. Freud explicaba el primer hecho por el segundo. Es indudable que en muchos casos el niño pequeño siente deseos sexuales por la madre y la niña pequeña por el padre; pero completamente aparte del hecho (que Freud vio al principio y después negó, y que fue admitido de nuevo por Ferenczi) de que la influencia seductora de los padres es causa muy importante de las tendencias incestuosas, las tendencias sexuales no son la causa de la fijación en la madre, sino su consecuencia. Además, en los deseos sexuales incestuosos que se encuentran en los sueños de adultos, puede demostrarse que el deseo sexual es con frecuencia una defensa contra una regresión más profunda; afirmando su sexualidad masculina, el individuo se defiende contra su deseo de volver al pecho o al seno materno.

Otro aspecto del mismo problema es la fijación incestuosa de las hijas en las madres. Mientras que en el niño la fijación en la «madre», en el sentido amplio empleado aquí, coincide con cualesquiera elementos sexuales que puedan entrar en la relación, en las niñas no es así. Su impulso sexual se dirigirá al padre, mientras que la fijación incestuosa, en nuestro sentido, se dirigirá a la madre. Esta escisión misma hace ver claramente que pueden existir los más profundos vínculos incestuosos con la madre sin ninguna huella de estímulo sexual. Hay un gran acopio de experiencias clínicas con mujeres que tienen con la madre un vínculo incestuoso tan intenso como el que puede encontrarse en la persona de sexo masculino.

El vínculo incestuoso con la madre implica con mucha frecuencia no sólo el anhelo de amor y protección de la madre, sino también miedo a ella. Este miedo es ante todo consecuencia de la dependencia que debilita el sentido de fuerza y de independencia de la persona; puede ser también miedo a las tendencias que encontramos en el caso de una regresión profunda: la de volver a ser amamantado o la de regresar al seno materno. Esas tendencias convierten a la madre en un caníbal peligroso, o en un monstruo que todo lo destruye. Pero hay que añadir que con mucha frecuencia esos temores no son primordialmente consecuencia de las fantasías regresivas de un individuo, sino que las causa el hecho de que la madre sea en realidad una persona canibalesca, vampiresca o necrófila. Si un hijo o una hija de una mujer así crece sin romper los vínculos con ella, el hijo o la hija no pueden escapar a sufrir un miedo intenso de ser comidos o destruidos por ella. El único recurso que en esos casos quizá cure los temores que pueden llevar a una persona al borde de la locura, es la capacidad para romper el vínculo con la madre. Pero el miedo que es engendrado en esa relación es al mismo tiempo la razón por la cual le es tan difícil al individuo cortar el cordón umbilical. En la medida en que una persona está prendida en esa dependencia, se debilitan su independencia, su libertad y su responsabilidad.[54]

Hasta ahora procuré dar un cuadro general del carácter de la dependencia y el miedo irracionales de la madre en cuanto diferentes de los vínculos sexuales en que vio Freud el núcleo de las tendencias incestuosas. Pero hay otro aspecto del problema, como en los demás fenómenos que hemos estudiado hasta ahora, a saber, el grado de regresión en el complejo incestuoso. También aquí podemos distinguir entre formas muy benignas de «fijación en la madre», formas que son tan verdaderamente benignas, que apenas pueden considerarse patológicas, y formas malignas de fijación incestuosa que yo llamo «simbiosis incestuosa».

En el nivel benigno encontramos una forma de fijación en la madre que es bastante frecuente. Estos individuos necesitan una mujer que los consuele, que los ame, que los admire; quieren ser mimados, alimentados, cuidados. Si no obtienen este tipo de amor tienden a sentirse ligeramente angustiados y deprimidos. Cuando esta fijación en la madre es de ligera intensidad, no dañará la potencia sexual o afectiva del individuo, ni su independencia e integridad. Hasta puede sospecharse que en la mayor parte de los hombres queda algo de esta fijación y el deseo de encontrar algo de la madre en una mujer. Pero si la intensidad de este vínculo es grande, suelen encontrarse ciertos conflictos y síntomas de carácter sexual o emocional.

