3. AMOR A LA MUERTE Y AMOR A LA VIDA

EN EL CAPÍTULO ANTERIOR estudiamos formas de violencia y agresión que aún pueden considerarse más o menos benignas, en cuanto que sirven (o parecen servir) directa o indirectamente a propósitos de vida. En este capítulo y los siguientes trataremos de tendencias que se dirigen contra la vida, que forman el núcleo de graves enfermedades mentales y que pueden considerarse como la esencia del verdadero mal. Trataremos de tres clases diferentes de orientación: necrofilia (biofilia), narcisismo y fijación simbiótica en la madre.

Haré ver que las tres tienen formas benignas, que pueden ser tan leves que ni siquiera se las puede considerar patológicas. Por lo tanto, insistiremos principalmente sobre las formas malignas de las tres orientaciones, que en sus formas más graves convergen y acaban por formar el «síndrome de decadencia»; este síndrome representa la quintaesencia del mal; es al mismo tiempo el estado patológico más grave y raíz de la destructividad e inhumanidad más depravadas.

No conozco mejor introducción al corazón del problema de la necrofilia que una especie de declaración que hizo en 1936 el filósofo español Unamuno. Fue con ocasión de un discurso del general Millán Astray en la Universidad de Salamanca, de la que era rector Unamuno, cuando empezaba la guerra civil española. El lema favorito del general era «¡Viva la muerte!», y uno de sus partidarios lo gritó desde el fondo de la sala. Cuando terminó su discurso el general, se levantó Unamuno y dijo:

«… ahora acabo de oír el necrófilo e insensato grito: “Viva la muerte”. Y yo, que he pasado mi vida componiendo paradojas que excitaban la ira de algunos que no las comprendían, he de deciros, como experto en la materia, que esta ridícula paradoja me parece repelente. El general Millán Astray es un inválido. No es preciso que digamos esto con un tono más bajo. Es un inválido de guerra. También lo fue Cervantes. Pero desgraciadamente en España hay actualmente demasiados mutilados. Y, si Dios no nos ayuda, pronto habrá muchísimos más. Me atormenta el pensar que el general Millán Astray pudiera dictar las normas de la psicología de la masa. Un mutilado que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes, es de esperar que encuentre un terrible alivio viendo cómo se multiplican los mutilados a su alrededor».

En este momento, Millán Astray no se pudo detener por más tiempo, y gritó: «¡Abajo la inteligencia! ¡Viva la muerte!», clamoreado por los falangistas.

Pero Unamuno continuó: «Éste es el templo de la inteligencia. Y yo soy su sumo sacerdote. Estáis profanando su sagrado recinto. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir. Y para persuadir necesitaríais algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil el pediros que penséis en España. He dicho».[11]

Unamuno, al hablar del carácter necrófilo del grito «¡Viva la muerte!», tocó el corazón del problema del mal. No hay distinción más fundamental entre los hombres, psicológica y moralmente, que la que existe entre los que aman la muerte y los que aman la vida, entre los necrófilos y los biófilos. No quiere esto decir de ningún modo que una persona es necesariamente ya totalmente necrófila ya totalmente biófila. Hay algunas que están totalmente consagradas a la muerte, y ésas son dementes. Hay otras que están enteramente consagradas a la vida, y éstas nos impresionan por haber alcanzado la finalidad más alta de que es capaz el hombre. En muchas están presentes las tendencias biófilas y las necrófilas, pero en proporciones diferentes. Lo que importa aquí, como siempre en fenómenos de la vida, es cuál tendencia es la más fuerte, de suerte que determine la conducta humana, no la ausencia o la presencia completa de una de las dos orientaciones.

Literalmente, «necrofilia» significa «amor a la muerte» (como «biofilia» significa «amor a la vida»). Suele emplearse esta palabra para designar una perversión sexual, a saber, el deseo de poseer el cadáver de una mujer para realizar el acto sexual,[12] o el deseo morboso de estar en presencia de un cadáver. Pero, como sucede con frecuencia, una perversión sexual no hace sino representar el cuadro más franco y claro de una orientación que se encuentra sin mezcla sexual en muchos individuos. Unamuno lo vio claramente cuando aplicó la palabra «necrófilo» al discurso del general. No quiso decir que el general estuviera obsesionado por una perversión sexual, sino que odiaba la vida y amaba la muerte.

Es extraño que la necrofilia como orientación general no haya sido descrita nunca en la literatura psicoanalítica, aunque se relaciona con el carácter sádico-anal de Freud y con su instinto de la muerte. Aunque estudiaré más adelante estas relaciones, quiero ahora pasar a describir al individuo necrófilo.

La persona con orientación necrófila se siente atraída y fascinada por todo lo que no vive, por todo lo muerto: cadáveres, marchitamiento, heces, basura. Los necrófilos son individuos aficionados a hablar de enfermedades, de entierros, de muertes. Empiezan a vivir precisamente cuando hablan de la muerte. Un ejemplo claro del tipo necrófilo puro es Hitler. Lo fascinaba la destrucción, y le agradaba el olor de la muerte. Aunque en los años de su éxito quizá haya parecido que sólo quería destruir a quienes consideraba enemigos suyos, los días de la Götterdämmerung o Crepúsculo de los Dioses, y el final, demostraron que su satisfacción más profunda estribaba en presenciar la destrucción total y absoluta: la del pueblo alemán, la de los que lo rodeaban, la suya propia. Una información de la primera Guerra Mundial, de la que no hay pruebas, pero que tiene mucho sentido, dice, que un soldado vio a Hitler como en estado de trance mirando fijamente un cadáver en descomposición y negándose a alejarse.

El necrófilo vive en el pasado, nunca en el futuro. Sus emociones son esencialmente sentimentales, es decir, alimentan el recuerdo de emociones que tuvieron ayer, o que creen que tuvieron. Son fríos, esquivos, devotos de «la ley y el orden». Sus valores son exactamente lo contrario de los valores que relacionamos con la vida normal: no la vida, sino la muerte los anima y satisface.

Es característica del necrófilo su actitud hacia la fuerza. Fuerza es, según la definición de Simone Weil, la capacidad para convertir un hombre en un cadáver. Así como la sexualidad puede crear vida, la fuerza puede destruirla. Toda fuerza rebasa, en último análisis, en el poder para matar. Puedo no matar a una persona, sino únicamente privarla de su libertad; quizá quiero sólo humillarla o despojarla de sus bienes; pero haga yo lo que haga, detrás de todas esas acciones está mi capacidad de matar y mi deseo de hacerlo. El enamorado de la muerte ama la fuerza inevitablemente. Para él la mayor hazaña del hombre no es dar vida, sino destruirla; el uso de la fuerza no es una acción transitoria que le imponen las circunstancias, es un modo de vida.

