79

Lewin había tenido que dedicar también la tarde a los asuntos prácticos y, en primer lugar, informó a la fiscal.

—Hasta esta mañana no hemos recibido el informe del laboratorio —explicó Lewin—. Hasta ese momento, todo eran hipótesis más o menos infundadas, así que no quería molestarte inútilmente, por si acaso. Por eso no te he llamado antes —se disculpó.

La fiscal no tenía la menor objeción. Al contrario. Solo sentía un alivio enorme y en cuanto tuviera la confirmación definitiva del laboratorio de que se trataba del ADN de Månsson, lo mandaría apresar. Por el momento estaba arrestado, y si Lewin así lo deseaba, podía acompañarla a los calabozos cuando fuera a comunicarle su decisión al detenido. Porque tenía pensado hacerlo personalmente. Växjö era una ciudad pequeña, ella estaba en su puesto en la comisaría y, además, tenía mucha curiosidad por conocerlo.

—Ni siquiera lo he visto —dijo la fiscal—. Ah, por cierto, otra cosa. ¿Dónde está Olsson?

—Tiene el fin de semana libre —respondió Lewin—. Hemos intentado localizarlo por teléfono. Esperemos que nos devuelva la llamada. —Lewin se encogió de hombros. Aunque no sé de qué nos va a servir, pensó.

—Me temo que no tendrá un aspecto tan terrible —comentó Lewin mientras caminaban por la galería de los calabozos—. Quiero decir, teniendo en cuenta lo que ha hecho.

—Ya, nunca tienen el aspecto que se espera —dijo la fiscal—. Al menos, no aquellos a los que yo he conocido.

Månsson no presentaba un aspecto tan terrible. Estaba en la celda, sentado en el catre, y parecía más bien ausente. Exactamente igual que todos aquellos a quienes, por primera vez en su vida, se les arrebataba la identidad del modo más tangible en que esta podía perderse en una democracia. En primer lugar, le quitaron las esposas y lo registraron. Luego, tuvo que desprenderse de la ropa que llevaba y ponerse los calzoncillos, los calcetines, los pantalones y la camisa del calabozo. Además le dieron un par de zapatillas de fieltro, que podía usar si quería. Luego le pidieron que firmara un recibo de entrega de sus pertenencias.

Tras un rato de espera, llegaron dos técnicos. Fotografiaron a Månsson, lo midieron y lo pesaron, le tomaron las huellas dactilares y las de la palma de las manos. Luego, se unió a los técnicos un médico que le tomó una muestra de sangre, le pidió que dejara un pelo de la cabeza, del cuerpo y del pubis, y lo examinó. Fueron metiéndolo todo en bolsas de plástico o en frascos de cristal, los etiquetaron, lo sellaron y lo firmaron. Månsson debía quedarse allí y, por primera vez, habló sin que nadie le hubiese hecho ninguna pregunta.

—¿Podrían contarme de qué va todo esto? —preguntó.

—La fiscal llegará dentro de un momento —aseguró uno de los técnicos—. Seguro que ella te da toda la información que pueda.

—Pues la verdad, no me encuentro bien —dijo Månsson—. Tengo que tomar una serie de medicamentos y no me permitieron traérmelos. Los tengo en casa. En el armario del baño. Son para el asma y cosas así.

—Lo hablamos a solas —prometió el médico con una sonrisa—. En cuanto acabemos con esto —añadió señalando a los técnicos con un gesto.

—Es muy guapo —constató la fiscal cuando volvía con Lewin a las oficinas de la unidad de investigación—. ¿Y dices que no hay ningún cargo contra él? Después de lo que ha ocurrido, quiero decir.

—Es como los actores de antes —dijo Lewin—. Sin cargos —confirmó.

—Aunque no parece encontrarse bien —dijo la fiscal como si pensara en voz alta—. ¿Crees que terminará por confesar? —preguntó.

—La verdad, no lo sé —admitió Lewin—. Ya lo veremos. —Aunque para lo que importa, teniendo en cuenta todo lo demás, pensó.

Mientras que el resto del equipo andaban de un lado para otro como locos, Bäckström se había dado una vuelta por allí y había recibido las felicitaciones que tanto se merecía. De repente, todos parecían contentos como niños. Incluso las dos investigadoras textiles, que una semana atrás se mostraron agrias como el vinagre, le sonrieron y soltaron una risita en cuanto lo vieron.

—Me alegro de verte, Bäckström —dijo la una—. Y enhorabuena, por cierto —añadió más contenta aún.

—Es una pena que tengas que irte —comentó la otra—. Aunque puede que se nos presente otra ocasión. De conocernos mejor, quiero decir.