Hay un segundo nivel de fijación incestuosa mucho más grave y neurótica. (Al hablar aquí de diferentes niveles, no hago otra cosa que elegir una forma de descripción cómoda para el propósito de una exposición breve; en realidad no hay tres niveles distintos; hay un continuo que se extiende desde las formas más inofensivas hasta las más malignas de fijación incestuosa. Los niveles que describo aquí son momentos típicos de ese continuo; en un estudio más plenamente desarrollado de este tema, cada nivel podría dividirse en varios «subniveles» por lo menos). En este nivel de fijación en la madre el individuo no desarrolló su independencia. En sus formas menos graves es una fijación que siempre hace necesario tener a mano una figura maternizante, que espera, que formula pocas exigencias o quizá ninguna, una persona con la cual puede contarse incondicionalmente. En sus manifestaciones más graves, podemos encontrar un individuo que, por ejemplo, elige una esposa que es una austera figura materna; se siente como un prisionero que no tiene derecho a hacer nada que no sea en servicio de la esposa-madre, que está constantemente temeroso de ella, por miedo a que se encolerice. Probablemente se rebelará inconscientemente, después se sentirá culpable y se someterá del modo más obediente. La rebelión puede manifestarse en infidelidad sexual, en estados de ánimo depresivos, en explosiones súbitas de cólera, en síntomas psicosomáticos o en un obstruccionismo general. Este individuo también puede sufrir graves dudas en cuanto a su virilidad, o perturbaciones sexuales tales como impotencia y homosexualidad.

Diferente de este cuadro en que predomina angustia y rebelión, es otro en que la fijación en la madre se mezcla con una actitud seductora masculino-narcisista. Con frecuencia, estos individuos sintieron en edad temprana que la madre los prefería al padre, que la madre los admiraba, mientras que despreciaba al padre. Desarrollan un fuerte narcisismo que les hace sentirse mejores que el padre, o más bien, mejores que cualquier otro hombre. Esta convicción narcisista es causa de que encuentren innecesario hacer gran cosa, o quizá nada, para demostrar su grandeza. Su grandeza se erige sobre el vínculo con la madre. En consecuencia, para estos individuos todo su sentido del propio valer está enlazado con las relaciones con las mujeres que lo admiran incondicionalmente y sin límites. Su mayor miedo es no conseguir la admiración de una mujer a quien han elegido, ya que ese fracaso amenazaría la base de su autovaloración narcisista. Pero aunque tienen miedo a las mujeres, su miedo es menos manifiesto que en el caso anterior, porque el cuadro está dominado por su actitud narcisista-seductora que da la impresión de cálida virilidad. Pero en éste, como en cualquier otro tipo de fijación intensa en la madre, es un crimen sentir amor, interés o lealtad hacia alguien, ya sea hombre o mujer, excepto la figura madre. No hay que interesarse por nadie ni por nada, incluido el trabajo, porque la madre exige una lealtad absoluta. Muchas veces a estos individuos les remuerde la conciencia si sienten por algo aun el interés más inofensivo, o se consideran el tipo de «traidor» que no puede ser leal para nadie porque no puede ser desleal para la madre.

He aquí algunos sueños característicos de la fijación en la madre: 1.Un individuo sueña que está solo en la playa. Llega una mujer madura y le sonríe. Le hace seña de que puede beber de su pecho.

Un individuo sueña que lo agarra una mujer forzuda, lo levanta sobre un profundo abismo, lo suelta, y que muere al caer.

Una mujer sueña que se encuentra con un hombre. En aquel momento aparece una bruja y ella experimenta un miedo profundo. El hombre coge una pistola y mata a la bruja. Ella (la que sueña) huye, temerosa de ser descubierta, y hace señas al hombre de que la siga.

