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El trabajo duro, la meticulosidad y la creatividad caracterizaban no solo el trabajo de Jan Lewin, sino también el de sus colaboradores más próximos. De ahí que tuviesen lista la descripción de los antecedentes de Bengt Månsson cinco días después de haberlo detenido.

Treinta y cinco años. Nació en el Hospital General de Malmö una bonita mañana de mayo en que, aquel año, el verano llegó a Escania para quedarse. Primogénito de una madre soltera de treinta años. De padre desconocido que, seguramente, explicaría los rasgos étnicos detectados en el ADN del perfil del asesino cuando aún no lo conocían. Unos rasgos que no habían hecho sino entorpecer la investigación y a los que Lewin aún daba vueltas.

Aparte de todo eso, la madre parecía normal. Procedía de una familia de agricultores de Ängelholm, y los familiares con los que hablaron la describían como guapa y alegre, responsable y, además, emprendedora. Cuando cumplió los veinte, se mudó a Malmö y diez años después era una próspera empresaria, dueña de un salón de belleza y peluquería en el centro, con una situación estupenda y con un número creciente de empleados. Según su hermana mayor, conoció al padre desconocido durante unas vacaciones en Canarias, pero la tía de Bengt Månsson no supo dar más detalles.

En cambio, a los colegas de Malmö que la interrogaron les enseñó fotografías de Bengt Månsson desde que era una criatura adorable hasta que se graduó diecinueve años después, cuando ya se había convertido en un joven muy guapo, más o menos como eran antiguamente los protagonistas de las películas, aunque sin bigote. Para su tía, lo ocurrido era inexplicable y el único consuelo en medio del desastre era que estaba convencida de que no tardarían en descubrir que la policía había cometido un tremendo error.

Cuando Bengt tenía cinco años, su madre conoció a un hombre quince años mayor que ella. Un hombre de negocios próspero y, curiosamente, aún soltero. Un año después, la madre conoció a otro hombre, Bengt tuvo un medio hermano y su nuevo padre lo adoptó. La familia se mudó a una casa de Bellevue, grande y muy cara, a las afueras de Malmö. Su madre vendió el salón de belleza, sacó una buena cantidad por él y pasó a ser ama de casa y a trabajar desde el hogar como representante de una empresa alemana de cosméticos y productos para el cuidado del cabello.

Gente trabajadora y cumplidora, al parecer. Clase media respetable. Ninguna observación de los vecinos, ni en la escuela, ni en los servicios sociales, ni en la policía. Ni contra Bengt ni contra ningún otro miembro de la familia. Sacaba buenas notas en la escuela primaria y estaba por encima de la media cuando acabó el instituto. Tenía buena condición física, sin que le interesara especialmente el deporte, y sus compañeros lo apreciaban aunque ninguno era amigo íntimo. Y todas las chicas del instituto le pidieron para salir ya en el primer curso de primaria.

No tuvo que hacer el servicio militar y se libró de él sin necesidad de recurrir a cuestiones de salud. Después de un año sabático, en el que se dedicó principalmente a divertirse, al tiempo que se ganaba un sueldo moderado haciendo de conserje en las oficinas de su padre, se mudó a Lund y se matriculó en la universidad. Al cabo de cuatro años, obtuvo el título de licenciado en unos estudios de contenido variado. Cine y teatro, filosofía, literatura. Trabajó activamente en el grupo de teatro universitario, en varias asociaciones, con varios coros y con todo aquello que tenía que ver con la parte más fácil de la vida de estudiante en Lund. Y todas las jóvenes que tenía a su alrededor se enamoraban de él a primera vista.

En otoño del mismo año en que se licenció, su madre murió de cáncer y, a diferencia de la mayoría de los pacientes de esta enfermedad, falleció un mes después de recibir el diagnóstico. La víspera de Nochebuena de ese mismo año, su padre adoptivo murió súbitamente de un infarto masivo que lo derribó al suelo entre los agujeros doce y trece del campo de golf de Ljunghusen, aún sin nieve.

Él y su hermano vendieron la casa y las demás pertenencias. Enterraron a sus padres, pagaron las deudas y se repartieron la cantidad sobrante. Mucho menos, por lo demás, de lo que al parecer esperaban y, posiblemente, una circunstancia que contribuyó a que los hermanos no se hubiesen vuelto a ver tras la muerte de los padres. En cuanto terminó los estudios de economía, el medio hermano de Bengt Månsson se mudó a Alemania. Y allí trabajaba desde hacía cinco años en una filial de un grupo empresarial maderero de Suecia. Se casó con una alemana y se instaló a las afueras de Stuttgart. El hermano se negó a hablar con la policía cuando lo llamaron para interrogarlo sobre él. Y todos los familiares de Bengt Månsson habían muerto o renegaban de él.