Esto explica por qué el necrófilo está verdaderamente enamorado de la fuerza. Así como para el enamorado de la vida la polaridad fundamental en el hombre es la que existe entre macho y hembra, para el necrófilo existe otra polaridad muy diferente: la de los que tienen el poder de matar y los que carecen de él. Para él no hay más que dos «sexos»: el poderoso y el impotente; los matadores y los muertos. Está enamorado de los matadores y desprecia a los que son muertos. No pocas veces hay que tomar literalmente ese «estar enamorado de los matadores»; son sus objetos de atracción y de fantasías sexuales, aunque menos acentuadamente que en la perversión mencionada arriba, o en la perversión de la necrofagia (deseo de comer cadáveres), deseo que no rara vez puede encontrarse en los sueños de los individuos necrófilos. Conozco muchos sueños de personas necrófilas en que tienen relaciones sexuales con una mujer o un hombre ancianos por la que de ningún modo se sienten físicamente atraídos, sino a quien temen y admiran por su fuerza y capacidad destructora.

La influencia de hombres como Hitler y Stalin estriba precisamente en su capacidad para matar y la complacencia en hacerlo. Por eso los amaron los necrófilos. De los demás, muchos los temían, y prefirieron admirarlos a darse cuenta de su miedo; otros muchos no percibían la calidad necrófila de los líderes y vieron en ellos los constructores, los salvadores, los buenos padres. Si los líderes necrófilos no hubieran fingido que eran constructores y protectores, el número de individuos atraídos por ellos apenas habría sido suficiente para ayudarlos a tomar el poder, y el número de los repelidos por ellos probablemente no habría tardado en producir su caída.

Mientras la vida se caracteriza por el crecimiento de una manera estructurada, funcional, el individuo necrófilo ama todo lo que no crece, todo lo que es mecánico. La persona necrófila es movida por el deseo de convertir lo orgánico en inorgánico, de mirar la vida mecánicamente, como si todas las personas vivientes fuesen cosas. Todos los procesos, sentimientos y pensamientos de vida se transforman en cosas. La memoria, y no la experiencia; tener, y no ser, es lo que cuenta. El individuo necrófilo puede relacionarse con un objeto —una flor o una persona— únicamente si lo posee; en consecuencia, una amenaza a su posesión es una amenaza a él mismo; si pierde la posesión, pierde el contacto con el mundo. Por eso encontramos la paradójica reacción de que más bien perdería la vida que la posesión, aun cuando al perder la vida el que posee deja de existir. Ama el control, y en el acto de controlar mata la vida. Se siente profundamente temeroso ante la vida, porque por su misma naturaleza es desordenada e incontrolable. La mujer que pretende sin razón ser la madre del niño, en el relato del juicio de Salomón, es típica de esta tendencia. Preferiría tener un niño muerto y adecuadamente dividido que perder un niño vivo. Para el individuo necrófilo justicia significa reparto correcto, y está dispuesto a matar o morir en obsequio de lo que llama justicia. «La ley y el orden» son ídolos para él; todo lo que amenaza a la ley y el orden se considera un ataque satánico a sus valores supremos.

Al individuo necrófilo lo atraen la oscuridad y la noche. En la mitología y la poesía es atraído por las cavernas, o por los abismos del océano, o se le representa ciego. (Son un buen ejemplo los enanos del Peer Gynt de Ibsen; son ciegos,[13] viven en cavernas, su único valor es el narcisista de algo «preparado en casa» o de producción casera). Le atrae todo lo que se aparta de la vida o se dirige contra ella. Quiere regresar a la oscuridad del útero y al pasadode existencia inorgánica o animal. Está orientado esencialmente hacia el pasado, no hacia el futuro que odia y teme. Con esto se relaciona su anhelo de certidumbre o seguridad. Pero la vida nunca es segura, nunca es previsible, nunca es controlables para hacerla controlable, hay que convertirla en muerte; la muerte es, ciertamente, la única seguridad de la vida.

Las tendencias necrófilas suelen manifestarse de la manera más clara en los sueños de una persona. Esos sueños tratan de asesinatos, sangre, cadáveres, calaveras, heces; en ocasiones también de hombres transformados en máquinas o que actúan como máquinas. De vez en cuando puede tener lugar un sueño de este tipo en muchos individuos sin que indique necrofilia. En el individuo necrófilo los sueños de este tipo son frecuentes y a veces se repiten.

Al individuo muy necrófilo se le puede reconocer con frecuencia por su aspecto y sus gestos. Es frío, tiene una piel que parece muerta y con frecuencia su cara tiene una expresión como si estuviera oliendo un mal olor. (Esta expresión podía verse claramente en la cara de Hitler). Es ordenado, obsesivo, pedante. Este aspecto de la persona necrófila fue mostrado al mundo en la figura de Eichmann. Éste se sentía fascinado por el orden burocrático y por la muerte. Sus valores supremos eran la obediencia y el funcionamiento adecuado de la organización. Transportaba judíos como hubiera podido transportar carbón. Que fueran seres humanos es cosa que no entraba en el campo de su visión, y en consecuencia no tiene importancia el problema de si odiaba o no a sus víctimas.

Pero no se encuentran sólo entre los inquisidores, entre los Hitler y los Eichmann, ejemplos del carácter necrófilo. Hay muchos individuos que no tienen oportunidad ni poder para matar, pero cuya necrofilia se expresa de otras maneras más inofensivas, vistas superficialmente. Un ejemplo es la madre que se interesa siempre por las enfermedades de su hijo, por sus defectos y sus malos pronósticos para el futuro; al mismo tiempo, no la impresionará un cambio favorable; no responderá a la alegría del niño, no advertirá que está naciendo en él algo nuevo. Podemos advertir que sus sueños tratan de enfermedades, de muerte, de cadáveres, de sangre. No dañará a su hijo de un modo manifiesto, pero quizá estrangule lentamente su alegría de vivir, su fe en el crecimiento, y al fin lo infectará de su propia orientación necrófila.