Apenas si necesitan explicación estos sueños. En el primero, el elemento principal es el deseo de ser lactado por la madre; en el segundo, el miedo a ser destruido por una madre todopoderosa; en el tercero, la mujer sueña que su madre (la bruja) la destruirá si se enamora de un hombre, y sólo la muerte de la madre puede liberarla.

¿Pero qué ocurre con la fijación en el padre? En realidad, es indudable que esta fijación existe entre hombres y entre mujeres; en este último caso se mezcla a veces con deseos sexuales. Más parece que la fijación en el padre no alcanza nunca la profundidad de la fijación en la madre, la familia, la sangre o la tierra. Aunque, desde luego, en algún caso particular el padre mismo puede ser la figura maternizante, normalmente su función es diferente de la de la madre. Es ella quien en los primeros años de la vida cuida al niño y le da la sensación de estar protegido, que forma parte del eterno deseo de la persona fijada en la madre. La vida del niño depende de la madre, de ahí que ella pueda dar y quitar vida. La figura madre es al mismo tiempo la de la dispensadora de vida y la de la destructora de vida, la amada y la temida.[55] Por otra parte, la función del padre es diferente. Representa él la ley y el orden, las reglas y las obligaciones sociales establecidas por el hombre, y es él quien castiga o premia. Su amor es condicional, y puede ganarse haciendo lo que se exige. Por esta razón, la persona vinculada al padre puede esperar ganarse más fácilmente su amor si hace su voluntad; pero el sentimiento eufórico de amor completo e incondicional, de seguridad y protección, rara vez está presente en la experiencia de la persona vinculada al padre.[56] También encontramos rara vez en la persona centrada en el padre la profundidad de regresión que vamos a describir ahora en relación con la fijación en la madre.

El nivel más profundo de la fijación en la madre es el de la «simbiosis incestuosa». ¿Qué se entiende por «simbiosis»? Hay diferentes grados de simbiosis, pero todos tienen en común un elemento: la persona simbióticamente adherida forma parte de la persona «huésped» a quien está adherida. No puede vivir sin esa persona, y si es amenazada la relación, se siente extremadamente angustiada y temerosa. (En pacientes que están cerca de la esquizofrenia la separación puede conducir a un súbito ataque esquizofrénico). Cuando digo que no puede vivir sin esa persona no quiero decir que haya de estar siempre necesariamente unida a la persona huésped; puede verlo o verla sólo de tarde en tarde, o hasta puede estar muerta dicha persona (en este caso la simbiosis puede tomar la forma de lo que en algunas culturas constituye una institución denominada «culto de los antepasados»); el vínculo es esencialmente un vínculo de sentimiento y fantasía. Para la persona simbióticamente adherida es muy difícil, si no imposible, sentir una clara delimitación entre ella y la persona huésped. Se siente una con la otra, una parte de ésta, mezclada con ella. Cuanto más extrema es la forma de la simbiosis, menos posible es una clara percepción de la separación de las dos personas. Esta falta de separación explica también por qué en los casos más graves sería erróneo hablar de «dependencia» de la persona simbióticamente adherida respecto de su huésped. «Dependencia» presupone la clara distinción entre des personas, una de las cuales depende de la otra. En el caso de una relación simbiótica, la persona simbióticamente adherida puede sentirse unas veces superior, otras veces inferior y otras veces igual a la persona huésped, pero siempre son inseparables. En realidad, esta unidad simbiótica tiene el mejor ejemplo en la unidad de la madre con el feto. Feto y madre son dos, y sin embargo son uno.[57] Sucede también, y no demasiado raramente, que las dos personas afectadas están simbióticamente adheridas la una a la otra, recíprocamente. En este caso se trata de una folie á deux, que hace a las dos ignorantes de su folie porque el sistema que comparten constituye la realidad para ellas. En las formas extremadamente regresivas de simbiosis el deseo inconsciente es en realidad el de volver al seno materno. Este deseo se expresa con frecuencia en forma simbólica como deseo (o temor) de hundirse en el océano, o el temor de ser tragado por la tierra; es un deseo de perder por completo la personalidad propia, de hacerse uno de nuevo con la naturaleza. De ahí se sigue que este profundo deseo regresivo choca con el deseo de vivir. Estar en el seno materno es estar alejado de la vida.

