Adolfsson y Von Essen dedicaron el viernes a vigilar a Månsson y, como en tantas ocasiones anteriores, se pasaron la mayor parte del tiempo esperando a que sucediera algo. Dado que los dos eran aficionados a la caza, no les resultó tedioso. La caza consistía esencialmente en saber esperar. El hecho de que Månsson los hubiese conocido hacía tres semanas tampoco les preocupaba demasiado. La idea era ver sin ser visto, y el riesgo de que Månsson los descubriera antes de que ellos lo avistaran a él era mínimo. Aunque eso no tenía la menor importancia en una ciudad como Växjö, donde todo el mundo se cruzaba con todo el mundo prácticamente todo el tiempo.
Hacia las cuatro de la tarde, Månsson salió de su puesto de trabajo en las oficinas municipales de la calle Västergatan, más allá del auditorio, junto a un grupo de personas que, a juzgar por la indumentaria, el aspecto y el comportamiento, eran sus compañeros de trabajo. Adolfsson tomó discretamente unas cuantas fotos y anotó en el bloc el lugar y la hora. El objetivo se había puesto en movimiento, sí, pero por lo demás, no se parecía en nada al asesino en serie del que Bäckström los había prevenido.
En primer lugar, Månsson y los demás se sentaron en una terraza de la calle Storgatan, a varias manzanas de las oficinas municipales. Allí se dedicaron a beber cerveza, a comer alitas de pollo y a charlar. Al cabo de un rato, se disolvió el grupo, cada uno se fue por su lado y, seguramente, cada uno a lo suyo. Månsson se fue un ratito a pie y otro andando, rumbo al este, en dirección a su casa de la calle de Frövägen y, puesto que estaba a un par de kilómetros y parecía tener la intención de ir allí, Adolfsson y Von Essen tuvieron a bien dividirse. El segundo lo siguió a pie mientras que el primero se mantuvo en el coche y cerca de ellos.
Månsson recorrió todo el camino a casa paseando y, pese a lo que se decía de él en el perfil, vivía a más de dos kilómetros del lugar donde había asesinado a Linda algo más de un mes antes. Por lo demás, era estupendo que viviera allí. En el edificio de enfrente residía uno de sus compañeros de la provincial de tráfico. Månsson ocupaba el tercer piso; el colega, el cuarto del bloque de enfrente, y no podía venirles mejor para ver lo que Månsson hacía en su casa. Por lo demás, ya se habían asegurado de conseguir las llaves del piso del compañero antes de salir de la comisaría y después de que Thorén les facilitase una lista de las direcciones conocidas de Månsson.
El colega participaba en una delegación destinada a Öland aquel fin de semana y no tuvo el menor inconveniente en prestarles el apartamento en cuanto le explicaron el motivo. Nada de particular. Algo de curro extra para echar una mano a los colegas de narcóticos, explicó Von Essen. «Muy bien, pillad a esos drogatas», dijo el colega entregándole las llaves. Por lo demás, él y Adolfsson se sentirían como en casa. Todo estaba donde solía estar en la casa de un soltero de treinta y nueve años que trabajaba en la policía de tráfico de la provincia de Kronoberg.
Cuando Månsson desapareció por el portal del bloque en el que vivía, Adolfsson ya se encontraba en el apartamento de enfrente y casi al mismo tiempo que Adolfsson veía los pies y las piernas de Månsson entrar en el piso, llegó Von Essen.
—Anda, y no tiene cortinas —constató Von Essen muy satisfecho.
—Los culturetas como él nunca tienen cortinas —dijo Adolfsson mientras seguía los movimientos de Månsson con sus propios prismáticos Zeiss de gran aumento.
Más o menos al mismo tiempo que Von Essen y Adolfsson se acomodaban en el nuevo nido, los llamó Bäckström para ver cómo les iba. El objetivo estaba solo en casa y, en aquel momento precisamente, estaba viendo en la tele las noticias de las siete y media, explicó Adolfsson.
—Y no está haciendo nada raro, ¿verdad? —preguntó Bäckström.
—No, está viendo las noticias de Rapport —repuso Adolfsson.
—Llámame en el acto si ocurre algo —dijo Bäckström.
—Claro, jefe —asintió Adolfsson.
—Me pregunto qué estará tramando —dijo Bäckström mirando a Rogersson, que en ese instante estaba resolviendo el tema de sus vasos de cerveza, ya vacíos.
—¿Qué era lo que no estaba haciendo? —preguntó Rogersson.
—Estaba viendo la tele —dijo Bäckström—. ¿Quién coño se pone a ver la tele a estas horas?
—Puede que no tenga nada mejor que hacer —sugirió Rogersson.
—Apuesto el cuello a que está preparando otra de las suyas —dijo Bäckström.
Según el diario de vigilancia de Adolfsson y Von Essen, Månsson había pasado la noche del viernes del siguiente modo:
Hasta las nueve y media más o menos, estuvo viendo la tele y, a medida que pasaba el tiempo, con más frecuencia cambiaba de canal. Igual que todo el mundo, parecía tener unos veinte entre los que elegir. Poco después de las ocho y media, habló por teléfono unos minutos. Luego se fue a la cocina. Cogió unos platos del armario que había encima del fregadero, sacó algo de comida del frigorífico, cortó unas rebanadas de pan y lo puso todo en una bandeja que dejó en la mesa de delante del sofá, en la sala de estar. Luego volvió a la cocina.
