El lunes 20 de octubre comenzó el juicio contra Bengt Månsson en el juzgado de Växjö y la sentencia no se hizo pública hasta tres meses más tarde, el 19 de enero del año siguiente. El motivo de tanta dilación fue que el tribunal decidió que Bengt Månsson se sometiera a un examen psiquiátrico exhaustivo, a fin de contar con una base sólida sobre la que dictar sentencia.
Ya el 20 de diciembre recibieron respuesta de la clínica de psiquiatría forense de Lund, pero entonces llegó la Navidad y sus fiestas. Además, el tribunal necesitaba tiempo para limar y perfilar la formulación del sumario y, en general, para meditar bien todos los detalles.
De la conclusión —no sujeta a secreto de sumario— a la que llegó el equipo de psiquiatría forense se colegía en cualquier caso que Månsson sufría una profunda perturbación mental, pero no en el grado suficiente como para condenarlo al confinamiento en un centro penitenciario psiquiátrico. El juzgado, por su parte, dictó una sentencia unánime, en consonancia con la línea propuesta por la fiscalía, y condenó a Bengt Månsson a cadena perpetua por asesinato.
La sentencia se recurrió ante el tribunal de apelación, que reclamó un segundo examen psiquiátrico, realizado en esta ocasión en el Sankt Sigfrid de Växjö, bajo la dirección del recién nombrado catedrático de psiquiatría forense, Robert Brundin.
Las conclusiones de Brundin diferían de las de sus colegas de Lund. Según su firme opinión, Månsson sufría un grave trastorno psicológico y, en la sentencia hecha pública a finales de marzo por el tribunal de apelación, lo condenaron a un centro penitenciario psiquiátrico con alta condicionada.
La semana posterior a la sentencia, el catedrático Brundin apareció en una amplia entrevista televisiva en uno de los numerosos programas de las cadenas estatales. En realidad, se trataba de un delincuente que sufría una grave perturbación mental, con una psique de rasgos marcadamente caóticos que, a su vez, podían vincularse a las experiencias traumáticas vividas en su infancia.
Cierto que no podían invocarse experiencias bélicas, como en general en los delincuentes de comportamiento caótico, pero la cualidad de su contenido y sus consecuencias resultaban perfectamente comparables. Además, esas experiencias quedaban bajo secreto de sumario, por lo que Brundin no podía referirse a ellas con más detalle. En cualquier caso, no se hallaban ante un sádico sexual con fantasías plenamente desarrolladas. Y tampoco podía hablarse de una personalidad netamente caótica, sino más bien de un caso interesante de forma intermedia entre el sádico sexual y el asesino caótico.
—Quiero decir que por fin he hallado el eslabón perdido entre esos dos tipos fundamentales, por así decirlo —constató claramente satisfecho Brundin, que, por lo demás, se felicitaba a sí mismo y a su nuevo paciente por el estrecho contacto que se establecería entre ellos.
—¿Crees que lograrás curarlo? —preguntó la periodista de televisión.
Con todos sus respetos, tanto por ella como por el programa, Brundin opinaba que la pregunta estaba mal formulada.
—¿Qué quieres decir?
—En realidad, se trata de cómo ayudar a las generaciones venideras que sufran los mismos trastornos —explicó Brundin—. Pero si te refieres al tiempo de tratamiento, me temo que precisamente este paciente pertenece ya a una generación perdida —concluyó Brundin que, además, era un hombre versado en literatura.
Bäckström había visto el programa en la tele. Estaba en su agradable madriguera, situada cerca de la comisaría, con una cerveza, un traguito de whisky de malta, una baja por enfermedad, una investigación previa por acoso sexual que pronto estaría archivada, y en el sobre marrón quedaba aún bastante dinero, con lo que su vida bien habría podido ser peor.
Pues habría bastado con que hubieran hecho papilla a ese cabrón, digo yo, pensó Bäckström, que, a pesar de todos sus defectos, era un hombre con un hondo sentido de la justicia popular.