Lo que he venido tratando de decir es que el vínculo con la madre, tanto el deseo de su amor como el miedo a su capacidad destructora, es mucho más fuerte y más elemental que el «vínculo de Edipo» de Freud, que creía basado en deseos sexuales. Pero hay un problema que estriba en la discrepancia entre nuestra percepción consciente y la realidad inconsciente. Si un individuo recuerda o se imagina deseos sexuales hacia su madre, se encuentra con la dificultad de la resistencia, pero como la naturaleza del deseo sexual le es conocida, es sólo el objeto de su desee lo que no quiere conocer su conciencia. Cosa totalmente distinta pasa con la fijación simbiótica que estamos estudiando aquí, el deseo de ser amado como un niño, de perder toda la independencia propia, de volver a ser un lactante, o hasta de estar en el seno materno; todos éstos son deseos que no están comprendidos en las palabras «amor», «dependencia» o ni siquiera «fijación sexual». Todas estas palabras son pálidas en comparación con el poder de la experiencia que está detrás de ellas. Lo mismo puede decirse del «miedo a la madre». Todos sabemos lo que significa tener miedo a una persona. Puede reñirnos, humillarnos, castigarnos. Todos hemos pasado por esta experiencia y le hicimos frente con más o menos valor. ¿Pero sabemos lo que sentiríamos si se nos empujase dentro de una jaula donde nos esperase un león, o si nos arrojasen a un foso lleno de serpientes? ¿Podemos expresar el terror que nos invadiría viéndonos condenados a una impotencia temblorosa? Pues es precisamente este tipo de experiencia lo que constituye el «miedo» a la madre. Las palabras que empleamos aquí hacen difícil llegar a la experiencia inconsciente, y de ahí que la gente hable con frecuencia de su dependencia o de su miedo sin saber realmente de qué habla. El lenguaje adecuado para describir la experiencia real es el de los sueños o los símbolos de la mitología y la religión. Si sueño que me hundo en el océano (acompañado por un sentimiento mezclado de miedo y de felicidad), o si sueño que estoy tratando de escapar de un león que está a punto de tragarme, entonces sueño realmente en un lenguaje que corresponde a lo que verdaderamente experimento. Nuestro lenguaje cotidiano corresponde, naturalmente, a las experiencias que nos permitimos conocer. Si queremos penetrar en nuestra realidad interior debemos tratar de olvidar el lenguaje habitual y pensar en el lenguaje olvidado del simbolismo.

La patología de la fijación incestuosa depende, evidentemente, del nivel de regresión. En los casos más benignos apenas si se puede hablar de patología, salvo, quizá, una dependencia ligeramente excesiva de las mujeres y miedo a las mismas. Cuanto más profundo es el nivel de regresión mayor es la intensidad de la dependencia y del miedo. En el nivel más arcaico, la dependencia y el miedo han llegado a un grado que se opone a una vida sensata. Hay otros factores patológicos que dependen también de la profundidad de la regresión. La orientación incestuosa, lo mismo que el narcisismo, choca con la razón y la objetividad. Si no corto el cordón umbilical, si insisto en adorar el ídolo de seguridad y protección, el ídolo se hace sagrado. No debe ser criticado. Si la «madre» no puede equivocarse, ¿cómo puedo juzgar a alguien objetivamente si está en pugna con la «madre» o es desaprobado por ella? Esta forma de deterioración del juicio es mucho menos manifiesta cuando el objeto de la fijación no es la madre, sino la familia, la nación o la raza. Como se supone que estas fijaciones son virtudes, una fijación nacional o religiosa intensa conduce fácilmente a juicios tendenciosos o falseados que se toman por verdades porque los comparten todos los demás que participan en la misma fijación.

