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Un verano sin fin. Un paisaje con tantas playas como estrellas en un cielo nórdico. El domingo, Anna Holt y Lisa Mattei prepararon un cesto y se fueron a una de ellas para cargar las pilas y prepararse para el trabajo de la semana siguiente.

Anna Holt había retomado la gimnasia que tenía abandonada. Se cambió, hizo unos estiramientos y dio una vuelta corriendo alrededor del lago. Cuando volvió, más de diez kilómetros y una hora después, se quitó las zapatillas y cruzó dos veces el lago nadando a crol de orilla a orilla. Luego hizo doscientas abdominales y otras tantas flexiones de brazos. Con la cara encendida por los veinticinco grados de temperatura, terminó con unos estiramientos y algo de relajación.

Lisa Mattei se había tumbado a la sombra para leer otra vez uno de sus libros favoritos de la infancia, Emilio y los detectives, de Erich Kästner. Sobre todo el pasaje donde el pequeño Emil logra capturar al sucio canalla basándose en pruebas técnicas —el agujero del alfiler que atraviesa los seis billetes— había dejado una huella indeleble en su alma e incluso había situado a Emil por delante del maestro de detectives Ture Sventon, cuya técnica de investigación era más intuitiva, documentada principalmente gracias a la observación recurrente del calzado puntiagudo de Ville Vesslas y las conclusiones fundamentadas sobre las peculiaridades de carácter de su portador. Lisa Mattei había dado muestras de su querencia forense desde niña.

Una vez terminada la sesión deportiva, Anna Holt fue a hacerle compañía a la sombra y se entregó también a la lectura. Sirviéndose de las listas de llamadas telefónicas, los testimonios y diversas pruebas técnicas, Lewin había elaborado un informe cronológico de lo que hizo el asesino el día en que, además, violó y estranguló a Linda Wallin. Anna Holt lo necesitaba para los próximos interrogatorios, y tenía la intención de aprenderse de memoria toda indicación horaria y hasta el último detalle de la acción.

A partir de las dieciocho horas del jueves 3 de julio, Månsson estuvo en su casa de Frövägen, en la zona de Öster, a poco más de un kilómetro del centro de Växjö. Poco después de las veintidós horas, recibió la visita de la testigo que se negó a acostarse con él. La joven se marchó hacia las diez y media de la noche y, en cuanto salió por la puerta, Månsson empezó a llamar por teléfono.

Entre las diez y media y la medianoche, realizó en total once llamadas desde el número fijo. Todas ellas a mujeres. Nueve de ellas no estaban en casa y Månsson no había dejado ningún mensaje en el contestador. Una de ellas le contestó, pero no podía quedar con él porque ya tenía una cita. Y hubo otra que también le respondió, pero colgó en cuanto oyó quién llamaba.

Månsson salió entonces a la calle y puesto que la documentación sobre las dos horas siguientes se basaba en las declaraciones de los testigos, no era tan fiable y exacta como, por ejemplo, un registro de llamadas telefónicas o, mejor aún, uno de los registros de teléfonos móviles. Poco después de la medianoche, Månsson saludó a uno de los testigos más comunes a esa hora del día, un vecino que volvía a casa después de sacar al perro. Lógicamente, el testigo estaba completamente seguro del día, la hora y la persona en cuestión. Además, recordaba que Månsson se fue andando en dirección al centro. Lewin exhaló un suspiro y anotó lo que el vecino le dijo en el interrogatorio.

Luego tenían dos testimonios que indicaban que Månsson había estado por lo menos en un pub de Växjö. El de un camarero que le sirvió una cerveza hacia las doce y media y la segunda, media hora después. Lo conocía de otras ocasiones y precisamente aquella noche advirtió que Månsson no iba acompañado de ninguna mujer y que parecía «ansioso y acelerado». Lewin exhaló dos suspiros, y anotó en el bloc la declaración del testigo. El siguiente aseguraba que había visto a Månsson en otro local cercano al primero entre la una y las dos de la madrugada. Lo reconoció por las fotos que había visto en el periódico, «estoy completamente seguro de que era él», anotó Lewin, suspirando una vez más.

A las dos y cuarto, todo empezaba a mejorar. Fue entonces cuando Månsson llamó al número antiguo de Lotta Ericson. Y dado que Lewin había interrogado a la testigo y había comprobado personalmente la lista de llamadas, no tuvo que suspirar una sola vez.

Poco después de las tres de la mañana y según el análisis que habían realizado del asesinato de Linda Wallin, Månsson llegó al barrio en el que vivía la madre de Linda. El coche de la joven estaba aparcado en la calle y, seguramente, el asesino lo reconoció. Cabía suponer que, movido por un impulso repentino, entró en el edificio con la esperanza de ver a Linda. No tenía nada de extraño, ya que el código de acceso llevaba dos días estropeado.

Luego se equivocó, probablemente por la misma razón por la que había marcado el número antiguo de Lotta Ericson, y llamó a la anterior casa de la madre de Linda, en el último piso. En cuanto los perros empezaron a ladrar, bajó corriendo las escaleras. Comprobó el cuadro de nombres junto a la puerta y se fijó en «L. Ericson». La inicial coincidía y el apellido era el mismo. Probó suerte, llamó y Linda, que acababa de llegar a casa, lo invitó a entrar.