A los veinticinco años, encontró trabajo de administrador y ayudante de proyectos en la delegación de cultura del municipio de Malmö. Aquel verano, conoció a la hija del capitán de vuelo, que trabajaba haciendo sustituciones como azafata de tierra en el aeropuerto de Sturup. Solicitó un puesto de jefe de proyectos en la delegación de cultura de Växjö y, en cuanto lo contrataron, se fue a vivir con la azafata de tierra a un apartamento que les procuró su futuro suegro. Poco más de un año después tuvieron una hija. Y al cabo de otro año, se separaron. Él se había hecho con un apartamento en Frövägen, donde aún vivía.

Separado, con derecho a ver a su hija de siete años, a la que, últimamente, cada vez veía menos. Salario mensual bruto de veinticinco mil coronas; permiso de conducir, pero sin coche; no figuraba en ninguna lista de morosos ni de la autoridad fiscal; ninguna observación en los registros policiales ni de los servicios sociales. Ni siquiera una multa, vamos. Y todas las mujeres jóvenes que se le acercaban parecían adorarlo.

Con treinta y cinco años y tres meses, violó y estranguló a Linda Wallin en la casa de su madre, en el centro de Växjö. Con ello, obligó a la policía a recabar toda la información sobre su vida hasta el momento de su detención y a elaborar un informe que, en el lenguaje de los policías suecos y entre los agentes de la generación de Lewin, se conocía como «biografía del asesino».

Anna Sandberg interrogó a la hija del capitán de vuelo, que dio testimonio del extraordinario apetito sexual de Bengt Månsson. Pero solo al principio. Entonces lo hacían prácticamente todos los momentos de vigilia. En cuanto se mudaron y ella se quedó embarazada, dejó de tocarla a ella y empezó a acostarse con todas las demás. Ella lo abandonó tan pronto como lo descubrió todo.

A la pregunta directa, la mujer respondió que no, nunca había tenido un comportamiento violento y que, aparte de la frecuencia, siempre practicaron sexo normal y corriente. Bengt Månsson era «el hombre más guapo y el sinvergüenza más encantador que había conocido en su vida», y no comprendía que hubiese hecho lo que hizo hacía un mes. Lo que a ella le preocupaba eran otras cosas, sobre todo la hija de ambos. Ya habían tenido que retrasar el comienzo en la escuela, y el día anterior ella y su marido habían decidido mudarse de Väjxö.

La prensa vespertina le había ofrecido dinero y fama a cambio de que contara su vida con el asesino y cómo era ser madre de su única hija que, además, solo tenía siete años. La bestia asesina y su hija pequeña. Lo que la inclinó definitivamente por irse de Växjö no fueron, no obstante, los buitres cazatitulares de la prensa, sino la redactora de la página familiar del Dagens Nyheter, que quería sacar un extenso reportaje que profundizase sobre ese tema, precisamente. Cómo ella, su nuevo marido y su hija se habían convertido en víctimas de la cacería de los medios de comunicación. Sobre el que hubieran pospuesto el comienzo de la escuela de la niña, si a la pequeña le había afectado emocionalmente saber que su «verdadero padre» era un asesino, sus planes de traslado, quizá incluso de cambiar de nombre y adoptar una identidad secreta. Fue entonces cuando ella y su marido decidieron irse, no sin antes negarse de plano a ofrecer tal entrevista.

Anna Sandberg y otra agente que trabajaba en la policía de Växjö interrogaron el viernes a la madre de Linda, que seguía de vacaciones junto al lago Åsnen.

Un interrogatorio no carente de interés. La madre de Linda estaba conmocionada. La conmoción que había sufrido cuando supo que habían asesinado a su hija se había transformado en lo que se denomina estrés postraumático. Justo a tiempo del siguiente shock: el que sufrió al saber que la policía había atrapado al asesino de su hija y al conocer su propio papel en todo aquello. Ahora estaba de baja, tomaba tranquilizantes y veía a su psiquiatra prácticamente todos los días, siempre bajo los cuidados de su mejor amiga.

En el apartamento de Växjö no pensaba volver a poner el pie jamás, y ni siquiera había tenido fuerzas para pensar qué iba a hacer con él. No sería fácil de vender, ya que todos los que leían la prensa, oían la radio o veían la televisión en el país lo conocían como el «apartamento del asesinato». Los vecinos del barrio donde aún estaba censada se habían dividido en dos bandos: aquellos que trataban de mirar por las ventanas cuando pasaban por delante y aquellos que daban un rodeo. Y ya había recibido una carta anónima de un vecino que estaba preocupado por que su apartamento bajara dramáticamente de precio y la culpaba de ello. Aunque aquella era la menor de sus preocupaciones.