Muchas veces la orientación necrófila entra en conflicto con tendencias opuestas, de modo que se establece un peculiar equilibrio. Ejemplo notable de este tipo de carácter necrófilo fue C. G. Jung. En su autobiografía[14], publicada póstumamente, da amplias pruebas de ello. Sus sueños solían estar llenos de cadáveres, de sangre, de muertes. Como manifestación típica de esta orientación necrófila en la vida real, mencionaré lo siguiente: Mientras se estaba construyendo la casa de Jung en Bollingen, se encontró el cadáver de un soldado francés que se había ahogado hacía 150 años, cuando Napoleón invadió Suiza. Jung hizo una fotografía del cadáver y la colgó en una pared. Volvió a enterrar el cadáver y disparó tres tiros sobre la tumba, como saludo militar. Vista superficialmente, esta acción puede parecer ligeramente rara pero sin ninguna importancia, por lo demás. Pero es una de las muchas acciones «insignificantes» que expresan una orientación subyacente con más claridad que los actos intencionales e importantes. El mismo Freud observó muchos años antes la orientación de Jung hacia la muerte. Cuando los dos se embarcaban para los Estados Unidos, Jung habló mucho de los cadáveres bien conservados que se habían encontrado en las marismas cerca de Hamburgo. A Freud le desagradó aquel tipo de conversación y le dijo a Jung que hablaba tanto de aquellos cadáveres porque estaba lleno de deseos de muerte contra él (Freud). Jung lo negó, indignado, pero unos años después, hacia el tiempo de su ruptura con Freud, tuvo el siguiente sueño. Sintió que, en compañía de un nativo negro, tenía que matar a Sigfrido. Salió con un rifle, y cuando Sigfrido apareció en la cresta de una montaña lo mató. Después se sintió horrorizado y temeroso de que pudiera descubrirse su crimen. Jung despertó pensando que tenía que matarse si no comprendía el sueño. Tras alguna reflexión, llegó a la siguiente «comprensión»: matar a Sigfrido significa matar al héroe dentro de uno, expresando así su humildad. El ligero cambio de Sigmundo a Sigfrido bastó para permitir a un hombre cuyo mayor talento era la interpretación de sueños, ocultarse a sí mismo el sentido real de aquel sueño. Si uno se pregunta cómo es posible una represión tan intensa, la respuesta es que el sueño era una manifestación de su orientación necrófila, y como toda esta orientación estaba intensamente reprimida, Jung no podía conocer el sentido de aquel sueño, el cual encaja dentro del panorama de que Jung se sentía fascinado por el pasado, y rara vez por el presente y el futuro; que las piedras eran su material favorito y que siendo niño se había imaginado que Dios dejaba caer una gran basura sobre una iglesia, destruyéndola. Sus simpatías por Hitler y sus teorías raciales son otra expresión de su afinidad con la gente enamorada de la muerte.

Pero Jung era una persona extraordinariamente creadora, y la creación es lo más opuesto a la necrofilia. Resolvió el conflicto dentro de sí mismo equilibrando sus poderes destructores con su deseo y su capacidad de curar, y haciendo de su interés en el pasado, en la muerte y en la destrucción, materia de brillantes especulaciones.

En esta descripción de la orientación necrófila, quizá di la impresión de que todos los rasgos descritos se encuentran necesariamente en el individuo necrófilo. Es cierto que rasgos tan divergentes como el deseo de matar, el culto de la fuerza, la atracción de la muerte y la inmundicia, el sadismo, el deseo de transformar lo orgánico en inorgánico mediante el «orden», son todos ellos parte de la misma orientación fundamental. Pero en lo que concierne a los individuos, hay diferencias considerables respecto de la fuerza de las respectivas tendencias. Cualquiera de los rasgos aquí mencionados puede ser más pronunciado en una persona que en otra; además, el grado en que una persona es consciente de sus tendencias necrófilas, o las racionaliza, varía considerablemente de individuo a individuo. Pero el concepto del tipo necrófilo no es de ningún modo una abstracción ni un compendio de varias tendencias dispares de la conducta. La necrofilia constituye una orientación fundamental; es la única respuesta a la vida que está en completa oposición con la vida; es la orientación hacia la vida más morbosa y más peligrosa de que es capaz el hombre. Es la verdadera perversión: aunque se está vivo, no es la vida sino la muerte lo que se ama, no el crecimiento, sino la destrucción. El individuo necrófilo, si se atreve a darse cuenta de lo que existe, expresa el lema de su vida cuando dice «¡Viva la muerte!».

Lo opuesto a la orientación necrófila es la orientación biófila; su esencia es el amor a la vida, en contraste con el amor a la muerte. Como la necrofilia, la biofilia no está constituida por un rasgo único, sino que representa una orientación total, todo un modo de ser. Se manifiesta en los procesos corporales de una persona, en sus emociones, en sus pensamientos, en sus gestos; la orientación biófila se expresa en todo el hombre. La forma más elemental de esta orientación se expresa en la tendencia a vivir de todos los organismos vivos. En contraste con el supuesto de Freud relativo al «instinto de la muerte», estoy de acuerdo con el supuesto de muchos biólogos y filósofos de que es una cualidad inherente a toda materia viva el vivir, el conservar la existencia; como dijo Spinoza: «Todas las cosas, en cuanto son, se esfuerzan por persistir en su ser»[15]. A ese esfuerzo lo llamó la esencia misma de la cosa en cuestión.[16]

Observamos esta tendencia a vivir en toda la materia viva que nos rodea; en la hierba que crece entre las piedras en busca de luz y de vida; en el animal que luchará hasta lo último para escapar a la muerte; en el hombre que dará casi cualquier cosa para conservar la vida.

La tendencia a conservar la vida y a luchar contra la muerte es la forma más elemental de la orientación biófila, y es común a toda la materia viva. En cuanto es una tendencia a conservar la vida y a combatir la muerte, sólo representa un aspecto de la tendencia a vivir. El otro aspecto es más positivo: la materia viva tiene la tendencia a integrar y unir; tiende a fundirse con entidades diferentes y opuestas, y a crecer de un modo estructural. Unificación y crecimiento integrado son características de todos los procesos vitales, no sólo por lo que concierne a las células, sino también respecto del sentimiento y el pensamiento.

La expresión más elemental de esta tendencia es la fusión de células y organismos, desde la fusión celular sexual hasta la unión sexual de los animales y del hombre. En este último, la unión sexual se basa en la atracción entre los polos masculino y femenino. La polaridad masculino-femenino constituye el núcleo de la necesidad de fusión de que depende la vida de la especie humana. Parece que por esta razón la naturaleza proporcionó al hombre el placer más intenso en la fusión de los dos polos. Biológicamente, el resultado de esa fusión es normalmente la creación de un ser nuevo. El ciclo de la vida es unión, nacimiento y crecimiento, así como el ciclo de la muerte es cesación de crecimiento, desintegración, descomposición.

