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Växjö, miércoles 20 de agosto-domingo 24 de agosto

Lewin llegó al trabajo a las siete y media de la mañana del miércoles. Eva Svanström tenía asuntos privados que atender y, para no tener que oír los sabios consejos de Bäckström con el primer café de la mañana, se apresuró a bajar para desayunar solo y tranquilamente, sin que nadie lo molestara. Pero a pesar de ello, la colega Sandberg se le había adelantado.

—Vaya, qué madrugadora, Anna —observó Lewin sonriendo amablemente.

Aunque no pareces muy espabilada, pensó.

—Dejemos la charla para otro día —dijo Anna—. Nuestra buena amiga, la anciana, ha llamado hace un momento para corregir su testimonio.

—Ajá… Bueno, ella sí que está espabilada por las mañanas —comentó Lewin asintiendo alentador.

—Quería cambiar lo de Clark Gable. Se refería a Errol Flynn, no a Clark Gable, el de Lo que el viento se llevó. Que tenía la cara demasiado gorda. El hombre al que ella vio tenía la cara más delgada, más como Errol Flynn. Aunque sin bigote.

—Bueno, pues menos mal que no hemos publicado ningún retrato robot —dijo Lewin sonriendo.

—Pues sí —convino Anna mirándolo insegura—. Pero luego añadió otra cosa. No sé… pero… desde que contaste que se empeñaba en que cumplía años el cuatro de julio y no el cuatro de junio, como creíamos al principio y como creen la mayoría de los colegas… —dijo dudando aún.

—Dices que añadió algo —la animó Lewin.

—Me preguntó si estábamos totalmente seguros de que el capitán de vuelo no tenía ningún hijo varón —dijo Sandberg.

—Ninguno al que hayamos localizado, desde luego —constató Lewin—. ¿Dijo algo más?

—Prometió que llamaría si se acordaba de algún otro detalle. Ah, y te mandó saludos. Parece que le has causado una gran impresión.

—¿No hay nada más que quieras contarme y con lo que te pueda ayudar? —preguntó Lewin.

Eso que te preocupa de verdad, pensó.

—No, gracias —dijo Anna Sandberg—. Nada. Hay cosas que uno tiene que arreglar solo. Pero gracias de todos modos.

Le habrá contado al marido lo que ocurrió cuando estuvo en el bar hace más de un mes; y ahora toda su existencia se ha transformado en un puro caos, pensó Lewin. Es más valiente que yo, se dijo.

En la reunión matutina, Bäckström estuvo de una parquedad insólita, pese a la ausencia de Olsson. Bäckström había buscado nuevas ideas, puesto que un entorno indiferente le había arrebatado los bastoncillos de la mano a la policía. Lewin aprovechó la circunstancia para recordarles las reglas de la vieja escuela.

—Aun a riesgo de repetirme, yo sigo creyendo que sabemos demasiado poco sobre nuestra víctima —dijo Lewin.

—No me digas —replicó Bäckström con media sonrisa—. ¿Y qué es lo que se te ha ocurrido ahora exactamente, si puede saberse?

Según los cánones de Lewin, todo el mundo era libre de preguntar. Exactamente, lo que se le había ocurrido era interrogar de nuevo a los padres de Linda, a sus amigos y a sus compañeros. Además, estaba pensando en todas las notas personales, posibles diarios, álbumes de fotos y todo lo demás que él echaba de menos y de cuya existencia estaba firmemente convencido. Porque siempre los había.

Bäckström exhaló un hondo suspiro. Prometió que abordaría la eterna cuestión con Olsson y que, si nadie más tenía nada que añadir, él, por lo menos, tenía cosas más importantes que atender.

—Así que a la calle a hacer algo de provecho, aunque sea por una vez, y os invitaré a un trozo de tarta —dijo Bäckström.

Pues parece que ya no quieren tarta, pensó Lewin mientras recogía sus papeles y volvía a su despacho. En cuanto a lo demás, tenía toda la pinta de que no le quedaría otra que apañárselas solo, pensó.

Inmediatamente después de almorzar, el jefe llamó al móvil de Bäckström y, dado que no estaba preparado, Bäckström respondió. ¿Cómo que volver a Estocolmo y hablar con ese puto lapón?, pensó Bäckström mientras escuchaba a medias la verborrea del jefe.

—Te oigo fatal —dijo Bäckström alargando el brazo para alejar el teléfono—. ¿Tú me oyes a mí? Hola. ¿Hola? —continuó Bäckström, antes de apagar del todo aquel cacharro.

