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Växjö, lunes 25 de agosto-viernes 12 de septiembre

Desde el lunes 25 de agosto hasta el viernes 12 de septiembre, la intendente interina Anna Holt había interrogado a Bengt Månsson un total de doce veces. La vicefiscal general Katarina Wibom, la comisaria interina Lisa Mattei y la inspectora Anna Sandberg se habían turnado para actuar como testigos de los interrogatorios. El primer interrogatorio fue el más breve y Anna Holt estaba sola con Månsson.

—Me llamo Anna Holt y soy intendente de la judicial central —dijo Holt. Y tengo cuarenta y tres años, pensó. Madre soltera de Nicke, veintiún años, bastante satisfecha en general, aunque alguna que otra cosa habría podido ser mejor y el futuro dirá si hay razón para llegar a vivirlo, pensó.

—Ya, entonces quizá puedas explicarme cómo es que he venido a parar aquí —dijo Månsson.

—Porque eres sospechoso de haber asesinado a Linda Wallin —respondió Holt.

—Sí, eso ya me lo ha dicho la tal Wibom —dijo Månsson—. Es grotesco. No tengo ni idea de lo que me estáis hablando.

—No lo recuerdas —dijo Anna Holt.

—Ya, pero debería, ¿no? Si hubiera matado a alguien, lo recordaría, ¿no? No es una cosa que uno olvide así como así, ¿no es cierto?

—Seguro que no es la primera vez que pasa —dijo Holt—. ¿Sabes una cosa? —continuó—. Creo que vamos a dejar eso por el momento.

—Y entonces, ¿qué hacemos aquí?

—Podrías contarme cómo conociste a Linda —dijo Holt—. Empieza por el día que la conociste.

—Claro —dijo Månsson—. Si eso puede ser de ayuda, pues claro que puedo contaros cómo conocí a Linda. No es ningún secreto.

El interrogatorio terminó a los cuarenta y tres minutos, según el protocolo, y media hora después Katarina Wibom, llena de curiosidad, pasó por el despacho de Holt.

—¿Qué tal ha ido? —preguntó.

—Tal y como habíamos planeado y conforme a mis expectativas —respondió Anna Holt—. Del suceso en sí no recuerda absolutamente nada, y teniendo en cuenta lo que ocurrió, lo contrario me habría sorprendido mucho, como poco. Me ha contado cómo conoció a Linda y a su madre. Además, habla conmigo sin problemas. Es agradable y solícito, a pesar de las circunstancias. Mucho más de lo que se podría pedir —remató con una sonrisa—. Y supongo que querrás saber lo que ha dicho —continuó Anna.

—Si tienes un momento —dijo la fiscal.

Månsson conoció a la madre de Linda en un congreso, en mayo, hacía más de tres años. Debían discutir varios proyectos de carácter sociocultural que se estaban desarrollando a cargo del municipio, orientados principalmente a los jóvenes de origen inmigrante. Lotta Ericson participaba en calidad de profesora de instituto que, además, tenía un número elevado de alumnos inmigrantes. Él, como jefe de proyectos de la administración de cultura. Al parecer se cayeron bien en la primera pausa para el café. Unos días después salieron a cenar y la velada terminó en la cama de Månsson, en el apartamento de Frövägen. A partir de ahí, continuaron como es habitual y, un mes más tarde, conoció a Linda en la celebración del solsticio en la granja de su padre, en las afueras de Växjö.

—¿Y qué pasó después? —preguntó la fiscal.

—Pues no lo sé —confesó Anna Holt—. El caso es que le sugerí que lo dejáramos ahí y que ya seguiríamos mañana. Y puesto que a él le pareció bien, eso hicimos —explicó.

—Lo veo arriesgado —opinó la fiscal.

—La verdad es que no lo creo —respondió Anna Holt—. Tengo la impresión de que lo que le atrae de verdad es el tipo de mujer difícil de conquistar, así que traté de mostrarme algo distante.

—¿Intentó propasarse contigo? —preguntó la fiscal.

—Bueno, lo que desde luego sí intentó fue venderse —constató Holt—. El futuro dirá cómo va a desarrollarse nuestra relación —dijo encogiéndose de hombros.

—Madre mía, qué emocionante —dijo la fiscal, estremeciéndose de gusto.