Después del falseamiento de la razón, el segundo rasgo patológico más importante de la fijación incestuosa es el no sentir a otro ser como plenamente humano. Sólo se sienten como humanos los que comparten la misma sangre o el mismo suelo. El «extraño» es un bárbaro. En consecuencia, yo sigo siendo también un «extraño» para mí mismo, ya que no puedo sentir la humanidad fuera de la forma mutilada en que la comparte el grupo unido por la sangre común. La fijación incestuosa estropea o destruye —según el grado de regresión— la capacidad de amar.

El tercer síntoma patológico de fijación incestuosa es el antagonismo con la independencia y la integridad. La persona vinculada a la madre y a la tribu no es libre de ser ella misma, de tener una convicción propia, de entregarse a algo. No puede abrirse al mundo, ni puede admitirlo; está siempre en la cárcel de la fijación materna, racial, nacional o religiosa. El hombre sólo nace plenamente y es, en consecuencia, libre para avanzar y ser él mismo, en el grado en que se libera de todas las formas de fijación incestuosa.

La fijación incestuosa no suele ser reconocida como tal, o es racionalizada de manera que se la hace parecer razonable. El individuo fuertemente vinculado a su madre puede racionalizar su vínculo incestuoso de diversas maneras: es mi deber servirla, o ella hizo mucho por mí y le debo la vida, o ha sufrido tanto, o es tan maravillosa. Si el objeto de la fijación no es la madre individual, sino la nación, las racionalizaciones son análogas. En el centro de ellas está el concepto de que uno lo debe todo a la nación, o que la nación es tan extraordinaria o tan maravillosa…

En suma: La tendencia a seguir vinculado a la persona maternizante y sus equivalentes —la sangre, la familia, la tribu— es inherente a todos los hombres y mujeres. Está constantemente en pugna con la tendencia opuesta —nacer, progresar, crecer—. En el caso de un desarrollo normal, vence la tendencia al crecimiento; en un caso patológico grave, vence la tendencia regresiva a la unión simbiótica y da por resultado la incapacitación más o menos total del individuo. El concepto de Freud de que en todos los niños se encuentran tendencias incestuosas es perfectamente correcto. Pero la importancia de este concepto trasciende el supuesto del mismo Freud. Los deseos incestuosos no son primordialmente el resultado de deseos sexuales, sino que constituyen una de las tendencias más fundamentales del hombre: el deseo a seguir vinculado a aquello de donde procede, el miedo a ser libre, y el miedo a ser destruido por la misma figura respecto de la cual se hizo impotente renunciando a toda independencia.

Ahora estamos en situación de comparar las tres tendencias de que trató este libro en sus relaciones recíprocas. En sus manifestaciones menos severas, la necrofilia, el narcisismo y la fijación incestuosa son completamente diferentes entre sí, y con frecuencia puede una persona tener una de esas orientaciones sin participar en las otras. Además, en sus formas no malignas ninguna de esas orientaciones causa grave incapacitación de la razón y del amor, ni crea una tendencia destructora intensa. (Como ejemplo de esto me gustaría mencionar la persona de Franklin D. Roosevelt. Tenía una moderada fijación en la madre, era moderadamente narcisista y fuertemente biófilo. Hitler, por el contrario, era un individuo casi totalmente necrófilo, narcisista e incestuoso). Pero cuanto más malignas son las tres orientaciones, más convergen. Ante todo, hay una estrecha afinidad entre la fijación incestuosa y el narcisismo. En la medida en que el individuo no se ha desprendido plenamente del vientre o del pecho de la madre, no es libre para relacionarse con otros ni para amarlos. Él y su madre (como uno solo) son el objeto de su narcisismo. Puede verse esto con suma claridad cuando el narcisismo personal se ha transformado en narcisismo de grupo. Entonces encontramos muy claramente fijación incestuosa mezclada con narcisismo. Esta mezcla particular es lo que explica el poder y la irracionalidad de todo fanatismo nacional, racial, religioso y político.