Aquí hay algo que no encaja, pensó Bäckström. Pero puesto que no sabía qué era, se limitó a asentir. Breve y virilmente.

—Bueno, esto ya podéis rematarlo vosotros, digo yo —aseguró Bäckström. Manada de tías y de polis paletos. Y además, es el momento ideal para una cerveza fría, se dijo.

Rogersson estaba en su despacho y parecía melancólico.

—Estaba pensando en irme por hoy —dijo Bäckström.

—Me apunto —respondió Rogersson—. Tengo que quitar de en medio algunos archivadores y cruzar unas palabras con Holt, pero luego puedo irme yo también.

—Holt —dijo Bäckström—. ¿Es que ya está aquí la chocho agrio esa?

—La he visto en el pasillo hace un momento —confirmó Rogersson—. A ella y a la rubia que antes trabajaba en los servicios secretos, Mattei, creo que se llama. Lisa Mattei. Tengo entendido que su madre es intendente de los servicios secretos o algo así. Una verdadera arpía, si quieres saber mi opinión. Ahí estaban las dos, hablando con nuestra querida fiscal. Las tías estarán haciendo la ola, supongo.

—Nos vemos en el bar del hotel —dijo Bäckström levantándose a toda prisa—. Ah, y procura mantenerte sobrio, que puedas conducir.

Acto seguido, salió por la discreta puerta que solía usar, para no tener que cruzarse con Holt. Si yo cogiera y llamara al padre de la víctima y le contara la alegre noticia…, pensó Bäckström una vez en la calle.

Mientras Bäckström descansaba tranquilamente en la habitación del hotel dando sorbitos a una cerveza fría que se había ganado a pulso, sonó el teléfono. Era el padre de Linda. Al parecer, el pánfilo de Knutsson ya lo había llamado para atribuirse el mérito.

—Me han dicho que vuelves a Estocolmo —dijo Henning Wallin.

—Hay bastante lío en estos momentos —confirmó Bäckström sin entrar en detalles—. Pero al que lo hizo lo he metido en el calabozo yo personalmente, de modo que ya no tienes que preocuparte por él. Haremos jabón de ese hijo de puta, así que tranquilo —aseguró.

—Ya, pero a mí me gustaría que nos viéramos de todos modos —insistió Henning Wallin—. Al menos, para darte las gracias personalmente.

—Lo veo complicado —dijo Bäckström—. Acabo de tomarme una cerveza —le explicó.

—Puedo mandar al capataz a buscarte —dijo Wallin.

—Hombre, siendo así —dijo Bäckström, que aún dudaba un poco.

—Tengo algo para ti —volvió a insistir Wallin.

—Bueno, en ese caso, vale —accedió Bäckström. Me pregunto qué será, se dijo.

Una hora después, Bäckström estaba cómodamente sentado en el sofá, delante de la chimenea de la gigantesca sala de estar de la granja de Henning Wallin. Por respeto al luto del anfitrión, había cambiado la camisa hawaina y los pantalones cortos por algo más adecuado, elegido de su abundante repertorio. Tenía en la mano un vaso de whisky de malta de la mejor marca y, desde luego, la vida habría podido ser peor. También Wallin parecía mucho más animado que la última vez que se vieron. Entre otras cosas, se veía que ya controlaba la mano derecha a la hora de afeitarse.

—Dime, ¿quién es? —preguntó Henning Wallin inclinándose hacia Bäckström.

—Un tío al que yo le tenía ganas desde el principio —respondió Bäckström saboreando reflexivo el líquido dorado del vaso—. Un sexto sentido —dijo con humildad, frotándose con los dedos la yema del pulgar—. Nada concreto, pero uno lleva ya tanto tiempo en esto, y me pareció desde el principio que ese tipo tenía algo raro —explicó, y acto seguido subrayó lo que acababa de decir con un buen trago.

—¿Cómo se llama? —preguntó Wallin.

—En realidad, no debería decírtelo —respondió Bäckström—. O sea, no en esta fase de la investigación.

—No saldrá de esta habitación —dijo Wallin.

—De acuerdo —respondió Bäckström, y se lo contó todo mientras Wallin le servía más whisky.

—En fin, parece que conocía a la mayoría de la gente de la ciudad —concluyó Bäckström—. Por desgracia creo que también es muy amigo de ese desgraciado de Bengt Olsson, así que la cosa era un tanto delicada, debo decir…

—Además, se había acostado con la que fue mi mujer —lo interrumpió Wallin, a quien, de repente, se le encendieron las mejillas—. Tengo algo que debería darte, me parece —añadió levantándose del sillón.