Pero aun el instinto sexual, aunque biológicamente sirve a la vida, no es necesariamente el único que expresa la biofilia psicológicamente. Parece que no hay una sola emoción intensa que no pueda ser atraída al instinto vital y combinarse con él. La vanidad, el deseo de riquezas o de aventuras, y hasta la atracción de la muerte, pueden, por así decirlo, poner a su servicio el instinto sexual. Por qué es así, es materia que se presta a especulaciones. Se siente uno tentado a pensar que es una treta de la naturaleza el hacer tan dócil el instinto sexual, que lo movilice cualquier clase de deseo intenso, aun los que son contrarios a la vida. Pero, cualquiera que sea la razón, difícilmente puede dudarse de la combinación de deseo sexual y destructividad. (Freud señaló esta mezcla, especialmente en su estudio sobre la combinación del instinto de la muerte con el instinto de la vida, como ocurre en el sadismo y el masoquismo). El sadismo, el masoquismo, la necrofagia y la coprofagia son perversiones, no porque se desvían de las normas habituales de la conducta sexual, sino porque significan la única perversión fundamental: la mezcla de la vida y la muerte.[17]

El pleno despliegue de la biofilia hay que buscarlo en la orientación productiva.[18] La persona que ama plenamente la vida es atraída por el proceso de la vida y el crecimiento en todas las esferas. Prefiere construir a conservar. Es capaz de admirarse, y prefiere ver algo nuevo a la seguridad de encontrar la confirmación de lo viejo. Ama la aventura de vivir más que la seguridad. Su sentido de la vida es funcional y no mecanicista. Ve el todo y no únicamente las partes, estructuras y no sumas. Quiere moldear e influir por el amor, por la razón, por su ejemplo, no por la fuerza, no aislando las cosas ni por el modo burocrático de administrar a las gentes como si fuesen cosas. Goza de la vida y de todas sus manifestaciones, y no de la mera agitación.

La ética biófila tiene su propio principio del bien y del mal. Bueno es todo lo que sirve a la vida; malo todo lo que sirve a la muerte. Bueno es la reverencia para la vida[19], todo lo que fortifica la vida, el crecimiento, el desarrollo. Malo es todo lo que ahoga la vida, lo que la angosta, lo que la parte en trozos. La alegría es virtuosa y la tristeza es pecaminosa. Es, pues, desde el punto de vista de la ética biófila como menciona la Biblia el pecado fundamental de los hebreos: «Por cuanto no serviste a Jehová tu Dios con alegría y con gozo de corazón, por la abundancia de todas las cosas» (Deut., 28, 47). La conciencia de la persona biófila no es la de obligarse a abstenerse del mal y hacer el bien. No es el superego descrito por Freud, que es un capataz estricto que es sádico contra sí mismo en obsequio a la virtud. La conciencia biófila es movida por la atracción de la vida y de la alegría; el esfuerzo moral consiste en fortalecer la parte de uno mismo amante de la vida. Por esta razón el biófilo no vive en el remordimiento y la culpa, que no son, después de todo, más que aspectos de la aversión a sí mismo y de la tristeza. Se orienta rápidamente hacia la vida y procura hacer el bien. La Ética de Spinoza es un ejemplo notable de moral biófila. «El placer —dice— no es en sí mismo malo, sino bueno; por el contrario, el dolor es malo en sí mismo»[20]. Y con el mismo espíritu: «Un hombre libre piensa en la muerte menos que en cualquier otra cosa, y su sabiduría es una meditación no sobre la muerte sino sobre la vida»[21]. El amor a la vida está en la base de las diferentes versiones de la filosofía humanista. En diferentes formas conceptuales, esas filosofías tienen el mismo espíritu que la de Spinoza; expresan el principio de que el hombre cuerdo ama la vida, que la tristeza es pecado y la alegría virtud, que el fin del hombre en la vida es ser atraído por todo lo vivo y apartarse de todo lo que es muerto y mecánico.

He intentado dar una imagen de las orientaciones necrófilas y biófilas en sus formas puras. Esas formas puras son, desde luego, raras. El necrófilo puro es un loco; el biófilo puro es un santo. La mayor parte de la gente es una mezcla particular de orientaciones necrófilas y biófilas, y lo importante es cuál de ellas predomina.

Aquellos en quienes alcanza el predominio la orientación necrófila matarán lentamente su lado biófilo; habitualmente, no son conscientes de su orientación de amor a la muerte; endurecerán sus corazones; obrarán de tal suerte que su amor a la muerte parece ser la respuesta lógica y racional a lo que experimentan. Por otra parte, aquellos en quienes aún predomina el amor a la vida se sentirán disgustados cuando descubran lo cerca que están del «valle de la sombra de la muerte», y ese disgusto podría despertarlos a la vida.

De ahí que sea muy importante saber no sólo lo fuerte que es la tendencia necrófila en una persona, sino también hasta qué punto es consciente de ella. Si cree que mora en tierra de vida cuando en realidad mora en tierra de muerte, está perdida para la vida, ya que no tiene oportunidad para regresar.

La descripción de las orientaciones necrófila y biófila plantea la cuestión del modo como esos conceptos se relacionan con los conceptos de Freud relativos al instinto de la vida (Eros) y al instinto de la muerte. Es fácil de ver la analogía. Cuando surgió de primera intención la existencia de la dualidad de las dos tendencias en el hombre, estaba Freud hondamente impresionado, en especial bajo el influjo de la primera Guerra Mundial, por la fuerza de los impulsos destructores. Revisó su vieja teoría según la cual el instinto sexual se oponía a los instintos del ego (sirviendo uno y otros a la supervivencia, y por lo tanto a los propósitos de la vida), a favor de la hipótesis de que tanto el impulso hacia la vida como el impulso hacia la muerte son inherentes a la esencia misma de la vida. En Más allá del principio del placer (1920) expuso la opinión, de que había un principio más antiguo filogenéticamente, que llamó «compulsión a la repetición», el cual funciona para restablecer una situación previa y, en definitiva, para volver la vida orgánica al estado originario de existencia inorgánica.

Si es verdad que una vez —dice Freud—, en épocas inconcebibles y de un modo irrepresentable, surgió la vida de la materia inanimada, según nuestra hipótesis, tuvo entonces que nacer un instinto que quiere suprimir de nuevo la vida y restablecer el estado anorgánico. Si en este instinto reconocemos la autodestrucción por nosotros supuesta, podemos ya considerarla como manifestación de un instinto de muerte que no dejamos de hallar en ningún proceso vital.[22]

El instinto de muerte puede observarse realmente o bien vuelto hacia afuera, contra los demás, o hacia adentro, contra uno mismo, y combinado frecuentemente con el instinto sexual, como en las perversiones sádicas y masoquistas. Opuesto al instinto de la muerte es el instinto de la vida. Mientras el instinto de la muerte (llamado a veces thánatos en la literatura psicoanalítica, aunque no por Freud) tiene la función de separar y desintegrar, Eros tiene la de enlazar, integrar y unir organismos entre sí y las células dentro del organismo. La vida de cada individuo es, pues, un campo de batalla en esos dos instintos fundamentales: «El esfuerzo de Eros para combinar materias orgánicas en unidades cada vez más grandes», y los esfuerzos del instinto de la muerte, que tienden a anular precisamente lo que está tratando de realizar Eros.