En las formas más arcaicas de simbiosis incestuosa y de narcisismo, se les une la necrofilia. El anhelo de volver al seno materno y al pasado es al mismo tiempo el anhelo de muerte y destrucción. Si se combinan formas extremas de necrofilia, narcisismo y simbiosis incestuosa, podemos hablar de un síndrome que yo propongo que se denomine «síndrome de decadencia». La persona que sufre este síndrome es mala, ciertamente, ya que traiciona a la vida y el crecimiento y es devota de la muerte y la invalidez. El ejemplo mejor documentado de un individuo afectado de este «síndrome de decadencia» es Hitler. Era, como dije más arriba, profundamente atraído por la muerte y la destrucción; era un individuo extremadamente narcisista para quien la única realidad eran sus deseos e ideas. Finalmente, era un individuo extremadamente incestuoso. Cualesquiera que hayan sido sus relaciones con su madre, su incestuosidad se expresó principalmente en su fanática devoción a la raza, a la gente que compartía la misma sangre. Estaba obsesionado por la idea de salvar a la raza germánica impidiendo que se contaminara su sangre. En primer lugar, como lo dijo en Mi lucha, salvándola de la sífilis; en segundo lugar, impidiendo que fuese contaminada por los judíos. Narcisismo, muerte e incesto fueron la mezcla fatal que hicieron de un hombre como Hitler uno de los enemigos de la humanidad y de la vida. Esa tríada de rasgos fue descrita de manera muy sucinta por Richard Hughes en El zorro en la bohardilla:[58]

Después de todo, ¿cómo podía aquel «Yo» monista de Hitler sucumbir, sin perder nunca prenda, al pleno acto del sexo, cuya esencia es el reconocimiento de un «Otro»? Quiero decir sin daño para su convicción fija de que él era el único centro consciente del universo, la única Voluntad encarnada auténtica que éste contenía o había contenido nunca. Porque ésta era, desde luego, la explicación racional de su suprema «Fuerza» interior: Hitler existe solo. «Yo soy, y nadie más a mi lado». El universo no contenía más persona que él, sólo contenía cosas; y así, para él toda la gama de pronombres «personales» carecía totalmente de su contenido emocional normal. Esto le permitió la concepción y creación de movimientos enormes y sin freno: no era sino natural que este arquitecto se hiciera también político, porque no veía verdadera diferencia en las cosas nuevas que había que manejar: los «hombres» eran meras cosas que lo imitaban, de la misma categoría que los instrumentos y las piedras. Los instrumentos tienen mango, y esta clase de instrumentos tenía oídos. Y es absurdo amar u odiar o compadecer (o decir la verdad) a piedras.

El de Hitler, pues, era ese raro estado morboso de la personalidad, un ego sin penumbra: esto es, raro y morboso cuando tal ego sobrevive anormalmente en una inteligencia adulta por lo demás madura y clínicamente sana (porque en el recién nacido hay indudablemente un comienzo bastante normal y que aun sobrevive en el niño pequeño). El «Yo» adulto de Hitler se había desarrollado, así, en una estructura mayor pero todavía indiferenciada, como se desarrolla un crecimiento maligno…

La criatura torturada, enloquecida, se agitaba en su cuna.

«La noche de Rienzi», la noche en el Freinberg, sobre Linz, después de la ópera: aquélla fue seguramente la noche climática de su adolescencia, porque fue entonces cuando vio confirmada por primera vez en él aquella omnipotencia solitaria. Impulsado a subir allí en la oscuridad, ¿no se le habrán mostrado en aquel elevado lugar todos los reinos terrestres en un momento del tiempo? Y enfrentado allí con la antigua pregunta evangélica, ¿no habrá sido todo su ser un Sí de asentimiento? ¿No cerró el perdurable trato allí, sobre la elevada montaña, bajo el testimonio de las estrellas de noviembre? Pero ahora… ahora, cuando parecía estar cabalgando, como Rienzi, la cresta de la ola, la irresistible ola que con fuerza creciente lo llevaría a Berlín, la cresta había empezado a encresparse: se había encrespado y se había roto y precipitado sobre él, derribándolo, arrojándolo a las verdes y retumbantes aguas profundas.

