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A aquellas alturas, todo el mundo sabía quién era el asesino de Linda. Demasiados parecían conocerlo personalmente. La gente, el Gran Detective, trabajaba los tres turnos con todo el personal y las mesas de la unidad de investigación estaban atestadas de oleadas de soplos sobre Månsson.

En primer lugar, el camello de Månsson llamó a su confesor en el grupo de estupefacientes de la judicial provincial. En realidad, él no era de los que iban cantando sobre sus clientes habituales, pero Månsson no era ya un cliente habitual. Y nunca había sido un cliente notable, por otra parte. Solía comprar varias veces al año y casi siempre cannabis. Además, era mal pagador, y ya que a él lo habían enchironado dos años y seis meses, tal vez podían plantearse algún favor a cambio, ¿no?

Más o menos al mismo tiempo, Knutsson averiguó cómo había aprendido Månsson a robar coches. Un antiguo compañero de estudios de Lund llamó para contarles que Månsson y él habían estado trabajando varios veranos consecutivos en un centro para jóvenes de Escania. Además, Månsson tenía facilidad para las manualidades e interés por la técnica, pese a que su aspecto dijera lo contrario y aun cuando él solía fingir que se le daba fatal. Y lo que mejor se le daba, con diferencia, eran las mujeres. Aunque eso ya lo sabía la Policía, ¿no?

Casi todas las demás personas que llamaron eran mujeres jóvenes. Más de las que los investigadores habrían deseado querían hablarles de su experiencia personal con Månsson. Más incluso, de aquello que sus amigas les habían contado. Una de las informantes resultó de particular interés. Tenía una amiga que aún hoy se alegraba de seguir viva. Según le dijo a la informante, había estado con Månsson la noche del jueves 3 de julio. Se dio cuenta de que allí pasaba algo y se marchó.

Dos horas después, Knutsson y Sandberg la estaban interrogando y, como suele suceder, la historia resultó ser parcialmente distinta. Aunque en lo esencial y desde un punto de vista policial, seguía suscitando el máximo interés. Además, coincidía con buena parte de la información que ya tenían.

Hacia las diez de la noche del jueves, la joven llegó a casa de Månsson, al apartamento de la calle Frövägen, en Öster. Había estado allí varias veces aquel verano y todo empezó como siempre, en el sofá del salón de Månsson. Y luego, de repente, ella dijo que no.

—La verdad, no sé por qué —dijo mirando a Anna Sandberg—. De pronto, se me quitaron las ganas.

¿Y cómo reaccionó él?, preguntó Sandberg.

Al principio, él siguió como si nada, pero al ver que ella se resistía, la dejó en paz.

¿Se puso violento? ¿Utilizó la violencia contra ella?

—No —respondió la testigo—. Pero se cabreó bastante. Como un niño pequeño.

Y puesto que la testigo estaba ya igual de cabreada, se bajó el jersey, se abrochó el pantalón, cogió el bolso y se fue.

—Dios, qué alivio —dijo la testigo—. Si me hubiera quedado con él, me habría estrangulado a mí también, seguro.

Peor aún, probablemente, pensó Anna Sandberg. Si hubieras hecho lo normal, hoy Linda Wallin estaría viva. Después, la agente le hizo las consabidas preguntas sobre las preferencias sexuales de Månsson, y ella respondió exactamente igual que las demás mujeres con las que ya habían hablado.

Uno de esos que van de cama en cama, un tío muy solicitado entre las chicas. Le gustaba tomar la iniciativa cuando se acostaba contigo. Guapo, fuerte, musculoso, un follador, un semental que dominaba todas las posturas. Duro si era necesario y, sobre todo, si ella lo pedía, abierto a casi todas las posibilidades y propuestas que se presentaran. Pero violento, no. No pretendía lastimar y mucho menos satisfacer un supuesto sadismo personal.

—Eso es lo más extraño —dijo la testigo—. Yo nunca tuve la impresión de que fuese un sádico. Conmigo nunca se comportó así —aseguró negando con la cabeza.

Porque tú siempre hiciste lo que él quería, porque contigo nunca se sintió lo bastante frustrado, pensó Sandberg.

Sencillamente, tú no eras el tipo que él buscaba, se dijo Knutsson.