—Sí, bueno, siempre es un poco emocionante —aseguró Anna Holt.

El mismo día que Holt inició los interrogatorios con Månsson, ofrecieron una conferencia de prensa. Por cierto, la más concurrida en la historia de la policía de Växjö. En la tarima estaban el jefe de la investigación, la vicefiscal general Katarina Wibom, acompañada del comisario Bengt Olsson y de la portavoz de prensa de la policía de Växjö. El último por el flanco izquierdo era Jan Lewin, a quien nadie hizo ninguna pregunta pero que, a su pesar, había terminado apareciendo en la pantalla del televisor a causa de la elocuencia de su gesticulación. En dos ocasiones lo habían enfocado en las noticias de Rapport. Lewin hizo un misterioso movimiento de torsión de cuello que expresaba un fuerte rechazo que, por alguna razón incomprensible, sirvió para ilustrar la respuesta del comisario Olsson a la única pregunta directa que le hicieron.

En primer lugar recibieron una avalancha de preguntas sobre el autor de los hechos y la fiscal resolvió la mayoría de ellas mientras que la portavoz se dedicaba a intentar poner orden entre los periodistas y dar la palabra de la forma más justa posible, pese a que todos gritaban a una. Sin entrar en detalles, la fiscal contaba con poder decretar su ingreso en prisión por indicios probables al día siguiente, o el miércoles, a más tardar. Aún esperaban los resultados de algunos análisis, eso era cuanto tenía que decir y, desde luego, no iba a pronunciarse acerca de la persona que tenían detenida bajo sospecha razonable.

Después de las consabidas preguntas rutinarias precisamente sobre quién era el detenido, terminaron por abandonar. No había un solo periodista en la sala que no supiera ya cómo se llamaba, dónde vivía y en qué trabajaba. Su fotografía, su nombre y su dirección aparecían ya publicados en la red, y el Dagens Nyheter y los cuatro dragones vespertinos lo publicarían al día siguiente, y todos perseguían a los familiares, los amigos, los conocidos, los compañeros de trabajo, los vecinos y a todo aquel que tuviera algo que decir, ya fuera verdad o mentira.

Después dejaron en paz a la fiscal, continuaron con la policía y ralentizaron la marcha. A Bengt Olsson le pidieron que hiciera algún comentario sobre el trabajo de investigación pero, por alguna razón, el jefe respondió a otra cosa completamente distinta. La pregunta se refería al hecho de que el secretario de justicia y el defensor del pueblo hubieran criticado la investigación y en concreto la toma de muestras de ADN de cerca de mil ciudadanos inocentes de Växjö. Según Olsson, el recorte del personal de la unidad de investigación, que había pasado de poco más de treinta a poco más de doce, indicaba precisamente que aquello había pasado a la historia y que la investigación había entrado en una fase completamente distinta.

¿Habían encontrado al asesino gracias al ADN?, preguntó el reportero de Rapport. Tampoco sobre ese particular podía Olsson ofrecer ningún detalle, pero al menos sí declarar que la técnica del ADN había desempeñado un papel importante en la fase final de sus averiguaciones. Y sin que nadie se explicase por qué, fue la escuálida garganta de Lewin la que ilustró aquellas declaraciones en televisión.

Una vez concluida la reunión con la prensa, Lewin volvió a su despacho para tratar de olvidar lo ocurrido y ponerse manos a la obra con la búsqueda, hasta el momento infructuosa, del jersey de caballero que, seguramente, era el origen de las fibras azules encontradas. La idea de Sandberg de preguntarle al capitán de vuelo fue bastante buena, porque resultó que, hacía ya unos años, el hombre había comprado un jersey como aquel en el aeropuerto de Hong Kong. Una oferta extraordinaria, precio rebajado y, para colmo, en Hong Kong, de todos los lugares posibles, donde a veces podían adquirirse los artículos más lujosos casi gratis.

—Si no recuerdo mal, lo habían rebajado de novecientos dólares a noventa —dijo el capitán satisfecho.

Después le enseñaron unas fotos de varios jerséis, y el capitán se detuvo de inmediato en uno de ellos, azul claro, con el escote de pico y manga larga.