Agitándose desesperadamente en su lecho, jadeaba: se estaba ahogando —la cosa que más temió siempre Hitler—. (¿Ahogándose?). Entonces… aquel titubeo de un momento suicida en la juventud, hacía mucho tiempo, sobre el puente del Danubio, en Linz… después de todo, el muchacho melancólico había saltado aquel día lejano, ¡y desde entonces todo era sueño! Entonces, ese ruido era ahora el poderoso Danubio que cantaba en sus oídos, que soñaban que se ahogaban.

En la gran luz acuosa que lo envolvía flotaba hacia él una cara de muerto boca arriba: una cara de muerto con sus mismos ojos ligeramente saltones abiertos: la cara de su Madre muerta, como la había visto por última vez, con los ojos blancos abiertos sobre la almohada blanca. Muerta, y blanca, y vacía hasta de su amor por él.

Pero ahora aquella cara se multiplicaba, lo rodeaba por completo en el agua. Así, pues, ¡su Madre era aquella agua, el agua que lo ahogaba!

En eso dejó de luchar. Subió las rodillas hasta la barba, en la postura originaria, y así quedó, dejándose ahogar.

Así se durmió Hitler al fin.

En este corto pasaje están reunidos todos los elementos del «síndrome de decadencia» del modo que sólo puede hacerlo un gran escritor. Vemos el narcisismo de Hitler, su anhelo de ahogarse, siendo su madre el agua, y su afinidad con la muerte, simbolizada por la cara de su madre muerta. La regresión al seno materno está simbolizada en su postura, con las rodillas plegadas hasta la barba, en la postura originaria.

Hitler no es más que un ejemplo notable del «síndrome de decadencia». Hay muchos que medran sobre la violencia, el odio, el racismo y el nacionalismo narcisista, y que sufren de este síndrome. Son los líderes de la violencia, la guerra y la destrucción, o sus «verdaderos creyentes». Sólo los más desequilibrados y enfermos de ellos expresarán explícitamente sus verdaderos objetivos, o se darán cuenta de ellos conscientemente. Tenderán a racionalizar su orientación como amor a la patria, deber, honor, etc. Pero cuando quiebran las formas de la vida civilizada normal, como ocurre en la guerra internacional o en la guerra civil, esas gentes ya no necesitan reprimir sus deseos más profundos; cantarán himnos de odio; volverán a la vida y desplegarán todas sus energías en las ocasiones en que puedan servir a la muerte. En realidad, la guerra y un ambiente de violencia es la situación en que la persona con el «síndrome de decadencia» es plenamente ella misma. Es lo más probable que sea sólo una minoría de la población la que es movida por este síndrome. Pero el hecho mismo de que ni ellos ni los que no son movidos de ese modo desconozcan los verdaderos móviles, los hace portadores peligrosos de una enfermedad infecciosa, de una infección de odio, en tiempos de lucha, conflicto, guerra caliente, etc. Es importante, por lo tanto, que se les reconozca por lo que son: individuos que aman la muerte, que tienen miedo a la independencia, para quienes sólo son reales las necesidades de su grupo. No es necesario aislarlos físicamente, como se hace con los leprosos; bastaría con que las personas normales conociesen su mutilación y la malignidad de las tendencias ocultas detrás de sus piadosas racionalizaciones, a fin de que adquieran cierto grado de inmunidad para su influencia patológica. Para esto es necesario, naturalmente, aprender una cosa: no tomar las palabras por la realidad, y ver a través de las engañosas racionalizaciones de quienes sufren una enfermedad que sólo puede sufrir el hombre: la negación de la vida antes que la vida haya desaparecido.[59]

Nuestro análisis de la necrofilia, el narcisismo y la fijación incestuosa sugiere el estudio del punto de vista expuesto aquí en relación con la teoría freudiana, aunque ese estudio tenga que ser breve, necesariamente, en el contexto de este libio.

