Månsson y su invitada no tuvieron ningún problema con el descanso nocturno. Hasta las diez de la mañana, Von Essen no tuvo ocasión de sacar el diario de vigilancia para tomar nuevas notas. Primero Månsson, que apareció desnudo en el vestíbulo para encaminarse luego al cuarto de baño. Unos minutos más tarde lo siguió su invitada, tan desnuda como él, y al parecer los dos eran muy cuidadosos con la higiene, porque tardaron más de una hora en salir envueltos en una toalla alrededor de las caderas —Månsson— y con un albornoz —la invitada—, cuando fueron a la cocina para desayunar.
A esa hora también Adolfsson estaba en pie, recién duchado y entregado a la tarea de hacer café y cocer unos huevos, preparando zumo y pan con mantequilla, cuando Bäckström llamó de nuevo para comprobar cómo iba.
—¿Qué tal? ¿Está viva? —preguntó Bäckström con acritud.
—No puede estar mejor de salud, según parece —aseguró Von Essen—. En este momento están los dos desayunando caffe latte, yogur con copos de avena y una rebanada de pan crujiente cada uno, con muchas verduras y una loncha de queso fresco —explicó.
—Joder —gruñó Bäckström asqueado. Hatajo de enfermos, se dijo—. Llamad en cuanto empiece a toquetearle el cuello.
Von Essen le prometió que lo llamaría de inmediato en caso de que lo hiciera. Luego aprovechó para darse también él una ducha rápida mientras que Adolfsson se encargaba del espionaje y las notas. Las activides en el apartamento de enfrente podían indicar que su objetivo estaba a punto de abandonarlo por otro destino para ellos desconocido.
Lewin y sus compañeros habían dedicado treinta y dos horas a tratar de hallar algún vínculo entre Bengt Månsson, por un lado, y Linda y su madre, por otro. No lo habían conseguido. Pese a que habían peinado todos los registros disponibles con toda la meticulosidad, experiencia e ingenio que habían adquirido a lo largo de los años, no habían encontrado nada.
La conclusión más razonable de tales resultados solía ser deprimente. En cualquier caso, no existía ningún vínculo, por insignificante que fuera, que tuviera que ver con sus relaciones familiares, su vida profesional, su infancia, su formación o su barrio. Tampoco había contactos por intereses comunes, aficiones, amigos o conocidos que permitieran relacionarlos. Solo quedaban las coincidencias más o menos azarosas y el consuelo que pudieran encontrar en el hecho de que todos parecían personas normales y corrientes, buenas personas, y que Växjö era una ciudad pequeña donde la gente que era lo bastante parecida terminaba relacionándose.
Pero era un flaco consuelo, y Lewin sentía una inquietud creciente que lo devoraba por dentro. La de que todo lo que él pensaba resultaría ser falso. ¿Dónde habría aprendido un tipo como Månsson a puentear un coche y a forzar el candado de un volante? ¿De dónde habría sacado alguien como él esos contactos en el mundo de las drogas? ¿Y cómo de normal era la gente como él, visto lo visto? ¿Que viola, tortura y estrangula a una mujer quince años más joven? Lo único bueno hasta el momento eran los informes que Von Essen y Adolfsson enviaban sobre el apetito sexual poco menos que insaciable del objetivo. Al mismo tiempo, una necesidad que parecía serena y dentro del marco del comportamiento sexual convencional. Eso por un lado, pensó Lewin; por otro lado, más que nada, para calmar su angustia.
Hacia las cinco de la tarde, Bäckström volvió a llamar a Adolfsson y a Von Essen y su primera pregunta fue por qué no lo habían llamado ellos. Según Von Essen, porque no había nada de lo que informar que tuviese la categoría suficiente como para molestar a su honorable jefe, al que sabían ocupadísimo con cosas más importantes.
—Deja de decir chorradas, Von Essen —lo interrumpió Bäckström—. Cuéntame qué está haciendo ese cabrón.
Después del desayuno, Månsson y su invitada se vistieron y metieron algo de ropa en una bolsa, lo que hacía suponer que pensaban salir de excursión o, en cualquier caso, a disfrutar de aquel fantástico verano. Cuando ya estaban en el vestíbulo debió de ocurrir algo, porque, de repente, empezaron a quitarse la ropa de nuevo y se pusieron a ejecutar diversas actividades sexuales en la alfombra de la entrada. Y más detalles no podían ofrecer, dado que solo podían observar los pies y las piernas desnudas de ambos actores.
En cualquier caso, aquel episodio inesperado se resolvió de forma relativamente rápida y tan solo un cuarto de hora después Månsson y la invitada partían en el coche de ella. A juzgar por su comportamiento, los dos estaban de un humor excelente. Adolfsson y Von Essen los siguieron a una distancia de seguridad prudencial y, después de unos kilómetros, se detuvieron en una playa de la orilla norte del lago Helgasjön. Allí pasaron toda la tarde tumbados en una manta, hablando, tomando el sol, bañándose y nadando. Además, consumieron un picnic más o menos frugal. Veintisiete grados de temperatura fuera y veinticuatro en el agua, y también Von Essen y Adolfsson se turnaron para refrescarse un poco como pudieron, dándose un discreto chapuzón algo lejos del objetivo.
Luego volvieron al apartamento de Månsson. Pararon por el camino a comprar algo de comer. Se despidieron en la calle, delante de la casa de Månsson. La invitada se marchó, él volvió a su piso, donde se quitó la ropa y entró en el cuarto de baño, donde pasó cerca de media hora, antes de salir con la misma toalla azul de antes alrededor de la cintura. Y desde entonces llevaba tumbado en el sofá de la sala de estar, leyendo la prensa vespertina.
