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Media hora antes había sonado el teléfono de Enoksson. Puesto que era un hombre madrugador, ya había leído el periódico y había empezado a preparar el desayuno antes de llamar a su mujer, que no era igual de madrugadora.

—Enoksson —respondió.

—¿Estás sentado? —preguntó la colega del laboratorio.

Y en ese momento, supo lo que le iba a decir.

—Joder, es una pasada —dijo dos minutos más tarde, una vez que la colega hubo terminado. Parece que la era de los milagros no es historia, pensó, pese a que lo que tenía delante era la imagen de un colega bajito y gordo de la judicial central de Estocolmo.

—¿Ha ocurrido algo? —preguntó Von Essen.

—Ya está, vamos a hacer papilla a ese cabrón —masculló Bäckström al otro lado del hilo telefónico. Y en ese instante, Von Essen comprendió que su espera y la de Adolfsson había tocado a su fin. Por aquella vez, al menos.

Bäckström y Rogersson llegaron a donde estaban los colegas vigilantes en menos de media hora, aparcaron el coche en la parte trasera del edificio y se comportaron con la mayor discreción imaginable. Bäckström llevaba pantalón corto, camisa hawaiana, gafas de sol y sandalias con calcetines, y sin problemas podría haber actuado de extra en alguna película antigua de espías cuya acción se desarrollara en las Antillas. Rogersson, en cambio, iba como siempre, pero puesto que habían entrado en la casa con un intervalo de un minuto, también él pasó inadvertido.

Von Essen los puso al corriente enseguida. Månsson seguía en la cama. Dormido, seguramente. Siempre y cuando no hubiera saltado por el balcón o por alguna de las ventanas de la parte trasera, solo quedaban el portal y la entrada del sótano, que también estaba en la fachada principal.

—Pues vamos en busca de ese cerdo —dijo Bäckström ansioso—. ¿Alguien me presta unas esposas? Me he dejado las mías.

—Con todos mis respetos, jefe, me pregunto si es una buena idea —intervino Adolfsson.

—Estás pensando en llamar a la Unidad Nacional de Operaciones, ¿no? —preguntó Bäckström. Típico. Siempre igual, los que menos te esperas son los que se acobardan en el último momento, y mira que ese muchacho podría haber llegado a donde hubiera querido, pensó.

A Adolfsson no se le había pasado por la cabeza llamar a la Unidad. En cambio, sí tenía varias objeciones desde el punto de vista operativo. Lo más probable era que Månsson reconociera a todos los del grupo, a excepción de Rogersson. A Bäckström lo reconocería sin duda, sencillamente porque habían pasado dos horas en la misma habitación; y Rogersson no tenía una pinta memorable en contextos como aquel. Además, Månsson tenía en la puerta una mirilla, y si llegaban y llamaban sin más con la esperanza de que abriera, tendría tiempo de pasarse el cuchillo del pan por la carótida y de saltar a la calle desde el tercer piso.

—Pues sí, yo he visto con mis propios ojos a uno que hizo las dos cosas —explicó Von Essen—. Era un caso de asilo político. Primero se degolló y luego saltó por el balcón. Se conoce que quería asegurarse. Una historia triste. Y aquí, en Växjö, como si no hubiera más sitios.

—Sigo esperando una propuesta —dijo Bäckström mirándolos con acritud.

—Bueno, podría decirse que le gustan las mujeres, así que yo creo que deberíamos hacer lo siguiente —dijo Adolfsson—. Porque con estos tíos suele funcionar.

Mientras Bäckström y sus compañeros planeaban la única actividad viril a la que podían entregarse, Lewin se ocupó de todo lo demás que era necesario hacer, como de costumbre. En primer lugar, llamó al jefe de la investigación y le dejó un mensaje en el contestador para que, tan pronto como pudiera y preferiblemente de inmediato, lo llamase al móvil. Luego llamó a la fiscal, que, por suerte, respondió y le prometió que se personaría allí en el plazo de una hora. A más tardar.

Después le pidió a Anna Sandberg que, acompañada de un colega, fuese a la casa de la madre de Linda para que la mujer no se enterase de la noticia por otra fuente y, en el peor de los casos, por los medios. Además, debían procurar llevar consigo a alguien que pudiese consolarla y ocuparse de ella. Lo mismo tendrían que hacer con el padre de Linda, detalle que le había encomendado a Knutsson, en el que confiaba plenamente. Por ejemplo, lo más fácil sería que cumpliera esa tarea por teléfono, aunque si el padre prefería otro tipo de atención, también podrían facilitársela.

Mientras que Lewin, con mano precisa, iba clasificando este software policial y procuraba que todas las piezas encajasen en su lugar, Bäckström y los demás estaban con una joven colega del grupo de investigación de la judicial provincial que se había presentado como «Caijsa, con ce, y con i y con jota». Dos días atrás, había hablado por teléfono con Månsson y le dijo que se llamaba Houda Kassem, joven inmigrante iraní con interés por el teatro, interés que compartían muchas de sus amigas, que esperaban conseguir una subvención para su pequeño proyecto. En lo referido a la actividad del día, quería proponer otro papel, puesto que Månsson no tenía la menor idea de qué aspecto tenía Houda.

—Pensaba recurrir al típico rollo de los estudios de mercado. Decir que voy por ahí preguntándole a la gente si está a gusto en este barrio. Con los tíos como él, siempre funciona —dijo Caijsa sonriéndole a Adolfsson al tiempo que les mostraba la acreditación del instituto de estudios de mercado Marknaden, que llevaba colgada del cuello con una cadena.

—Me parece una idea excelente —opinó Rogersson antes de que Bäckström empezara a desvariar diciendo las tonterías lógicas de cualquier policía normal.

—Mira, ahora se ha levantado y está andando —constató Von Essen desde su puesto junto a la ventana de la cocina—. Está en la cocina, solo lleva un pantalón corto, y está bebiendo agua directamente del grifo. Yo diría que hay que ser extremadamente precavido con ese vino blanco de cartón.

—De acuerdo, pues adelante —dijo Bäckström con autoridad, al tiempo que metía la barriga y sacaba el pecho, haciendo ondular la camisa hawaiana—. Y coño, a ver si le ponéis las esposas a ese cerdo, que no tengamos que presenciar unos JJOO en la calle —añadió, y se quedó mirando a Adolfsson y a Von Essen.

Caijsa tenía toda la razón y Månsson le abrió la puerta con una sonrisa en los labios. La detención sin dramatismos que se llevó a cabo acto seguido se produjo en quince segundos. Desde que Von Essen apareció por un lateral mostrando la placa, al tiempo que Adolfsson le sujetaba a Månsson las manos a la espalda y, casi con miramiento, le colocaba un par de esposas.

—¿Qué es lo que pasa? Debe de tratarse de un error —dijo Månsson, tan amedrentado como atónito.

—Ese cerdo ya va camino de la comisaría —le dijo Bäckström secamente a Lewin por el móvil—. Ve y despierta a esos plastas del grupo técnico para que empiecen a revisar su apartamento. Ya hay dos radiopatrullas en medio de la calle, así que los buitres no tardarán en aparecer.

—Los colegas del grupo técnico están al llegar —dijo Lewin—. Por lo demás, ¿todo ha ido bien? —preguntó haciendo un esfuerzo por no dejar traslucir su preocupación.

—Sí, ya no es tan bravucón, ya no —dijo Bäckström gruñendo de satisfacción.

Y yo me pregunto si ha sido bravucón alguna vez, pensó Lewin.