Más vale adelantarse que dejarse adelantar, pensó Bäckström; y enseguida llamó al representante sindical para contarle el abuso que estaban cometiendo con él. No tuvo que hacer ningún esfuerzo para calentarlo, ya que eran tal para cual y, además, eran familia. Así solía ser en la policía, por suerte.

—Esto es muy fuerte, Bäckström —constató el representante sindical—. Por mis cojones que ha llegado el momento de ponerse el casco y sentar un precedente.

El resto del día se le fue en perfilar las demandas contra Moa Hjärtén y Bengt Karlsson, y en cuanto las tuvo listas, se presentó ante Olsson y le dijo que procurase que se registraran en el orden debido y, naturalmente, que se tramitasen a la mayor brevedad y con todos los recursos disponibles. Por lo demás, era el mínimo exigible a un jefe de investigación.

—Falsa denuncia, falso testimonio, falsedad en documento, atentado contra un empleado público, difamación —leyó Olsson.

—Exacto —observó Bäckström—. El abogado del sindicato me llamaría si me faltase algo, pero en el peor de los casos tendremos que presentar un anexo.

—Vamos a ver, Bäckström, espera un momento —dijo Olsson alzando las manos de aquel modo tan propio de él—. ¿No te parece que tal vez…?

—Perdona si me equivoco —lo interrumpió Bäckström mirándolo con avidez—. No será que pretendes entorpecer una demanda por varios delitos graves, ¿verdad?

—Desde luego que no, desde luego que no —aseguró Olsson—. Me ocuparé de que se tramite de inmediato.

¿Qué hago yo ahora?, pensó Olsson en cuanto Bäckström se hubo marchado y hubo cerrado la puerta. Y, en realidad, ¿qué opciones tengo?, se dijo mientras marcaba el número de Moa Hjärtén.

Ahí tienes, so marica, chúpate esa, pensó Bäckström nada más salir y cerrar la puerta. Y desde luego, ya hacía rato que había llegado el momento de tomarse una cerveza fría, pensó.

Jan Lewin había dedicado el día a revisar una vez más las pilas de papeles que tenía encima de la mesa. Sin encontrar nada relevante. Su contacto en los servicios secretos no se había puesto en contacto con él, pese a su promesa, y cuando él lo llamó, se encontró con el contestador automático. Probablemente hubiese ocurrido alguna emergencia, pensó Lewin con una punzada de remordimiento por no haber sido capaz de tener algo más de paciencia.

Poco antes de que terminara la jornada y pudieran marcharse, apareció Eva Svanström en su despacho y le comunicó que, mientras hacía indagaciones sobre la testigo nonagenaria, descubrió algo no demasiado importante que, seguramente, carecería por completo de interés. El piloto que llevaba cinco años casado con la hija menor del capitán de vuelo no era el padre biológico de la hija de esta. El padre era otro hombre de treinta y cinco años, la misma edad que la hija del capitán de vuelo, pero no era nadie cuyo historial hiciera la boca agua a un policía, ni siquiera a un empleado civil como ella.

—Lleva diez años viviendo aquí. Tiene pinta de ser un cultureta de esos, sin ningún antecedente, tampoco aparece en nuestros papeles —resumió Svanström, y le entregó las copias de los documentos de aquel padre hasta ahora desconocido.

No se me enciende la bombilla al leer el nombre, desde luego, pensó Lewin. Me pregunto por qué todo el mundo en esta investigación se llama Bengt, se dijo. Bengt Olsson y Bengt Karlsson y el capitán de vuelo Bengt Borg. Además de unos veinte o treinta testigos y voluntarios para el ADN que también tenían eso en común: todos se llamaban Bengt.

—¿A qué se dedica ahora? —preguntó Lewin por decir algo.

—Los ordenadores están hechos un trasto, así que tendrás que esperar a mañana —dijo Svanström—. Cuando nació la hija, parece que trabajaba en el teatro nacional de Malmö. Ya te digo, un cultureta.

—Bueno, ya veremos —suspiró Lewin. Y si a nadie más le apetecía, tendría que hacer él mismo un intento serio por hablar con los padres de Linda. Cultura, cultureta, pensó en cuanto Svanström hubo cerrado la puerta. ¿Y qué es lo que estoy buscando exactamente?

El jueves por la mañana, la periodista Caren Ågren se personó de pronto en la comisaría de Växjö y presentó una denuncia contra el comisario Evert Bäckström por acoso sexual. Puesto que el investigador de la policía de Växjö que le tomó declaración había recibido el discreto aviso del comisario Olsson la noche anterior, se puso manos a la obra con todo el celo y meticulosidad que requería el asunto y procedió inmediatamente a un largo interrogatorio con la demandante.