Todo lo que venía después eran lógicamente especulaciones, pero puesto que era el propio Lewin quien especulaba, no le costaba el menor esfuerzo confiar en ellas. Antes al contrario, sus apriorismos constituían la base de otras conclusiones que también anotó en el informe. Que Månsson no había visitado a la madre de Linda desde que esta se cambió de apartamento, tres años atrás. Que, probablemente, ella ni siquiera se lo había contado. Que Linda tampoco se lo había mencionado. Que la visita a Linda surgió de forma espontánea, que no la tenía planeada ni decidida de antemano.

Más o menos entre las tres y cuarto y las cinco de la mañana, Månsson estuvo con la víctima en el lugar del crimen. A las cinco, aproximadamente, saltó por la ventana del dormitorio y, con toda probabilidad, se encaminó a pie a su domicilio, adonde seguramente llegó antes de las cinco y media.

Luego preparó una bolsa de deporte con lo imprescindible y decidió salir de Växjö. No se sabía por qué. Ya tenía las entradas para el concierto que Gyllene Tider daría en Öland aquella misma noche, pero desde que las compró habían ocurrido muchas cosas. ¿Un amago de huida? ¿Un intento de agenciarse una coartada y, en tal caso, una razón para no coger el autobús a Kalmar?

Lo más verosímil es que, dada la situación, decidiera robar el viejo Saab del capitán de vuelo, se dijo Lewin. Lo de sentarse en un autobús no parecía una salida meditada. Mejor viajar solo.

De modo que se dirige a pie al aparcamiento de Högstorpsvägen, a un kilómetro de su apartamento. Hacia las seis de la mañana lo ve la testigo nonagenaria, roba el coche y se marcha de allí. Perfectamente posible, ya que entre su casa y el lugar donde estaba aparcado el coche no había más que un buen paseo.

A eso de las seis y cuarto, puso rumbo a Kalmar y, a algunos kilómetros de la ciudad, se deshizo del coche. Estarían a punto de dar las ocho, si es que había respetado los límites de velocidad, pensó Lewin.

Librarse del coche debió de ser pan comido y ya serían en torno a las ocho y media. Sin embargo, no se sabía cómo llegó a Kalmar. Según las reconstrucciones de la policía, lo habría hecho también a pie. Debió de tardar un par de horas en recorrer andando los más de diez kilómetros que había hasta la casa de la mujer a la que había llamado poco después de las nueve de la mañana. Además, nadie lo había visto en el autobús ni haciendo autoestop.

En Kalmar y en Öland estuvo todo el viernes, hasta cerca de la medianoche. A la joven con la que se marchó del concierto no lograron localizarla, pese a que hicieron un llamamiento en los medios de comunicación pidiéndole que se pusiera en contacto con la policía.

Ignoraban dónde habría pasado el resto del fin de semana. Como quiera que fuese, el lunes por la mañana llegó puntual a su trabajo en Växjö.

—Jan Lewin es un hombre meticuloso —constató Anna Holt una vez hubo terminado de leer.

—Ya, bueno, un poco pesado para mi gusto —objetó Mattei—. Y además, tiene un modo angustioso de dar cuenta de los hechos. Creo que los utiliza para controlar su angustia.

—Ya, claro, no como Johansson y todas esas historias que cuenta de sus hazañas y los estúpidos fracasos de los demás —dijo Holt mirando a Mattei con curiosidad.

Pues según Lisa Mattei, no. Lars Martin Johansson no se parecía en nada a Jan Lewin, pese a que tenían la misma edad. Al contrario. Las historias de Lars Martin Johansson le habían enseñado más acerca del trabajo policial que casi todo lo que había hecho, leído, visto u oído después. Además, era terriblemente entretenido y sus relatos siempre contenían alguna intención pedagógica.

—Claro, y además son del todo ciertas —dijo Holt sonriendo muerta de risa.

Totalmente ciertas, según Lisa Mattei, y extraordinarias, dado que Lars Martin Johansson era una de las pocas personas del mundo que habían comprendido que, a veces, el único modo de buscar la verdad era manteniendo un diálogo con uno mismo. Lo que Skinner, nada menos, había desarrollado en sus ensayos acerca de la introspección como medio para alcanzar la verdad y la luz. Y que no tenía nada que ver con esa visión generalizada, corriente y tristona, de la diferencia entre la verdad y la mentira.

—Johansson no miente nunca, ¿verdad? —preguntó Holt para hacerla rabiar.

—No como todo el mundo —dijo Mattei—. No es de esos. Johansson nunca miente para los demás.

—Ajá, ¿y cómo es?

—Puede que se mienta a sí mismo —dijo Mattei con acritud.

—¿Cómo no te casas con él, Lisa? —preguntó Holt.

—Ya está casado. Además, no creo que yo sea su tipo —constató Mattei exhalando un suspiro.