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Bäckström había decidido aguantar hasta el último momento y, así las cosas, a Lewin no le quedó otra opción. Fuera como fuese, tenía que informarlo. Dado que su testigo había identificado a Månsson, no se trataba ya de puros palos de ciego ni de coincidencias inverosímiles. Y puesto que Lewin, a aquellas alturas y sin saber muy bien cómo, parecía deambular por los mismos senderos nocturnos que su colega Bäckström, optó por hacerlo cara a cara, antes del desayuno de la mañana del viernes y en la habitación de Bäckström.

Este estaba recién duchado, sonrosado como un lechón, con los ojos levemente enrojecidos y de un humor excelente.

—Siéntate mientras me pongo los pantalones —dijo Bäckström—. Si quieres una cervecita para desayunar, las tienes en el minibar —añadió generoso.

Lewin declinó la invitación y le ofreció un breve y rápido resumen de la situación actual. Bäckström puso en marcha todos los cilindros y hasta olvidó ponerse los pantalones.

—Joder, Lewin —exclamó Bäckström—. Creo que hemos encontrado oro.

¿Cómo que «hemos» encontrado?, pensó Lewin suspirando para sus adentros. Y luego, todo volvió a la normalidad.

Lewin propuso una conversación con la fiscal en cuanto tuviesen clara la primera descripción de la persona de Månsson y su posible participación en la investigación de asesinato que tenían entre manos. Todo indicaba que eso podrían tenerlo resuelto a mediodía y que incluso podrían ir a buscar a Månsson sin citación, en cuanto la fiscal se hubiese pronunciado. El coche robado y el hecho de que la testigo hubiese señalado a Månsson deberían bastar. Sobre todo, teniendo en cuenta de qué se trataba, en el fondo.

—Hoy estará en el trabajo, de modo que lo más sencillo será ir a buscarlo en cuanto salga.

—Y una mierda —dijo Bäckström—. Ese tío es mío y vamos a hacer lo siguiente…

Me pregunto desde cuándo es tuyo ese tío, pensó Lewin minutos después, mientras bajaba a desayunar.

En cuanto Bäckström llegó a la comisaría, llamó a sus colegas más fieles a su despacho e hizo un reparto de tareas. Lewin, Knutsson, Thorén y Svanström, reforzados por Sandberg, lo averiguarían todo sobre el supuesto autor del crimen, Bengt Månsson. No dejarían ni un solo detalle. Rogersson se encargaría de una serie de tareas no especificadas, bajo las órdenes directas de Bäckström, mientras que el propio Bäckström debería dirigir y asignar las diversas misiones, y, naturalmente, protegerlos a todos. Como era de esperar, les dijo unas palabras antes de dejarlos ir.

—Ahora se trata de cerrar el pico. Ni una palabra fuera de este despacho —dijo Bäckström—. No olvidéis lo que os conté, parece que Olsson es íntimo de Månsson. Apuesto el cuello a que Olsson también está implicado de un modo u otro, y si le dejamos oler siquiera algo de esto, irá como un rayo y se lo cantará todo a Månsson, y entonces sí que no me imagino lo que puede ocurrírsele a ese cabrón.

—Yo creía que tú te ibas a Estocolmo, Bäckström —objetó Lewin. Y hay que ver lo bien que te expresas, pensó.

—Olvídalo —dijo Bäckström—. Aquí nadie deja el barco hasta que no hayamos llegado a puerto.

—De todos modos, sería interesante saber qué piensas hacer tú —insistió Lewin.

—Encargarme de someter a nuestro asesino a una discreta vigilancia —dijo Bäckström—. Para impedir que vaya y despelleje a alguien más. Dile a Adolfsson y a ese conde marica que quiero hablar con ellos. Ipso facto —añadió con la vista clavada en Lewin.

—Claro que sí, Bäckström —dijo Lewin. Ni una palabra fuera de estas cuatro paredes, pensó.