Que se coja la gorra el inútil ese de la capital, pensó encantado después de leerle la demanda a Ågren, que la aprobó y la firmó enseguida.

Por razones desconocidas, el comisario Bengt Olsson llegó a la misma conclusión una hora después, cuando leyó el mismo interrogatorio. Dado que era un hombre pacífico que también había hablado con el jefe de Bäckström, el cual había prometido resolver el problema de Bäckström aquel mismo fin de semana, a más tardar, decidió tomarse de inmediato dos días de baja compensatoria e irse a su cabaña un par de días más. Llevaba cerca de dos meses trabajando sin parar y ya era hora de tomarse el tiempo necesario para cargar las pilas ante los esfuerzos renovados que esperaban la semana próxima, ya sin la colaboración devastadora de Bäckström. Y si alguien quería despedirse de aquel desastre de la regia capital, tendría que ser otra persona, pensó Olsson antes de irse al campo, donde lo aguardaban su querida esposa y la paz relativa de la comarca de Småland.

El jueves a mediodía, el contacto de Lewin en los servicios secretos dio por fin señales de vida. Tras las disculpas iniciales —por desgracia, le habían surgido asuntos inesperados—, pero puesto que tenía alguna que otra cosa que contarle, esperaba que Lewin supiera disculparlo.

Ya estaba identificado el propietario del número de móvil. Trabajaba en la administración municipal de cultura de Växjö y, de hecho, era el municipio quien figuraba como abonado. El lunes 7 de julio, el propietario denunció que le había desaparecido el móvil entre el jueves 3 de julio y el lunes 7. El jueves 3, el propietario empezó sus vacaciones y recordaba perfectamente haberlo dejado en el escritorio de su despacho. Cuando regresó del breve descanso, no hubo forma de encontrarlo. Habló con el colega de las oficinas municipales que se encarga de los teléfonos. Rápidamente, declararon la pérdida y bloquearon el número.

A pesar de todo, entre tanto, lo habían utilizado para realizar dos llamadas. Por un lado, la llamada errónea que recibió la anestesista y que había despertado el interés de Lewin, a las dos y cuarto de la mañana del viernes 4 de julio. Por otro, aquel mismo día, siete horas más tarde. Las dos llamadas pudieron rastrearse hasta la antena desde la que se envió la señal. La primera parecía hecha desde el centro de Växjö, mientras que la otra se había localizado en una antena de las afueras de Ljungbyholm, a menos de diez kilómetros al sudoeste de Kalmar. Por lo que a la segunda llamada se refería, se había efectuado a otro número de móvil. Uno de esos de tarjeta de prepago que, por desgracia, tanto abundaban en situaciones como aquella y cuyo usuario era siempre desconocido. A partir de ahí, el teléfono desaparecido no se había vuelto a utilizar.

—En fin, y eso es todo —constató el viejo amigo de Lewin—. Te mandaré un correo electrónico con todos los datos, así que lo más sencillo será que a partir de ahora tú hagas el seguimiento.

—Muchísimas gracias, de verdad —dijo Lewin, que ya sabía lo que vendría después—. Ah, otra cosa —añadió—. No tendrás por casualidad el nombre del usuario del móvil, ¿verdad?

—Vaya, ¿no te lo he dicho? —dijo el conocido de Lewin, haciendo un esfuerzo por ocultar su entusiasmo—. ¡Qué raro! Pues parece ser un tipo normal y corriente, así que ahí no tienes nada que rascar, me temo. Me entretuve en indagar un poco y no figura ni en nuestros registros ni en los vuestros. Ya te digo, un ciudadano honrado. Por encima de toda sospecha y, por supuesto, de todos los horrores en los que parece que a ti te gusta regodearte.

—Ya, pero de todos modos, tendrá nombre, ¿no? —preguntó Lewin, que conocía bien al amigo y ya se sabía el rollo.

—Se llama Bengt Månsson, Bengt Axel Månsson —dijo el contacto de Lewin—. En el mensaje van todos los datos. Además, la foto del pasaporte es bastante reciente. Tiene menos de un año, si no recuerdo mal.

Una vez no es nada y dos veces, son dos veces de más, pensó Lewin, que detestaba el azar y que había oído el mismo nombre de Eva Svanström, poco antes de que se fuera al terminar la jornada el día anterior. El padre de la niña que tenía un abuelo que era capitán de vuelo.

—Gracias —dijo Lewin—. Me da que esto está resuelto —añadió, sin saber por qué.

—Si tú lo dices, me lo creo —aseguró el colega, que también llevaba un tiempo en aquello y que conocía a Jan Lewin desde que estudiaron juntos en la escuela de policía.