El mismo Freud propuso la nueva teoría sólo de manera titubeante y a título de ensayo. No es ello sorprendente, ya que se basaba en la hipótesis de la compulsión a la repetición, que a su vez era, en el mejor caso, una especulación no demostrada. En realidad, ninguno de los argumentos en favor de su teoría dualista parecen resolver las objeciones basadas en muchos datos contradictorios. La mayor parte de los seres vivos parecen luchar por la vida con tenacidad extraordinaria, y sólo excepcionalmente tiende a destruirse. Además, la destructividad varía enormemente entre los individuos, y no de tal manera que la diferencia sea sólo entre las respectivas manifestaciones dirigidas hacia afuera y hacia adentro del instinto de la muerte. Vemos que algunas personas se caracterizan por una pasión especialmente intensa de destruir a otras, mientras que la mayoría no muestra ese grado de destructividad. Este grado menor de destructividad contra los demás no es, empero, igualado por un grado correspondientemente alto de autodestrucción, de masoquismo, de enfermedad, etc.[23] Teniendo en cuenta todas estas objeciones a las teorías de Freud, no es sorprendente que gran número de analistas, por lo demás ortodoxos, como O. Fenichel, se nieguen a aceptar su teoría del instinto de la muerte, o lo acepten sólo condicionalmente y con grandes limitaciones.

Sugiero un desarrollo de la teoría de Freud en la siguiente dirección: La contradicción entre Eros y la destrucción, entre la afinidad con la vida y la afinidad con la muerte es, ciertamente, la contradicción más fundamental que existe en el hombre. Pero esta dualidad no es la de dos instintos biológicamente intrínsecos, relativamente constantes y luchando siempre entre sí hasta la victoria final del instinto de la muerte, sino que es la que existe entre la tendencia primaria y más fundamental de la vida —perseverar en la vida—[24] y su contradicción, que toma existencia cuando el hombre no tiene esa meta. Según esta opinión, el instinto de la muerte es un fenómeno maligno que crece y se impone en la medida en que Eros no se despliega. El instinto de la muerte representa psicopatología, y no, como en la opinión de Freud, una parte de la biología normal. El instinto de la vida constituye, pues, la potencialidad primaria del hombre; el instinto de la muerte es una potencialidad secundaria.[25] La potencialidad primaria se desarrolla si existen las condiciones apropiadas para la vida, así como una semilla sólo germina si existen las condiciones adecuadas de humedad, temperatura, etc. Si no existen las condiciones adecuadas, aparecerán las tendencias necrófilas y dominarán a la persona.

¿Cuáles son las condiciones a las que se debe la necrofilia? Desde el punto de vista de la teoría de Freud puede esperarse que la fuerza de los instintos de la vida y de la muerte (respectivamente) sea constante, y que para el instinto de la muerte no haya más alternativas que las de dirigirse hacia afuera o hacia adentro. En consecuencia, los factores ambientales sólo pueden explicar la dirección que toma el instinto de la muerte, no su intensidad. Si, por otra parte, se sigue la hipótesis expuesta aquí, hay que formular esta pregunta: ¿Qué factores producen el desarrollo de las orientaciones necrófilas y biófilas en general, y más específicamente, la mayor o menor intensidad de la orientación hacia el amor de la vida en un individuo o un grupo dados?

No tengo una contestación plena a esta importante pregunta. En mi opinión es de la mayor importancia estudiar más este problema. No obstante, puedo aventurar algunas respuestas de tanteo a las que llegué sobre la base de mi experiencia clínica en psicoanálisis y de la observación y el análisis de la conducta de grupo.

La condición más importante para el desarrollo del amor a la vida en el niño es, para él, estar con gente que ama la vida. El amor a la vida es tan contagioso como el amor a la muerte. Se comunica sin palabras ni explicaciones, y desde luego sin ningún sermoneo acerca de que hay que amar la vida. Se expresa en gestos más que en ideas, en el tono de la voz más que en las palabras. Puede observarse en todo el ambiente de una persona o un grupo, y no en los principios y reglas explícitas según los cuales organizan sus vidas. Entre las condiciones específicas necesarias para el desarrollo de la biofilia mencionaré las siguientes: cariño; relaciones afectuosas con otros durante la infancia; libertad y ausencia de amenazas; enseñanza —por el ejemplo y no por prédicas— de los principios conducentes a la armonía y la fuerza interiores; guía en el «arte de vivir»; influencia estimulante de otros y respuesta a la misma; un modo de vida que sea verdaderamente interesante. Lo opuesto a estas condiciones fomenta el desarrollo de la necrofilia: crecer entre gente que ama la muerte; carecer de estímulo; frialdad, condiciones que hacen la vida rutinaria y carente de interés; orden mecánico en vez de orden determinado por relaciones directas y humanas entre las personas.

En cuanto a las condiciones sociales para el desarrollo de la biofilia, es evidente que son las mismas condiciones que fomentan las tendencias que acabo de mencionar respecto del desarrollo del individuo. Pero es posible llevar más lejos la especulación sobre las condiciones sociales, aun cuando las observaciones siguientes son sólo el comienzo, y no el fin, de dicha especulación.

Quizá el factor más notorio que debiera mencionarse aquí es el de una situación de abundancia contra escasez, tanto económica como psicológicamente. En la medida en que la mayor parte de la energía del hombre se emplee en la defensa de su vida contra ataques, o para no morir de hambre, el amor a la vida se atrofia y se fomenta la necrofilia. Otra condición social importante para el desarrollo de la biofilia es la abolición de la injusticia. No me refiero aquí con esto al concepto de atesoramiento según el cual se considera injusticia el que no tenga exactamente lo mismo todo el mundo; me refiero a una situación social en la que una clase social explota a otra y le impone condiciones que no permiten el despliegue de una vida rica y digna; o en otras palabras, cuando no se le permite a una clase social participar con otras en la misma experiencia básica de vivir; en último análisis, con la palabra injusticia me refiero a una situación social en que el hombre no es un fin en sí mismo, sino que se convierte en medio para los fines de otro hombre.