—Månsson, Bengt Axel —dijo el conde e inspector en funciones Gustaf von Essen unos minutos más tarde, cuando él y Adolfsson hablaban con Bäckström en su despacho—. ¿No es ese uno de los Hombres Igualitarios de la ciudad?

—Exacto —corroboró Bäckström—. Una panda de perturbados sexuales es lo que son todos. —Vaya, el noble marica no está por completo en la parra, se dijo.

—Entonces es el que te manchó de sangre el uniforme, Adolf. Recuerdo que anoté su nombre y el de los demás implicados —constató Von Essen haciendo un gesto hacia el interpelado.

—Ajá, así que tú ya le has dado una tunda a ese tío —dijo Bäckström ávido, mirando a Adolfsson. Este muchacho llegará tan lejos como se proponga, pensó.

—Bueno, la verdad, no fue así exactamente —respondió Adolfsson, y le contó a Bäckström su intervención de hacía poco más de tres semanas en Storgatan, junto con el colega Von Essen, delante del McDonald’s.

—¿Y qué coño hiciste con el uniforme? —gruñó Bäckström mirando a Adolfsson con encono extraordinario, incluso para él.

—Limpié todo lo que pude y lo colgué en el armario —dijo Adolfsson—. No había tenido tiempo de dejarlo en el laboratorio para su análisis. El tío no parecía un drogadicto ni nada por el estilo, así que dejé el uniforme en el armario y allí se quedó —explicó encogiéndose de hombros.

—¿Y a qué coño esperamos? —dijo Bäckström ansioso. Se levantó de golpe y, cinco minutos después, se presentó personalmente en el laboratorio de Enoksson, en la sección de criminalística, con la chaqueta del uniforme de Adolfsson.

En primer lugar, le exigió a Enoksson el voto de silencio; y después, le expuso el asunto. Informar a Olsson, ni soñarlo, según Bäckström. Por desgracia, existía toda una serie de circunstancias misteriosas que indicaban que Olsson, en el mejor de los casos, debía considerarse como un riesgo evidente para la seguridad, pero con toda probabilidad la cosa sería mucho peor aún.

—Con todos mis respetos, Bäckström, no creo que sea para tanto, la verdad —dijo Enoksson mientras examinaba la chaqueta de Adolfsson a la luz del potente foco del laboratorio.

—Tú no te metas, Enok —lo interrumpió Bäckström con los buenos modales que lo caracterizaban—. ¿Hay sangre suficiente?

Siempre y cuando la sangre que había en el uniforme fuese de Månsson, y que no estuviese contaminada por alguna sustancia imposible de detectar, riesgo que él no quería agudizar sometiendo la prenda a más análisis, siempre y cuando fuera así, había sangre suficiente para un análisis de ADN y para todo lo demás que pudiera ser de interés en el caso.

—¿Y cuándo podemos contar con el resultado? —preguntó Bäckström.

Según Enoksson, a primeros de la semana siguiente, suponiendo que no hubiese impedimentos legales como los que solían estar a la orden del día últimamente. Demasiado tarde, según Bäckström, teniendo en cuenta que, con toda probabilidad, se trataba de un asesino en serie, a decir de los colegas del grupo de análisis de conducta, y que los recursos de vigilancia de que disponían eran totalmente insuficientes.

—Ni lo sueñes —dijo Bäckström—. ¿Crees que pienso arriesgarme a que ese cabrón se cargue a media Växjö mientras tanto?

—Veré lo que puedo hacer —suspiró Enoksson—. Técnicamente, pueden obtener un resultado preliminar en veinticuatro horas, eso si lo que les damos no está defectuoso. Pero no olvides que es fin de semana —dijo—. Por cierto, ¿tú no te ibas a Estocolmo?

—¿Fin de semana? No estamos hablando de fines de semana, Enok, estamos hablando de atrapar a un asesino —protestó Bäckström. Y aquí no se va nadie a ningún sitio, pensó.

—Te diré algo dentro de una hora —suspiró Enoksson.