Al cabo de unos minutos, Henning Wallin volvió con uno de los muchos álbumes de fotos de la granja, donde, desde hacía muchos años, tenían la costumbre de documentar todas las celebraciones importantes y todo tipo de acontecimientos.

—Mira —le dijo Henning Wallin entregándole una foto del álbum—. Si me pongo a buscar, seguro que hay más. Es de la fiesta del solsticio de hace tres años —explicó—. Linda se empeñó en invitar a su madre y ella se trajo al que entonces era su novio. El mejor candidato de entonces, de una larga lista de candidatos, te lo aseguro.

—Sí, yo siempre tuve la sospecha de que algo de eso había —aseguró Bäckström.

—Puedes quedártela —dijo Wallin—. Y procura encerrar a ese cerdo. Ella y su supuesto novio me han arrebatado a mi única hija.

—No será difícil hacerlo —dijo Bäckström generoso, y se guardó la fotografía en el bolsillo antes de que el anfitrión se arrepintiera.

—Lo tomaré como una promesa de la única persona en la que parece que puedo confiar —aseguró Henning Wallin.

—No te preocupes —repuso Bäckström—. Bueno, yo creo que tú querrás estar solo.

—El capataz te llevará a casa —dijo Wallin—. One for the road —añadió llenándole el vaso a Bäckström una vez más.

Mientras Bäckström bebía aquel whisky tan caro, Rogersson entregó los archivadores y estuvo hablando con Holt.

—Estaba pensando volverme con Bäckström —explicó Rogersson—. Para que ese gordinflón llegue a casa sano y salvo.

—Ya, pues a mí me haría falta que te quedaras —reconoció Holt—. Al menos unos días.

—Tengo cumplido el límite de horas extraordinarias —dijo Rogersson, encogiéndose de hombros como disculpándose.

—Creo que no harán falta horas extraordinarias —replicó Holt.

—En ese caso, te diré que me siento algo pachucho —dijo Rogersson—. He estado a tope últimamente.

—Conduce con cuidado —dijo Holt.

Qué práctico eso de tener capataz propio, pensó Bäckström mientras él y Wallin se despedían en el vestíbulo.

—Esto es para ti —dijo Wallin entregándole una caja con una botella de la misma marca que habían estado bebiendo.

—En realidad, no puedo aceptar este tipo de cosas —dijo Bäckström, y cogió la botella.

—No sé de qué me hablas —respondió Wallin sonriendo con picardía—. Y además, se te olvidaba esto —añadió mientras le metía en el bolsillo de la chaqueta un sobre marrón muy abultado.

Obviamente, lo que hay aquí dentro no son fotos, pensó Bäckström en el asiento trasero del Range Rover negro de Wallin, después de haber tanteado el contenido del sobre con toda la discreción posible. El sexto sentido, nada de fotos, pensó Bäckström.

—¿Podrías parar en la comisaría un momento? —preguntó—. Tengo que subir a coger unas cosas que se me olvidó llevarme —explicó.

Sin problemas, según el capataz. Según el jefe del mismo capataz, él estaba a disposición de Bäckström toda la tarde. Y seguramente más, incluso, si fuera necesario.

Bäckström dejó la caja con el whisky de malta en el asiento trasero del coche mientras subía a echar un último vistazo por la comisaría y se despedía definitivamente de todos los inútiles que aún seguían allí intentando decidir si debían espirar o inspirar el aire para no asfixiarse.

Además, llevaba en el bolsillo un ejemplar manoseado del Smålandsposten, que ya aquella mañana había decidido entregarle a Holt como regalo de despedida. Si no por otra razón, para agradecerle que, quince años atrás, hubiera estado a punto de sabotear una de sus viejas investigaciones de asesinato. Bäckström tuvo que recurrir a toda su experiencia, a toda su agudeza y a todo su sexto sentido para poner algo de orden en todo aquello. Anna Holt es una verdadera cerda, pese a lo flaca que está, pensó Bäckström.

En primer lugar, despachó al imbécil de Olsson. A modo de calentamiento.

—Hombre, hola, Olsson —dijo Bäckström con una amplia sonrisa—. No sé si te has enterado, pero te he hecho el favor de apresar al asesino que buscabas antes del almuerzo.

—Pues sí, bueno, de verdad que te…

—Bah, no es nada, Olsson —lo interrumpió Bäckström en tono empático—. Una historia de lo más triste, pero teniendo en cuenta que se trata de uno de tus mejores amigos, comprenderás que tuve que proceder con miramiento. Por aquello de que tú estás involucrado, quiero decir.

