En las jornadas que la Policía celebraba en mayo en la Feria de Älvsjö, el comisario Bengt Olsson pronunció ese mismo año una conferencia acerca de los conflictos entre las diversas formas de entender el trabajo policial. Olsson dio cuenta de sus experiencias como jefe de la investigación del caso Linda.
Por un lado, él y sus colegas de la policía de Växjö contaban con recursos limitados, y al mismo tiempo, con un gran conocimiento de la zona y sus habitantes, amén de una experiencia práctica respetable. Por otro lado, la policía judicial central, que no tenía que andar contando las coronas y los öre que gastaba y que, quizá por ello, prefería abordar sus problemas en un frente tan amplio como fuera posible.
Por supuesto que se dieron ciertas tensiones entre ambos grupos. Según Olsson, algo totalmente natural que no era culpa de nadie, puesto que vivían en mundos distintos y se habían educado en valores culturales y principios diferentes. Como es lógico, también hubo intercambio de conocimientos y experiencia y, sobre este particular, Olsson quiso hacer hincapié en las valiosas aportaciones que la policía de Växjö recibió del grupo de análisis de conducta de la policía judicial central, así como destacar el excelente trabajo de esta a la hora de registrar el ingente material de la investigación.
Por último y en la firme opinión de Olsson, lo decisivo para atrapar al asesino fue el conocimiento de la zona y de sus habitantes, algo que habría que tener en cuenta también para el futuro. Además habría que reflexionar sobre el modo de fortalecer los recursos de las policías locales y regionales en relación con la investigación de delitos violentos y, de ese modo, sentar las bases de una nueva organización.
Después de la conferencia, Lars Martin Johansson se acercó a Olsson para darle las gracias personalmente. No solo en su nombre, sino en nombre de todos. Nunca habían tenido que agradecer a un solo colega tantas paridas en tan poco tiempo, constató Johansson lo más educadamente que supo. Y si Olsson necesitaba ayuda con más obviedades en el futuro, que ni se le ocurriera molestarlos a él ni a sus colaboradores.
El viernes 28 de mayo, la licenciada Lisa Mattei presentó su tesis doctoral en el departamento de filosofía aplicada de la Universidad de Estocolmo. El título de la tesis era «¿A la memoria de la víctima?», y, en rigor, trataba precisamente de lo que sugerían los signos de interrogación. El mensaje latente en la descripción que los medios de comunicación hicieron de los llamados homicidios sexuales contra las mujeres que la doctoranda había decidido analizar desde la perspectiva del sexo.
La clásica vinculación semiótica entre expresión y contenido y la extraña circunstancia de que, en los últimos cincuenta años, el nombre de pila de cerca de doscientas mujeres constituyera parte de la denominación del caso del asesinato que había acabado con sus vidas. Desde el caso Birgitta, el caso Gerd, el caso Kerstin y el caso Ulla, por mencionar cuatro asesinatos cometidos hacía medio siglo y conocidos en todo el país, hasta los más recientes, perpetrados en el nuevo milenio: el caso Kajsa, el caso Petra, el caso Jenny… el caso Linda.
El hecho de que, de mujeres de carne y hueso, se hubieran transformado en mensajes mediáticos. En símbolos, según el uso lingüístico comúnmente aceptado en semiótica. El que los mejores de esos símbolos, según la forma de verlo de los propios medios de comunicación, podían volver a usarse una vez más, si la policía lograba atrapar al asesino.
Desde la estudiante de policía Linda Wallin, veinte años. Hasta el caso Linda. Hasta el asesino de Linda, y toda la cadena de la justicia, hasta el final.
¿Símbolos de qué? ¿Qué tenían en común, aparte de la forma en que las habían asesinado, en que se las había descrito en los medios de comunicación antes de, finalmente, caer en el olvido relativo de la historia criminal sueca? Obviamente, no podía tratarse de una cuestión sencilla, sin tener en cuenta la cuestión del sexo. Los nombres de los hombres nunca formaban parte de la denominación del caso, con independencia de que el móvil hubiera sido sexual o simplemente desconocido. El hecho de ser persona no bastaba, al parecer. Había que ser mujer pero, al mismo tiempo, no una mujer cualquiera.
Había que ser una mujer de cierta edad. La más joven solo tenía cinco años cuando la violaron y la estrangularon, pero a excepción de una docena de prostitutas, ninguna de ellas era mayor de cuarenta. El móvil y el modo de proceder del asesino tampoco proporcionaban ninguna explicación decisiva. El número de mujeres asesinadas durante el mismo periodo por un móvil sexual, o porque algunas de las lesiones infligidas a la víctima pudieran indicar tal móvil, era de quinientas en el mismo periodo.
Lisa Mattei había planteado la cuestión lógica para cualquier policía pensante y para cualquier mujer policía. ¿Qué había llevado a los medios de comunicación a no hablar del sesenta por ciento de las mujeres asesinadas por motivos sexuales?
Muchas de ellas eran demasiado mayores. La más vieja tenía más de noventa años cuando la violaron y la mataron con la hoja de un hacha normal y corriente. Muchas vivían en unas condiciones sociales espantosas y con hombres totalmente marginados. Muchas habían muerto a manos de asesinos a los que habían atrapado inmediatamente después de la comisión del delito o muy cerca de la misma, y su historia no era lo bastante buena desde un punto de vista puramente dramático.
En resumidas cuentas y por expresarlo de un modo sencillo, carecían de valor mediático en el sentido básico y económico que contempla la venta de un mayor número de ejemplares. No había fotos lo bastante buenas. Ni un argumento emocionante. Eran historias demasiado banales. No servían, ni más ni menos.
Por alguna razón, Lisa Mattei dedicó su tesis doctoral a las casi doscientas mujeres cuyo caso habían denominado con su nombre de pila, colocándolas por orden alfabético. La primera se llamaba Anna, la Anna del caso Anna, y la última, Åsa, la Åsa del caso Åsa.
Y yo me llamo Lisa, Lisa como en el nombre Lisa Mattei, pensó Lisa Mattei cuando pulsó la última letra en el teclado del ordenador. Tengo treinta y dos años, soy mujer, inspectora de policía y, pronto, doctora en filosofía.