Finalmente, una condición importante para el desarrollo de la biofilia es la libertad. Pero no es condición suficiente «la libertad respecto de» trabas políticas. Si ha de desarrollarse el amor a la vida, tiene que haber libertad «para»; libertad para crear y construir, para admirar y aventurarse. Tal libertad requiere que el individuo sea activo y responsable, no un esclavo ni una pieza bien alimentada de la máquina.

Resumiendo, el amor a la vida se desarrollará más en una sociedad en que haya: seguridad en el sentido de que no están amenazadas las condiciones materiales básicas para una vida digna; justicia en el sentido de que nadie puede ser un fin para los propósitos de otro; y libertad en el sentido de que todo individuo tiene la posibilidad de ser un miembro activo y responsable de la sociedad. Este último punto es de particular importancia. Hasta una sociedad en que existen seguridad y justicia puede no ser conducente al amor a la vida si no se estimula la actividad creadora del individuo. No basta que los hombres no sean esclavos; si las condiciones sociales fomentan la existencia de autómatas, el resultado no será amor a la vida, sino amor a la muerte. Se dirá más sobre este último punto en las páginas que tratan del problema de la necrofilia en la era nuclear, específicamente en relación con el problema de la organización burocrática de la sociedad.

He tratado de hacer ver que los conceptos de biofilia y necrofilia se relacionan con el instinto de la vida y el instinto de la muerte, de Freud, pero que se diferencian de ellos. También se relacionan con otro concepto importante de Freud que forma parte de su primera teoría de la libido: el de la «libido anal» y el «carácter anal». Freud publicó uno de sus descubrimientos más fundamentales en su ensayo El carácter y el erotistno anal, en 1909. Dice allí:

Las personas que me propongo describir atraen nuestra atención por presentar regularmente asociadas tres cualidades: son cuidadosos, económicos y tenaces. Cada una de estas palabras sintetiza, en realidad, un pequeño grupo de rasgos característicos afines. La cualidad de «cuidadoso» comprende tanto la pulcritud individual como la escrupulosidad en el cumplimiento de deberes corrientes y la garantía personal; lo contrario de «cuidadoso» sería, en este sentido, descuidado o desordenado. La economía puede aparecer intensificada hasta la avaricia y la tenacidad convertirse en obstinación, enlazándose a ella fácilmente una tendencia a la cólera e inclinaciones vengativas. Las dos últimas condiciones mencionadas, la economía y la tenacidad, aparecen más estrechamente enlazadas entre sí que con la primera. Son también la parte más constante, del complejo total. De todos modos me parece indudable que las tres se enlazan de algún modo entre sí.[26]

Freud sugiere más adelante:

… no parece muy aventurado reconocer en las cualidades que tan frecuentemente muestran reunidas los individuos cuya infancia presentó una especial intensidad de este instinto parcial —el cuidado, la economía y la tenacidad— los resultados más directos y constantes de la sublimación del erotismo anal.[27]

Freud, y después otros psicoanalistas, demostraron que otras formas de economía no se refieren a las heces, sino al dinero, a la suciedad, a las cosas poseídas, y también a la posesión de material inutilizable. Se advirtió también que el carácter anal mostraba con frecuencia rasgos de sadismo y destructividad. El análisis psicoanalítico demostró la validez del descubrimiento de Freud con amplias pruebas clínicas. Pero hay diferentes opiniones acerca de la explicación del «carácter anal» o «carácter acumulativo», como yo lo llamé.[28] De acuerdo con su teoría de la libido, Freud supuso que la energía que suministraba la libido anal y su sublimación se relacionaba con una zona erógena (en este caso el ano), y que, a causa de factores constitutivos unidos a experiencias individuales en el proceso de la utilización del retrete, esta libido anal sigue siendo más fuerte que en la persona corriente. Difiero de la opinión de Freud por cuanto no veo pruebas suficientes para suponer que la libido anal, como impulso parcial de la libido sexual, sea la base dinámica para el desarrollo del carácter anal.

Mi experiencia en el estudio del carácter anal me llevó a creer que aquí tratamos con personas que sienten un profundo interés por las heces y gran afinidad con ellas, como parte de su afinidad general con todo lo que es vivo. Las heces son el producto que el cuerpo acaba por eliminar y que después no le sirve para nada. El carácter anal es atraído por las heces como es atraído por todo lo que es inútil para la vida, como la basura, las cosas inútiles, la propiedad como mera posesión y no como medio para la producción y el consumo. En cuanto a las causas del desarrollo de esa atracción por todo lo que no es vivo, todavía hay mucho que estudiar. Tenemos razón para suponer que, aparte de los factores constitutivos, es un factor importante el carácter de los padres, y en especial el de la madre. La madre que insiste en el aprendizaje del uso estricto del retrete y que muestra un interés indebido por los procesos de evacuación del niño, etc., es una mujer con fuerte carácter anal, es decir, con fuerte interés en lo que está muerto, y afectará al niño en la misma dirección. Al mismo tiempo, carecerá también de alegría en la vida, y no será estimulante, sino amortiguadora. Muchas veces, su ansiedad contribuirá a hacer al niño temeroso de la vida y a sentirse atraído por lo que no es viviente. En otras palabras, no es la preparación en el uso del retrete como tal, con sus efectos sobre la libido anal, lo que lleva a la formación de un carácter anal, sino el carácter de la madre que, por su miedo o su odio a la vida, orienta el interés hacia los procesos de la evacuación y moldea de otras muchas maneras las energías del niño en el sentido de una pasión por poseer y atesorar.

Por esta descripción puede verse fácilmente que el carácter anal en el sentido de Freud y el carácter necrófilo descrito en las páginas anteriores, ofrecen grandes analogías. En realidad, son cualitativamente iguales en su interés por lo unánime y muerto y su afinidad con ello. Sólo se diferencian en la intensidad de esa afinidad. Yo considero el carácter necrófilo como la forma maligna de la estructura de carácter cuya forma benigna es el «carácter anal» de Freud. Esto implica que no hay fronteras claramente definidas entre el carácter anal y el carácter necrófilo, y que con frecuencia será difícil determinar si se trata del uno o del otro.

En el concepto del carácter necrófilo se establece una relación entre el «carácter anal» de Freud, que se basaba en la teoría de la libido, y su especulación puramente biológica de la que nació el concepto del instinto de la muerte. El mismo vínculo existe entre el concepto del «carácter genital» de Freud y su concepto del instinto de la vida, por una parte, y el carácter biófilo por otra. Éste es un primer paso para establecer un puente entre las primeras y las últimas teorías de Freud, y es de esperar que nuevas investigaciones contribuyan a ampliar ese puente.