—Era exactamente como este, de buenísima calidad. Fresco en verano, cálido en invierno; era mi jersey favorito en todas las estaciones del año —declaró el capitán.

¿Qué había sido del jersey? Un día, de repente, lo echó en falta, y aún seguía desaparecido.

¿No se lo habría regalado a quien a la sazón era la pareja de la menor de sus hijas?, preguntó Anna Sandberg. De ninguna manera, según el capitán de vuelo. Lo único que le habría gustado darle era una patada en el culo. Si hubiera sabido entonces lo que sabía hoy, lo habría hecho con todas sus ganas. En cuanto a las demás andanzas de Bengt Månsson, el capitán sugería que nos dirigiéramos a su hija, aunque agradecería que la dejasen en paz unos días, hasta que hubiera logrado reponerse. En aquel entonces, él trató de limitar su relación con Månsson al mínimo indispensable exigido por la buena educación. El gran misterio, a decir del capitán, era que ciertas mujeres, con independencia de lo inteligentes, guapas y encantadoras que fueran, como su propia hija, por ejemplo, no parecían entender nada de nada en lo que a algunos hombres se refería.

—¿Y no será que Månsson se lo llevó prestado o quizá… bueno, que lo hubiese robado, sencillamente? —quiso saber Anna Sandberg, que ya estaba deseando quedar con la hija menor del capitán de vuelo para mantener con ella una larga conversación sobre hombres incomprensibles, precisamente. Una conversación entre hermanas, como mínimo.

—Desde luego, no me extrañaría —resopló el interrogado—. Siempre lo creí capaz de más de una cosa.

—¿A qué te refieres? —preguntó Anna Sandberg.

Bueno, desde luego, no el asesinato. Cuando él y su familia recibieron la noticia de la policía el día anterior, a última hora de la tarde, todos quedaron conmocionados, y aún lo estaban, claro. Aparte de los problemas de tipo práctico, puesto que la nieta empezaría en la escuela y todo eso. Él, por su parte, se había dado perfecta cuenta de qué clase de tipo era Månsson desde el principio.

—¿Te refieres a algo en concreto? —preguntó Sandberg.

La primera vez que lo notó fue cuando su hija vivía con Månsson. Estaba embarazada de siete meses. Su futuro suegro y un antiguo colega suyo sorprendieron en un restaurante de Växjö a Bengt Månsson en compañía de otra mujer. Además, tuvo la cara dura de acercarse y presentarla como una de sus compañeras de trabajo.

—Ni siquiera tuvo la decencia de irse a un restaurante de Kalmar o de Jönköping —constató el capitán de vuelo.

Imposible confiar en él, descaradamente infiel, mentía acerca de todo lo habido y por haber, malgastaba el dinero, incapaz de distinguir entre lo propio y lo ajeno, le costaba cuidar de su propia hija, como si no quisiera hacerlo, más bien parecía utilizarla para usar el viejo Saab del capitán de vuelo, y el gran misterio seguía siendo por qué a la hija del capitán le hicieron falta dos años para comprender lo que él empezó a sospechar desde el primer día.

—Está claro que me robó el jersey —dijo el capitán—. Siempre lo sospeché. Era lo mínimo que podía ocurrírsele.

El registro domiciliario que efectuaron en el apartamento de Bengt Månsson no dio lugar al hallazgo de ningún jersey. Si lo había tenido allí, ya no estaba. Por lo demás, no encontraron casi nada de interés. Månsson tenía el apartamento extraordinariamente limpio y ordenado. Teniendo en cuenta el testimonio unívoco de los vecinos sobre el río de mujeres jóvenes que por allí habían desfilado a lo largo de los años, no cabía sino reconocer que apenas habían dejado rastro. Lo más interesante era precisamente lo que faltaba. Por ejemplo, Månsson se había desecho del disco duro del ordenador y lo había sustituido por uno nuevo hacía tan solo un mes.

—Me figuro que ya se habrá desecho también del jersey —le dijo Enoksson a Lewin—. Si quieres saber mi opinión, yo creo que se libró del jersey al mismo tiempo que del coche.

Después de la conversación, Lewin hizo una anotación sobre el móvil de prepago al que Månsson había llamado la misma mañana que asesinaron a Linda. «¿A quién hizo aquella última llamada?», escribió en la lista que tenía en el ordenador.