Hacía más de tres años desde la última vez que habló con Bengt Månsson. Desde entonces, no habían mantenido ningún contacto. Sencillamente, no quería tener nada que ver con él y él tampoco había hecho el menor esfuerzo por ponerse en contacto con ella. Dejaron de verse en cuanto descubrió que no tenían mucho en común y que ella ni siquiera le interesaba demasiado. En general, contó la misma historia que Månsson. Cómo se habían conocido, cuánto tiempo duró la relación, dónde se conocieron. Anna Sandberg no hizo más preguntas sobre su vida sexual. Ni siquiera se le habría ocurrido hacerlo.

La propia Linda le había contado que se veía con Bengt Månsson. Unos años más tarde, durante aquel periodo tan difícil entre ella y Linda, cuando su hija se mudó a casa de su «adorado padre», Linda se lo soltó en una de sus frecuentes discusiones. No que se habían acostado, cosa que ella ya sospechaba, sino que lo había conocido. Al día siguiente, Linda la llamó y le pidió perdón. Que eran esas cosas que uno decía cuando estaba enfadado, pero que no hablaba en serio, según Linda. Había tratado de no pensar en ello. Hoy lamentaba profundamente no haber ido directamente a su casa a matarlo.

—Lo que ha ocurrido es culpa mía —dijo mirando al vacío mientras asentía con la cabeza, como para confirmar lo que acababa de decir.

Anna Sandberg se inclinó sobre la mesa. Le cogió los brazos y se los apretó para que le prestara atención.

—Escúchame, Lotta —le dijo—. ¿Me oyes?

—Sí.

—Bien —dijo Anna Sandberg sosteniéndole la mirada—. Lo que acabas de decir es tan absurdo como si hubieras dicho que fue culpa de Linda que la matara. ¿Me has oído?

—Sí, te he oído. Te he oído —repitió al notar que Anna le apretaba el brazo un poco más.

—Fue Bengt Månsson quien mató a Linda. Solo él. Él es el único culpable. Y nadie más. Tú y Linda sois sus víctimas.

—Te he oído —repitió Lotta Ericson.

—Bien —dijo Anna Sandberg—. Pues métetelo en la cabeza. Porque es la verdad. Así sucedió y sucedió por eso.

Después, Anna Sandberg y su colega volvieron a la comisaría de Växjö. Ninguna de las dos se sentía bien. En comparación con cómo estaba la mujer a la que habían dejado, la vida era maravillosa.

—Podría matar a ese cerdo —dijo Anna Sandberg cuando entraban en la cochera.

—Avísame si necesitas ayuda —respondió la colega.

Knutsson y Thorén continuaron la búsqueda infructuosa del diario y otros datos que hablaran de la víctima. Empezaron por interrogar otra vez a las amigas y recabaron información nueva. Finalmente, visitaron a su padre, en la finca, y les fue tan bien como a los colegas que habían hablado con él del mismo asunto con anterioridad.

Henning Wallin no tenía ningún diario. Naturalmente, había pensado bastante sobre el asunto —¿cómo habría podido evitarlo, con lo mucho que la policía lo molestaba con ello?—, y lo único que podía ofrecer eran sus propias reflexiones sobre el particular.

—Por favor —dijo Knutsson.

Para Henning Wallin, un diario era una de las cosas más privadas de una persona. Sobre todo, si se trataba de una persona joven. Como su hija, por ejemplo. Si hubiera tenido un diario, seguramente habría dejado constancia en él del diálogo constante que todo ser humano mantiene consigo mismo sobre su vida, sus sentimientos, su conciencia. A él le habría confiado lo más íntimo, y la única razón de la existencia de tal diario sería su deseo de que todo eso quedase entre ella misma y ella misma.

—¿No lo entendéis? —preguntó Wallin mirando alternativamente a Knutsson y a Thorén.

—Lo entiendo —respondió Knutsson.

—Lo entendemos —dijo Thorén.

—Bien —respondió Wallin—. Y ahora, si me disculpan los señores…

—Me pregunto si lo ha tirado o si lo habrá escondido —dijo Thorén en el coche, ya de vuelta en la comisaría, junto a la plaza de Oxtorget.

—De todos modos, lo ha leído —dijo Knutsson.

—Para comprobar si contenía algo que desvelase quién era el asesino —añadió Thorén.

—Y al ver que no, lo tiraría, seguramente. O lo quemaría, más bien —adivinó Knutsson.

—Sí, seguro que lo quemó —dijo Thorén—. No es de los que tiran las cosas sin más. Aunque yo me inclino por pensar que lo tiene escondido a buen recaudo.

—¿Por qué? —preguntó Knutsson.

—Porque no me parece que sea de los que tiran las cosas —respondió Thorén—. Aunque, claro…

—… totalmente seguros no podemos estar —remató Knutsson.