Volviendo ahora a las condiciones sociales para el desarrollo de la necrofilia, se plantea la siguiente cuestión: ¿Qué relación hay entre la necrofilia y el espíritu de la sociedad industrial contemporánea? Además, ¿qué significado tienen la necrofilia y la indiferencia hacia la vida respecto de la motivación para la guerra nuclear?

No me dedicaré aquí a todos los aspectos que motivan la guerra moderna, muchos de los cuales existieron para las guerras anteriores lo mismo que existen para la guerra nuclear, sino sólo a un problema psicológico muy decisivo perteneciente a la guerra nuclear. Cualquiera que haya sido la explicación racional de las guerras pasadas —defensa contra un ataque, ganancias económicas, liberación, gloria, conservación de un modo de vida—, tal racionalización no sirve para la guerra nuclear. No hay defensa, no hay ganancia, no hay liberación, no hay gloria, cuando en el mejor caso la mitad de la población de un país es incinerada en un lapso de horas, cuando son destruidos sus centros culturales, y sólo queda una vida de barbarie y brutalidad en la que desearán la muerte los que aún queden con vida.[29]

¿Por qué, a pesar de todo esto, siguen haciéndose preparativos para la guerra nuclear, sin una protesta más general que la que existe ahora? ¿Cómo debemos entender que no se levanten y protesten más gentes con hijos y con nietos? ¿Por qué gentes que tienen muchos motivos para vivir, o al menos así lo parece, piensan con calma en la destrucción de todo? Hay muchas respuestas,[30] pero ninguna de ellas da una explicación satisfactoria, a menos que incluyamos la siguiente: que la gente no teme la destrucción total porque no ama la vida, o porque es indiferente a la vida, o también porque muchos se sienten atraídos por la muerte.

Esta hipótesis parece contradecir todos nuestros supuestos de que la gente ama la vida y teme la muerte; además, que nuestra cultura, más que cualquier cultura anterior, proporciona a la gente abundancia de emociones y diversiones. Pero tenemos que preguntarnos si quizá todas nuestras diversiones y emociones no son completamente diferentes de la alegría y el amor a la vida.

Para contestar a estas preguntas tengo que referirme al estudio anterior de las orientaciones hacia el amor de la vida y del amor a la muerte. La vida es crecimiento estructurado, y por su misma naturaleza no está sujeta a control ni a predicción estrictos. En el campo de la vida los demás pueden ser influidos sólo por las fuerzas de la vida, tales como el amor, el estímulo, por ejemplo. La vida sólo puede experimentarse en sus manifestaciones individuales, en la persona individual lo mismo que en un pájaro o una flor. No hay vida de «las masas», no hay vida en abstracto. Nuestra actitud hacia la vida se está haciendo hoy cada vez más mecánica. Nuestro propósito principal es producir cosas, y en el proceso de esta idolatría de las cosas nos convertimos en mercancías. A los individuos se les trata como números. La cuestión no es aquí si se les trata bien y están bien alimentados (también las cosas pueden ser bien tratadas); la cuestión es si las personas son cosas o seres vivos. La actitud hacia los hombres es ahora intelectual y abstracta. Se interesa uno en las personas como objetos, en sus propiedades comunes, en las reglas estadísticas de la conducta de las masas, no en los individuos vivos. Todo esto va unido al papel cada vez mayor de los métodos burocráticos. En centros gigantescos de producción, en ciudades gigantescas, en países gigantescos, se administra a los hombres como si fueran cosas; los hombres y sus administradores se convierten en cosas, y obedecen a las leyes de las cosas. Pero el hombre no nació para ser una cosa; es destruido si se convierte en cosa; y antes de que eso se realice, se desespera y quiere acabar con toda vida.

En un industrialismo burocráticamente organizado y centralizado, se manipulan los gustos de manera que la gente consuma al máximo y en direcciones previsibles y provechosas. Su inteligencia y su carácter se uniforman por el papel siempre creciente de pruebas que seleccionan al mediocre y falto de ánimo con preferencia al original y atrevido. En realidad, la civilización burocrático-industrial que triunfó en Europa y los Estados Unidos creó un tipo nuevo de hombre, que puede describirse como el hombre organización, el hombre autómata y el homo consumens. Es, además, homo mechanicus, por lo que entiendo un hombre artefacto, profundamente atraído por todo lo que es mecánico, y predispuesto contra lo que es vivo. Es cierto que el equipo biológico y fisiológico del hombre lo provee de impulsos sexuales tan fuertes, que hasta el mismo homo mechanicus tiene deseos sexuales y busca mujeres. Pero es indudable que va disminuyendo el interés del hombre artefacto por las mujeres. Una caricatura del New Yorker señalaba esto de una manera muy divertida: una muchacha vendedora que trata de vender cierta marca de perfume a una joven cliente se la recomienda observando: «Huele como un coche sport nuevo». En realidad, cualquier observador de la actual conducta masculina confirmará que esa caricatura es algo más que un chiste ingenioso. Hay, manifiestamente, un número grande de hombres que se interesan por coches sport, aparatos de televisión y radio, viajes espaciales, y por gran número de artefactos, más que por las mujeres, el amor, la naturaleza o la comida; que se sienten más estimulados por la manipulación de cosas inorgánicas, mecánicas, que por la vida. Y ni siquiera es demasiado rebuscado suponer que el homo mechanicus se siente mucho más orgulloso y fascinado por dispositivos que pueden matar a millones de individuos a una distancia de miles de kilómetros y en unos minutos, que asustado y deprimido por la posibilidad de tal destrucción en masa. El homo mechanicus sigue gozando del sexo y de la bebida; pero todos esos placeres son buscados dentro de la estructura de referencia de lo mecánico o inánime. El homo mechanicus espera que tiene que haber un botón que, al oprimirlo, traiga felicidad, amor, placer. (Muchos acuden a un psicoanalista con la ilusión de que podrá enseñarles dónde encontrar el botón). Aquél busca una mujer como uno buscaría un coche; sabe qué botones oprimir, goza de su capacidad para hacer su «carrera» y sigue siendo el observador frío y atento. El homo mechanicus se interesa cada vez más en la manipulación de máquinas que en tomar parte en la vida y responder a ella. En consecuencia, se hace indiferente a la vida, se siente fascinado por lo mecánico y al fin atraído por la muerte y la destrucción total.

Piénsese en el papel que el matar desempeña en nuestras diversiones. Las películas, las historietas cómicas, los periódicos, están llenos de emoción porque están llenos de informaciones sobre destrucción, sadismo, brutalidad. Millones de individuos viven vidas monótonas pero cómodas, y nada les emociona más que ver o leer muertes, ya sea un asesinato o un accidente fatal en una carrera de automóviles. ¿No es esto indicio de lo profunda que ya ha llegado a ser la fascinación de la muerte? O piénsese en expresiones como estar «emocionado hasta morir» o «morirse por» hacer esto o aquello, o «eso me mata». Piénsese en la indiferencia para la vida que se manifiesta en nuestra proporción de accidentes de automóvil.