—Ahora empieza lo bueno —dijo Adolfsson a Von Essen, que se había tumbado en el sofá y estaba viendo una película en la tele del colega de tráfico.
—¿Ha colgado velas y aparejos en la araña del salón? —preguntó Von Essen al mismo tiempo que cambiaba al canal 4, para no perderse las noticias.
—Está abriendo una botella de vino —dijo Adolfsson—. Y acaba de sacar dos copas.
—Toma ya —dijo Von Essen—. Acuérdate de lo que te digo, Adolf. Alguna señora hay en camino.
A las veintidós cero cinco, una mujer rubia de unos treinta y cinco años aparcó en la calle un Renault pequeño y entró en el portal de la casa de Månsson. Llevaba al hombro un bolso de gran tamaño y en la mano izquierda, una bolsa del Systembolaget que, a juzgar por el aspecto, llevaba una buena carga de vino de cartón. Dos minutos después, aparecía en el piso de Månsson y a las veintidós y diez ya estaban en el sofá del salón, quitándose la ropa mutuamente. Al cabo de otros cinco minutos, ya habían pasado a hacer el amor en el mismo sofá. Adolfsson tuvo ocasión de completar sus notas añadiendo varias fotos excelentes, y tuvo tiempo de sobra para anotar la matrícula y el modelo del coche de la visita.
Las actividades sexuales se prolongaron en el sofá hasta poco después de las doce, con alguna pausa breve para comer y beber. Bäckström los había llamado al cabo de una hora para preguntarles cómo iba la cosa, y Adolfsson le ofreció una breve semblanza de la situación:
—Está con una chica, dándole al asunto en el sofá, aunque en este preciso momento han hecho una pausa para echarse algo al coleto —explicó Adolfsson.
—¿La ha atado ya? —preguntó Bäckström ansioso.
—No, por ahora, todo normal, inocente como en los dibujos animados de Bolibompa —dijo Adolfsson.
—¿Cómo que Biolibompa? —preguntó Bäckström suspicaz—. ¿Nada de corbatas ni de cuchillos?
—Sexo estándar. Por el momento no han hecho nada que no haya hecho yo mismo —precisó—. Aunque Månsson parece animado y rápido para su edad —aseguró Adolfsson, que era diez años más joven.
Hacia las doce y cuarto, la cosa entró en una fase de más calma. Månsson y su invitada limpiaron los platos. Apuraron lo que quedaba en la botella de vino. La invitada fue a la cocina y volvió con un cartón de vino blanco de tres litros, mientras que su anfitrión elegía una película de alguno de los muchos canales cinematográficos. Nada extraordinario, una comedia romántica normal y corriente, constató Adolfsson tras una rápida ojeada al suplemento de televisión del periódico de la tarde. Hacia las dos y media de la madrugada, se fueron de la sala de estar rumbo al dormitorio, que daba al otro lado del edificio.
Adolfsson despertó a Von Essen, que dormía haciendo mohínes en la cama del colega de tráfico. Von Essen salió, echó una ojeada discreta, volvió, confirmó que el objetivo se había ido a la cama y relevó a Adolfsson, que se desplomó en la misma cama y se durmió en el acto. Todo estaba puntualmente documentado y el nombre y el número de identidad de la propietaria del coche parecían coincidir con la visita de Månsson. Además, tenían un montón de fotos de ella, por si se complicaba la cosa a la hora de identificarla.
Por una vez en su vida, a Bäckström le costó conciliar el sueño. Primero estuvo en su habitación pimplando con Rogersson, y cuando por fin pudo librarse del aprovechado de su colega, habían dado las dos de la madrugada. Tres horas más tarde, se despertó. Y solo después de otro lingotazo logró conciliar el sueño otra vez. Pero a las siete de la mañana ya era hora de levantarse de nuevo y, a falta de otra cosa mejor, se arrastró hasta el comedor para tomar algo de alimento, que tanto necesitaba tras una noche tan larga y tan dura.
En primer lugar y como de costumbre, llenó el plato de analgésicos, anchoas, huevos revueltos y minisalchichas y, después de engullir los preliminares con unos buenos tragos de zumo de naranja, empezó a sentirse otra vez como un ser humano y pudo abalanzarse sobre las minisalchichas. Además, le lanzó un gruñido a Lewin, que lo saludó educadamente, e incluso bajó un poco el diario de la mañana cuando la buena de Svanström sufrió un ataque de risa que fue a peor hasta que, con los ojos rojos y llenos de lágrimas y con la servilleta delante de la boca, se levantó de la mesa y salió corriendo camino de los servicios de señoras.
¿Qué coño le habrá pasado?, pensó Bäckström suspicaz, y se llevó otra salchicha a la boca.
—¿Qué coño le ha pasado? —preguntó suspicaz mirando a Lewin, que no parecía haber notado siquiera que una tía histérica acababa de dejar la mesa.
—Pues la verdad es que no tengo la menor idea —mintió Lewin, pese a que ya sabía él, desde el día anterior, que Bäckström sería el único de la comisaría que no habría leído el informe del interrogatorio del que era protagonista. Y claro, ¿quién era él para amargarle el día a un colega desde por la mañana temprano, con independencia de los defectos de dicho colega y de sus demás limitaciones humanas?—. Ni la más remota idea, si quieres que te diga —añadió.
Luego se disculpó y se alejó de la mesa para asegurarse de que Eva Svanström se mantendría a una distancia prudencial de Bäckström el resto del día.