—Pues la verdad, no sé a qué te refieres —objetó Olsson ofendido, pero sin mucha convicción—. Si te refieres a Månsson, quiero dejar muy claro que se trataba de un contacto puramente profesional, y en esas circunstancias…

—Bueno, llámalo como quieras, Olsson —atajó Bäckström, dedicándole una sonrisa más cálida todavía—. Pero si yo estuviera en tu pellejo, mantendría una conversación con el jefe. Para que no tenga que leerlo en los periódicos, vamos —aclaró Bäckström solícito.

Ya es hora de abordar al siguiente pánfilo de la lista, pensó Bäckström poniendo rumbo al despacho de Lewin que, como de costumbre, trataba de esconderse detrás de un montón de papeles.

—Gracias por tu ayuda, Janne —dijo Bäckström en voz bien alta, puesto que sabía que Lewin detestaba que lo llamasen Janne.

—No hay de qué —respondió Lewin.

—Ya, claro. No fue mucho, la verdad —convino Bäckström—. Pero al menos has hecho lo que has podido, por eso te doy las gracias.

Ya solo le quedaba lo mejor, que había reservado para el final. Anna Holt que, además, había tenido estómago de sentarse en su despacho, pese a que solo llevaba unas horas en la comisaría y que, de mayor abundamiento, había tenido la previsión de aterrizar cuando él ya lo había resuelto todo.

—Veo que te cuesta dejar este lugar de trabajo, Bäckström —le dijo Holt con una sonrisa neutra.

—Bueno, es que he tenido que trabajar mucho, desde luego —respondió—. Quería darte un par de consejos. Solo quedan unos detalles.

—Y yo que creía que ya no estabas de servicio siquiera —dijo Holt.

—Anda, ¿eso creías? —replicó Bäckström, y asintió afable.

—No sé por qué, pensaba que ya habías empezado a celebrarlo —dijo Holt encogiéndose de hombros.

—Da igual —repuso Bäckström—. Pero si yo fuera tú, me andaría con muchísimo cuidado con el colega Olsson —continuó, y le entregó el ejemplar manoseado del Smålandsposten. Si miras la portada, comprenderás a qué me refiero.

—Bueno, no creo que sea para tanto —dijo Holt, limitándose a echar una ojeada al periódico—. Pero gracias de todos modos. He tomado nota de tus observaciones.

—Otro detalle —añadió Bäckström, que se había reservado lo mejor para el final—. ¿Cómo va lo del vínculo entre la víctima y el asesino?

—Lewin y los demás están en ello —explicó Holt—. Así que pronto habrá resultados.

—Bueno, pues yo ya los tengo —dijo Bäckström dándole la foto que le había entregado el padre de la víctima. Ahí tienes, chocho seco, chúpate esa, pensó encantado al ver cómo Holt la cogía y se quedaba mirándola.

—¿Qué es esto? —preguntó Holt.

—La del medio es nuestra víctima —explicó—. A la izquierda tenemos a su querida madre, y a la derecha, a nuestro querido asesino. La razón de que todos estén tan contentos y tan animados es que la foto se hizo mientras celebraban la fiesta del solsticio en la finca del padre de la víctima, hace más de tres años. En esa época, el bueno de Månsson hacía gimnasia encima de la querida madre de la víctima. Por qué tenía que despellejar a la hija es algo que no está claro, pero si traes aquí a la buena de su madre, seguro que puede facilitarte los detalles.

—Te la ha dado el padre de Linda —dijo Holt, más como una constatación que como una pregunta.

—Me la ha dado un informante anónimo —respondió Bäckström muy digno—. Y si necesitas ayuda con alguna otra cosa, llámame.

—Gracias —dijo Holt—. Te aseguro que si hay algo, te llamaré.

En cuanto Bäckström volvió a sentirse seguro tras la puerta cerrada de la habitación del hotel, contó el contenido del sobre marrón que nadie le había dado. Por si acaso, lo contó dos veces. El mismo resultado las dos veces, de modo que sería verdad. Ese tío debe de estar podrido de pasta, pensó cuando hubo terminado el recuento.

Luego empezó a meter sus cosas en la maleta, y las tres cervezas que le quedaban, junto con la botella de whisky de malta, las guardó en la bolsa, pero en último lugar. Un sencillo refrigerio para un agente hastiado y extenuado. Y cuando dejó la llave en recepción, aprovechó para exponer sus puntos de vista sobre el servicio del establecimiento.

—A ver si tenéis más cuidado con los que se encargan de la lavandería —dijo Bäckström—. Y a ver si renováis al personal del restaurante y echáis a esos cerdos medio cegatos que trabajan en la cocina.

El portero le prometió que lo tendría en cuenta para la próxima vez y les deseó buen viaje a él y a Rogersson.