En resumen, pues, la intelectualización, la cuantificación, la abstracción, la burocratización y la «cosificación» —las características mismas de la sociedad industrial moderna—, no son principios de vida sino de mecánica cuando se aplican a personas y no a cosas. La gente que vive en ese sistema se hace indiferente a la vida y hasta es atraída por la muerte. No se da cuenta de ello. Toma los estremecimientos de la emoción por las alegrías de la vida y vive con la ilusión de que está mucho más viva cuantas más sean las cosas que posee y usa. La falta de protesta contra la guerra nuclear, los estudios de nuestros «atomólogos» sobre el balance de la destrucción total o semitotal, revelan cuánto hemos penetrado ya en el «valle de la sombra de la muerte».

Las características de la orientación necrófila existen en todas las sociedades industriales modernas, independientemente de sus respectivas estructuras políticas. Lo que el capitalismo estatal soviético tiene de común con el capitalismo de sociedades anónimas es más importante que los rasgos en que difieren los dos sistemas. Ambos tienen en común la actitud burocrático-mecánica y ambos se preparan para la destrucción total.

La afinidad entre el desprecio necrófilo por la vida y la admiración por la velocidad y todo lo mecánico, sólo se hizo manifiesta en las últimas décadas. Pero ya en 1909 la vio y la expresó Marinetti en su Primer Manifiesto del Futurismo:

  1. Cantaremos el amor al peligro, el hábito de la energía y la audacia.
  2. Los elementos esenciales de nuestra poesía serán el valor, la osadía y la rebeldía.
  3. Hasta ahora la literatura glorificó la inmovilidad reflexiva, el éxtasis y el sueño; nosotros exaltaremos el movimiento agresivo, los insomnios febriles, el paso largo y rápido, el salto mortal, la bofetada en la oreja, el puñetazo.
  4. Declaramos que el esplendor del mundo se ha enriquecido con una belleza nueva: la belleza de la velocidad. Un automóvil de carrera, su armazón adornado con grandes tubos, como serpientes con aliento explosivo… un automóvil que ruge, que parece correr sobre una granada de metralla, es más hermoso que la Victoria de Samotracia.
  5. Cantaremos al hombre en el timón, cuyo árbol ideal atraviesa la tierra, lanzándose sobre el circuito de su órbita.
  6. El poeta debe darse con frenesí, con esplendor y con prodigalidad, para aumentar el fervor entusiasta de los elementos primordiales.
  7. Sólo en la lucha hay belleza. No hay obra maestra sin agresividad. La poesía tiene que ser un ataque violento a las fuerzas desconocidas, para obligarlas a plegarse ante el hombre.
  8. ¡Estamos sobre el último promontorio de los siglos…! ¿Por qué hemos de mirar hacia atrás de nosotros, cuando tenemos que abrimos paso a través de las misteriosas portadas de lo Imposible? El Tiempo y el Espacio murieron ayer. Vivimos ya en lo absoluto, puesto que creamos la velocidad, eterna y omnipresente.
  9. Queremos glorificar la guerra —única donadora de salud del mundo—, el militarismo, el patriotismo, el brazo destructor del anarquista, las ideas bellas que matan, el desprecio a la mujer.
  10. Queremos destruir los museos, las bibliotecas, luchar contra la moral, el feminismo y todas las vilezas oportunistas y utilitarias.
  11. Cantaremos a las grandes muchedumbres en el entusiasmo del trabajo, del placer y de la rebeldía; la multicolor y polifónica oleada de revoluciones en las capitales modernas; la vibración nocturna de los arsenales y los talleres bajo sus violentas lunas eléctricas; las voraces estaciones que tragan serpientes humeantes; las fábricas suspendidas de las nubes por sus cuerdas de humo; los puentes que saltan como gimnastas por encima de la diabólica cuchillería de ríos bañados de sol; los arriesgados navíos que huelen a horizonte; las locomotoras de ancho pecho que corvetean sobre los rieles, como grandes caballos de acero enjaezados con largos tubos; y el deslizante vuelo de los aeroplanos, el sonido de cuya hélice es como los aletazos de banderas y el aplauso de una muchedumbre entusiasta.[31]

Es interesante comparar la interpretación necrófila que hace Marinetti de la técnica y de la industria con la interpretación profundamente biófila que se encuentra en los poemas de Walt Whitman, quien, al final del poema titulado «Crossing Brooklyn Ferry» («En la barca de Brooklyn»), dice:

¡Prosperad, ciudades! ¡Aportad vuestros cargamentos, aportad vuestros espectáculos, amplios y capaces ríos!

¡Expansiónate, ser que acaso nada supera en espíritu!

¡Guardad vuestros sitios, objetos que nada sobrepasa en duración!

Habéis esperado, esperáis siempre, rudos y buenos servidores.

Os recibimos con un espíritu libre al fin, y somos aún insaciables.

Soto vosotros sois capaces de aceptarnos o de rehusarnos.

Nosotros nos servimos de vosotros y no os despreciamos,

os enarbolamos en nosotros para que en nosotros permanezcáis,

No os penetramos —os amamos—, también hay perfección en vosotros.

Aportáis vuestra parte en vista a la eternidad;

Grande o pequeña, aportáis vuestra parte en vista del alma.[32]

Y al final de «Song of the Open Road» («Canto del camino público»):

¡Cantarada, he aquí mi mano!

Te doy mi cariño, más precioso que el dinero,

Te entrego mi ser, en vez de darte prédicas o ley.

¿Quieres darte a mí? ¿Quieres venir a viajar conmigo?

¿Seguiremos unidos tanto como duren nuestras vidas?[33]

No pudo Whitman haber expresado su oposición a la necrofilia mejor que en este verso: «Pasar (¡oh, viviendo, viviendo siempre!) y dejar los cadáveres atrás».

Si comparamos la actitud de Marinetti hacia la industria con la de Walt Whitman, se ve claramente que la producción industrial como tal no es necesariamente contraria a los principios de vida. La cuestión es si los principios de vida están subordinados a los de la mecanización, o si los principios de vida son los predominantes. Evidentemente, hasta ahora el mundo industrializado no encontró respuesta a la pregunta que se formula aquí: ¿Cómo es posible crear un industrialismo humanista opuesto al industrialismo burocrático que gobierna hoy nuestras vidas?