82

—Háblame de la segunda vez que viste a Linda —comenzó Holt al día siguiente, en el segundo interrogatorio con Månsson. Al mismo tiempo que hacía la pregunta, se inclinó apoyando los codos en la mesa, sonriendo expectante, con la curiosidad en los ojos.

—Pues sí, la primera vez fue en aquella fiesta del solsticio, en casa de su padre, y entonces yo era… —respondió Månsson, y miró a Holt lleno de asombro.

—Lo sé. Eso me lo contaste ayer —lo interrumpió Holt con expresión casi ansiosa—. Pero ¿y la segunda vez?

La segunda vez fue pura casualidad, según Månsson. Fue un mes más tarde. Se cruzaron en el centro. Lo cual era bastante normal en Växjö. Empezaron a hablar, se fueron a una cafetería y se tomaron un café. Antes de despedirse, le dio a Linda su número de teléfono.

—¿De qué hablasteis? —quiso saber Holt.

De todo un poco, de lo que habla la gente cuando se ve de esa manera y cuando solo se conoce de un encuentro fortuito anterior. Una chica alegre y agradable, y divertida, con un humor muy particular. Muchos sobreentendidos, muchos chistes cortos, algo que Månsson apreciaba, puesto que, según él, no era frecuente en las mujeres. Aunque, en realidad, a quien él conocía era a la madre de Linda y, lógicamente, esa circunstancia influyó en el contenido de su primera conversación a solas.

—O sea, que también hablasteis de ella —adivinó Holt sorprendida al ver que Månsson se confiaba tal y como ella esperaba.

Según Månsson, fue Linda quien sacó el tema. De repente, ella le preguntó y él recordaba incluso sus palabras textuales:

«Háblame de mi mamaíta, anda. ¿Estáis todavía en la fase de la gran pasión?».

En ese punto, Månsson decidió ser igual de sincero y directo. Le explicó a Linda que en ningún momento había sido una gran pasión. Que claro que le gustaba mucho su madre, una mujer guapa e inteligente. Pero, desde luego, ninguna gran pasión. Ni por su parte ni por la de ella. Además, no tenían muchas afinidades, la verdad. La madre de Linda era mucho mayor que él y vivía una vida muy distinta y más aburguesada que la suya. Por nombrar solo un par de ejemplos. Puesto que los dos lo comprendieron enseguida y sin tener que hablar del asunto siquiera, empezaron a verse cada vez con menos frecuencia y últimamente —después de la fiesta del solsticio, en la que conoció a Linda— solo habían hablado por teléfono. El día antes de que la madre de Linda saliera de vacaciones, la llamó para desearle buen viaje. Ella se mostró bastante parca con él y, si alguna vez hubo algo entre ellos, desde luego ya era historia pasada. Esa fue la clara impresión que le dio aquella última conversación telefónica.

—¿Y cómo reaccionó Linda? —preguntó Anna Holt con curiosidad inagotable.

Del modo directo y bien formulado que le era propio. Y seguramente por eso, también esta vez Månsson se acordaba de su respuesta casi al pie de la letra.

—Dijo algo así como Lucky you. «Lo cierto es que mi mamaíta es una verdadera bitch». Lo dijo en inglés, vamos. Como había vivido varios años en Estados Unidos cuando era pequeña… —aclaró.

Aquel mismo día, dos de los interrogantes de Lewin se resolvieron de ese modo que, para un policía curtido como él, no era ya sino una gracia que pedir humildemente. En primer lugar, una auxiliar de enfermería de Kalmar, de veintisiete años de edad, llamó a la policía de Växjö para hablarles del asesinato de Linda Wallin y contarles cosas que acababa de comprender aquella mañana, al leer en el trabajo el Dagens Nyheter y al ver quién era el asesino de Linda. Tras los habituales dimes y diretes con la centralita, fue el colega Thorén quien atendió la llamada, y en cuanto hubo terminado, él y Knutsson se sentaron en el coche para ir a Kalmar e interrogar a la joven.

El viernes 4 de julio por la mañana, Bengt Månsson la llamó al móvil. Estaba en Kalmar y le preguntó si podían verse. Así, sin más, y dado que tenía planes de ir al concierto de Gyllene Tider en Borgholm, que se celebraría aquella misma noche. Después de solventar varios detalles de tipo práctico —por ejemplo, la joven tuvo que cancelar otra cita—, Månsson apareció en su casa y, al cabo de diez minutos, ya se habían acostado. Por lo demás, es lo que estuvieron haciendo la tarde entera, y todo se desarrolló exactamente igual que las otras tres ocasiones en que se había visto con Månsson.

La primera vez, a mediados de mayo, cuando ella y sus compañeros de trabajo fueron al teatro de Väjxö y Månsson les hizo de cicerone. Después de la representación, en cuanto logró zafarse de los compañeros, se acostaron nada más entrar en el apartamento de Månsson, y para ganar tiempo iniciaron el preludio en el taxi camino a su casa.

En esta ocasión, no obstante, el encuentro no se desarrolló tan bien. Por la tarde, durante una pausa en las actividades sexuales, Månsson le preguntó si podía usar su lavadora para lavar un jersey que tenía sucio. Un jersey caro de color azul pálido que, por desgracia, se había manchado el día anterior. Había estado ayudando a un vecino a arreglar el coche y, al meterse debajo, se le hizo una mancha. Además, le advirtió ella, se había hecho una herida en la barriga sin darse cuenta, pero él le dijo que no era más que un arañazo.