El pensamiento de Freud se basaba en un sistema evolutivo del desarrollo de la libido, desde las orientaciones narcisistas hasta las oral-receptivas, las oral-agresivas, las anal-sádicas, hasta las de carácter fálico y genital. Según Freud, el tipo más grave de enfermedad mental era la causada por una fijación (o la regresión) en los primeros niveles de desarrollo de la libido. En consecuencia, la regresión al nivel oral-receptivo, por ejemplo, debe ser considerada un caso patológico más grave que la regresión al nivel anal-sádico. Pero, según mi experiencia, este principio general no tiene el apoyo de hechos clínicamente observables. La orientación oral-receptiva está en sí misma más cerca de la vida que la orientación anal; de aquí que, hablando en términos generales, pueda decirse que la orientación anal conduce a un estado patológico más grave que la oral-receptiva. Además, la orientación oral-agresiva se considerará más conducente a un estado patológico grave que la oral-receptiva, a causa del factor de sadismo y destructividad que comprende. En consecuencia, llegaríamos casi a invertir el sistema freudiano. El estado patológico menos grave sería el relacionado con la orientación oral-receptiva, seguido por los estados patológicos más graves de la orientación oral-agresiva y la anal-sádica. Suponiendo la validez de la observación de Freud según la cual genéticamente el orden de desarrollo es de la orientación oral-receptiva a la oral-agresiva y la anal-sádica, habría que discrepar de su punto de vista de que la fijación en una fase anterior significa un estado patológico más grave.

Pero yo creo que el problema no puede resolverse por el supuesto evolutivo de que las orientaciones anteriores son las raíces de las manifestaciones más patológicas. Tal como yo lo veo, cada orientación en sí misma tiene varios niveles de regresión, que va del nivel normal hasta el patológico más arcaico. La orientación oral-receptiva, por ejemplo, puede ser benigna cuando se combina con una estructura de carácter madura en general, esto es, con un alto grado de productividad. Por otra parte, puede combinarse con un alto grado de narcisismo y de simbiosis incestuosa; en este caso, la orientación oral-receptiva será de dependencia extrema y de carácter patológico maligno. Lo mismo puede decirse respecto del carácter anal, casi normal por comparación con el carácter necrófilo. Propongo, por lo tanto, que se determine el estado patológico no de acuerdo con la distinción de diferentes niveles en el desarrollo de la libido, sino de acuerdo con el grado de regresión que pueda determinarse dentro de cada orientación (oral-receptiva, oral-agresiva, etc.). Hay que tener presente, además, que tratamos no sólo de la orientación que Freud considera enraizada en las respectivas zonas erógenas (modos de asimilación), sino también de formas de relación personal (amor, destrucción, sadomasoquismo) que tienen ciertas afinidades con los diferentes modos de asimilación.[60] Así, por ejemplo, existe afinidad entre las orientaciones oral-receptiva e incestuosa, entre la anal y la destructora. En este libro trato de las orientaciones en la esfera de la relación (narcisismo, necrofilia, orientación incestuosa: «modos de socialización») y no de los modos de asimilación; pero hay una correlación entre los dos modos de orientación. En el caso de la afinidad entre necrofilia y orientación anal esta correlación fue expuesta con algún detalle en este libro. También existe entre biofilia y «carácter genital» y entre fijación incestuosa y carácter oral.

He tratado de demostrar que cada una de las orientaciones aquí descritas pueden presentarse con diferentes niveles de regresión. Cuanto más profunda es la regresión en cada orientación, más tienden las tres a convergir. En el estado de regresión extrema convergen para formar el que yo he llamado «síndrome de decadencia». Por otra parte, en la persona que alcanzó un óptimo de madurez, las tres orientaciones tienden también a convergir. Lo opuesto a la necrofilia es la biofilia; lo opuesto al narcisismo es el amor; lo opuesto a la simbiosis incestuosa es la independencia y la libertad. Al síndrome de estas tres actitudes lo llamo «síndrome de crecimiento». La siguiente figura muestra este concepto en forma esquemática.