En cuanto Bäckström se largó con la chaqueta del uniforme de Adolfsson para hablar del tema a solas con Enoksson, Von Essen y Adolfsson iniciaron la vigilancia de su objetivo, Bengt Månsson. En primer lugar, le pidieron a una joven colega del grupo de investigación de la policía de Växjö que llamase a Månsson a su puesto de trabajo en la administración de cultura y preguntase acerca de las posibilidades de solicitar algo de dinero para un proyecto de teatro para mujeres inmigrantes. Mientras duraba la conversación, ellos aparcarían un coche de paisano a una distancia prudencial pero con visibilidad de las oficinas de la administración de cultura. Al cabo de un cuarto de hora, la colega llamó al móvil de Von Essen para informar. Månsson no solo estaba en su puesto, sino que además, le había parecido «superagradable» y se había mostrado «superinteresado» en el proyecto. Incluso le propuso que se vieran lo antes posible para discutir el asunto cara a cara.

—¿Qué te ha parecido? —preguntó Von Essen.

—Cachondo —respondió la colega—. Muy cachondo. Supongo que quería comprobar que yo era tan mona como le parecía por la voz. Bueno, pues llamadme si hay algo más en lo que pueda ayudaros —dijo la joven con una risita boba.

Claro, lo que nos faltaba, pensó Von Essen.

—¿Qué ha dicho la buena de Caijsa? —preguntó Adolfsson cuando el colega hubo terminado.

—Parece que Månsson le ha hecho tilín —explicó Von Essen.

—Ya, como todos —replicó Adolfsson que, de repente y sin saber por qué, parecía irritado.

—Bueno, todos no —objetó Von Essen con expresión inocente, puesto que él también había asistido a la misma fiesta de personal que Adolfsson, un par de meses atrás.

Enoksson hizo cuanto pudo y, finalmente, uno de sus antiguos contactos en el laboratorio accedió y le prometió echarle una mano. De todos modos, tenía que trabajar el fin de semana, y ya encontraría el modo de encontrar un hueco para la petición de Enoksson. Aunque de lo de las veinticuatro horas ya podía ir olvidándose. Y siempre y cuando ella tuviera en su poder la muestra en el plazo de unas horas, siempre y cuando pudiera utilizarse, siempre y cuando no ocurriese ningún imprevisto, Enoksson podría contar con una respuesta el domingo por la mañana, como muy pronto; el domingo a última hora de la mañana, como muy tarde.

Tras convencerla también y después de prometerle horas extraordinarias y horas compensatorias, consiguió que otra joven colega se sentara al volante y se dirigiera a Linköping, un viaje de doscientos kilómetros solo de ida, a pesar de que ya era viernes por la tarde. Cuando la chaqueta de Adolfsson iba por fin camino del laboratorio, Enoksson respiró aliviado y llamó a Bäckström. A ver si así nos libramos de una vez del gordo este, pensó Enoksson, pese a que no en vano se lo consideraba un hombre apacible.

—El domingo por la mañana —se lamentó Bäckström—. Pero ¿a qué coño se dedican los de Linköping? ¿Es que el único que trabaja en esta puta institución soy yo?

—Como muy pronto, el domingo por la mañana —explicó Enoksson.

—No estoy sordo —dijo Bäckström. Y, acto seguido y a juzgar por el tono del teléfono, colgó sin más.

¿Qué tiene de malo un simple «gracias»?, se preguntó Enoksson mientras llamaba al colega Olsson para informarlo de lo que estaba pasando. Después de todo, Olsson era su jefe de investigación. Pero, como en tantas ocasiones anteriores, Enoksson tuvo que conformarse con dejarle un mensaje en el contestador.

—Hola, Olsson. Aquí Enoksson —dijo—. No te llamaba por nada en concreto, la verdad, así que si quieres puedes llamarme al teléfono particular. Si no, que tengas un buen fin de semana —concluyó Enoksson que, a decir verdad, no tenía más fe en la chaqueta de Adolfsson que en las demás teorías de Bäckström y que sobre todo tenía ganas de irse a su casa con su mujer y de disfrutar de la paz familiar en el campo de Småland.