—Primero el Aftonbladet y luego el Expressen —explicó Von Essen en tono neutral.
—O sea, ninguna otra mierda en todo el rato —preguntó Bäckström disgustado—. ¿Ningún número al aire libre mientras estaban en la playa?
Nada de eso, según Von Essen y, naturalmente, con la salvedad de lo que Månsson pudiera haber hecho consigo mismo mientras estuvo en el cuarto de baño.
¿Qué coño piensa el tío este?, se preguntó Bäckström mirando irritado el reloj. Ya eran las seis y todavía no se había tomado una sola cerveza en todo el día. Al menos eso era algo que podía remediar con bastante inmediatez, se dijo. Previsor como era, ya había enviado a Rogersson a un Systembolaget que abría los sábados a que se aprovisionase para la que sería su última noche en Växjö, que, sin duda, se presentaría larga. Y si los flojeras del laboratorio no eran capaces de cumplir sus promesas, tendría que quedarse una noche más, pensó Bäckström. Rodeado de idiotas y de los inútiles de siempre, y la de tiempo que llevaba conseguir lo más simple del mundo… El puto lapón al que los sociatas habían convertido en su jefe y su hermano de desgracias tendría que consolarse metiéndose el libro del partido por ese culo norteño. Que nadie venga con el cuento de que Bäckström deja las cosas a medio hacer, se dijo Bäckström, que ya se sentía mucho más animado.
Bengt A. Månsson, A. de Axel, parecía ser un hombre de costumbres fijas y hábitos firmes. Al mismo tiempo, era un hombre de mentalidad liberal y de gran flexibilidad en lo que a la elección de pareja se refería. La noche del sábado empezó exactamente igual que la noche anterior. Primero, estuvo un par de horas viendo la tele tumbado en el sofá. Luego hizo unas llamadas y, acto seguido, se fue a la cocina y se preparó la consabida bandeja, hacia las ocho y media de la tarde. Pan y algo para picar, platos y dos copas de vino, así como el cartón de tres litros de vino blanco que la invitada del día anterior había dejado allí, al parecer. Un tío listo, que pretende controlar el gasto; me pregunto quién le habría llevado la botella a la que invitó a la rubia, se dijo Patrik Adolfsson, puesto que había nacido y se había criado en Småland.
Media hora después llegó una mujer a su portal. A diferencia de la rubia de la noche anterior, esta era castaña y mucho más joven, lo que quizá explicase el hecho de que hubiera llegado a pie y no en coche. Como quiera que fuese, cinco minutos después estaba sentada en el sofá de la sala de estar junto con su anfitrión, y luego todo sucedió de nuevo como cabía esperar.
—¿Algo interesante que contar? —preguntó Von Essen, que estaba sentado a la mesa de la cocina leyendo el Svenska Dagbladet, mientras que Adolfsson se ocupaba de la vigilancia.
—Pelo castaño, unos veinte, más tetona que la rubia —resumió Adolfsson—. Además, parece que se ha afeitado el conejillo, pero claro, eso puede deberse al calor.
—Déjame ver —dijo Von Essen. Se apartó de la mesa y le quitó a Adolfsson los prismáticos sin más contemplaciones—. Parece de un tipo algo más simple —constató.
—Puede que Månsson se haya cansado de comer filete con barba —sugirió Adolfsson.
—Hermano, verdaderamente, eres un romántico incurable —suspiró Von Essen. Luego le entregó los prismáticos y volvió a las páginas de economía del periódico, con la esperanza de que sus fondos llegaran a darle la posibilidad de reparar todas las goteras del tejado que sus padres le habían dejado en herencia.
—¿Cómo va la cosa? —preguntó Bäckström por teléfono una hora más tarde.
—Como ayer —resumió Von Essen.
—¿La misma dama? —preguntó Bäckström. Por cierto, ¿qué habían averiguado sobre ella?, recordó. No había sabido ni mu en todo el día de Lewin ni de sus llamados compañeros, a pesar de que les había pedido tanto la foto como los datos de la señora en cuestión.
—Una nueva dama, pelo castaño, unos veinte, parece una variante menos sofisticada —dijo Von Essen sin entrar en el tipo de detalles que pudieran excitar a un hombre como Bäckström.
—¿Cuántas veces se la ha tirado? —preguntó Bäckström.
—Tres veces en dos horas —respondió Von Essen después de una rápida ojeada al diario—. Aunque ahora está en ello otra vez, de modo que cabe la esperanza de alguna más.
—Joder, qué tío más enfermo —gruñó Bäckström. Y con este calor, encima.
El resto de la noche, Von Essen y Adolfsson se turnaron para echarse en la cama del colega de tráfico. Hacia las siete de la mañana, la última compañera de Månsson salió del apartamento. Sana y espabilada, según parecía, y seguramente se iba tan pronto porque la pobre trabajaría de auxiliar de clínica o algo así, pensó el conde Von Essen, mientras el inspector Von Essen hacía la anotación correspondiente en el diario. Månsson, en cambio, parecía dormir el sueño de los justos, porque ni siquiera había acompañado a su dama a la puerta. Von Essen, por su parte, empezaba a sentirse algo flojo y más que irritado por los ronquidos del colega, que llegaban desde el dormitorio. Ya iba siendo hora de que pasara algo, pensó bostezando antes de mirar el reloj en el preciso momento en que sonó el móvil.
—¿Ha ocurrido algo? —preguntó Von Essen.