La joven le explicó que aquel jersey debía lavarse a mano en agua fría. Sobre todo, si se había manchado de sangre. En cualquier caso, había que descartar por completo la lavadora y, por lo demás, eso lo sabían todas las mujeres y casi ningún hombre. Luego le lavó el jersey y lo tendió para que se secara, tras lo cual volvió a lo que estaba haciendo antes, junto con el propietario del jersey. Por la noche se fueron al concierto. El jersey seguía secándose pero, dado que Månsson se había llevado una bolsa de deporte con algo de ropa limpia, no había problema. Además, la temperatura no bajó de los veinte grados en toda la noche.

Después del concierto, ella se encontró a unos viejos conocidos que también eran de Västervik y, mientras hablaba con ellos, Månsson desapareció sin más. Claro que había mucha gente por allí y bastante jaleo, pero fue como si se lo hubiera tragado la tierra. Lo estuvo buscando durante media hora más o menos, hasta que se encontró a una amiga y compañera de trabajo que, por cierto, estaba en Växjö, en la representación teatral, el día que ella conoció a Månsson. La amiga le dijo que lo había visto hacía un cuarto de hora, cuando salía del parque en compañía de una joven que no era la que ahora preguntaba por él.

—Y me imagino que a ti no te hizo ninguna gracia, claro —observó el inspector Thorén con mucha empatía.

Ni por asomo, desde luego, pero la verdad es que no fue eso lo que la enfureció. Ella no había pensado casarse con Månsson, pero mientras «el hombre ideal» llegaba a su vida, él le valía para sus fines. Los mismos que los de él, seguramente, y por lo que a ese punto se refería, ninguno de los dos había tenido motivos para quejarse. Lo que la indignó, lo que «de verdad me sacó de mis casillas, no sé si me explico», fue que tuvo el valor de dejar que le lavara el jersey.

La primera medida que adoptó al llegar a casa aquella noche, pues, fue coger el jersey, meterlo en la bolsa que se había dejado allí y tirarlo todo a la basura. Ella confiaba en que la llamaría al cabo de unos días para poder contárselo, por lo menos, pero no fue así. Y a ella no se le pasó por la cabeza llamarlo.

—Así que lo tiraste todo a la basura, ¿no? —preguntó Thorén.

El jersey, un par de calzoncillos usados, tal vez algo más que ya no recordaba y la bolsa con la ropa. Todo había ido a parar al contenedor de la basura y, puesto que en su bloque la basura se recogía una vez por semana, ella misma dudaba de que hubiese ninguna esperanza de recuperar el jersey.

—Bueno, yo creo que bastará con haber hablado contigo —aseguró Knutsson, que prefería evitar la palabra testimonio mientras fuera posible.

—Cuando estuviste con él viste que tenía una herida en el abdomen —dijo Thorén—. ¿No recuerdas con detalle el aspecto de la herida?

No tenía nada de particular, según la testigo. Un arañazo normal y corriente. A unos centímetros por encima del ombligo.

¿Profundo? ¿Inflamado? ¿Infectado? ¿Largo? ¿Antiguo?

No, no era un arañazo muy profundo, la herida estaba limpia, de diez o quince centímetros, causado hacía varios días, tal y como él le dijo.

Parecía como si se hubiera arañado con un borde afilado, y lo más sencillo, dijo, era que Thorén se levantara la camisa y así podría indicárselo directamente. Teniendo en cuenta dónde trabajaba, no tenía nada de extraño, concluyó la testigo.

—Gracias por la oferta —respondió Thorén sonriente—. Pero ¿qué te parece si yo voy haciendo un dibujo en un papel mientras tú me vas indicando?

—Exacto —confirmó la testigo cinco minutos más tarde asintiendo al ver el boceto que Thorén acababa de dibujar—. Oye, ¿no has pensado en ser artista en lugar de policía?

—Pues no —respondió Thorén sonriendo—. Pero siempre me ha gustado dibujar. Una herida horizontal de unos diez centímetros de longitud y a poco más de diez centímetros del ombligo, y los arañazos en dirección hacia el pecho, ¿no es eso?

Seguro, así era, según la testigo, y siempre y cuando aquello quedara entre los que se encontraban en la habitación, lo sabía con total certeza porque le había besado la herida varias veces. Un poco de desinfectante Desivon y unos besos, le había propuesto ella. Månsson rechazó el Desivon, pero los besos sí que se los dio.

—Qué muchacha más extraordinariamente guapa —suspiró Thorén una vez en el coche de regreso a Växjö.

—Deberías haber aprovechado y haberle enseñado la tabla de lavar —respondió Knutsson que, de repente, parecía enojado.

—No quería que tuvieras que avergonzarte —respondió Thorén suspirando encantado.

—Así que el bueno de Månsson tuvo tiempo de más de una cosa —dijo Knutsson, aunque en realidad quería cambiar de tema.

—Suerte que no vivió en la época de Zorn —dijo Thorén que, pese a ser policía, tenía un notable y sincero interés por el arte.

—A pesar de ese desastre menor que supone lo del contenedor de la basura, yo creo que podemos estar muy satisfechos —afirmó Lewin un par de horas después, cuando lo hubieron informado de lo que les había contado la testigo—. Aunque lo que has dicho de Zorn no lo he entendido muy bien —añadió mirando a Thorén.

El interés de Månsson por las mujeres, explicó Thorén. La verdad, parecía que se hubiese acostado con todas Las muchachas de Småland. O casi. Exactamente igual que Anders Zorn que, según cuentan, llegó a engendrar cincuenta y cinco hijos extramaritales reconocidos en los ratos que no dedicaba a pintar.

—Cincuenta y cinco solo en los municipios de Orsa y de Gagnef. Y Månsson tiene suerte de que las chicas hoy en día tomen anticonceptivos. Parece que a él solo le ha dado tiempo de tener un hijo —explicó Thorén.