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El asesinato de Linda Wallin había ido ocupando cada vez menos espacio en las columnas del Smålandsposten, y la última semana se habían limitado a informar de que no había mucho de lo que hablar en lo referente a la investigación. Ningún avance particular ni decisivo, ningún giro, como suele decirse. Al mismo tiempo, tampoco parecía que se hubiese estancado, ni siquiera se había detenido. Más bien, había entrado «en una fase más calmada y sistemática», en la que la policía trabajaba «con amplitud de miras y sin teorías preconcebidas», todo ello según las fuentes policiales anónimas con las que el periódico había hablado.

Sin embargo, el miércoles, la criminalidad local recuperó su puesto en la primera página del periódico, encabezada por un titular para abrir boca: «UNA PELEA POR UNAS ZAPATILLAS DE RATA ALMIZCLERA TRAS UN DELITO DE AGRESIÓN A UNA MUJER».

Los hechos se habían producido ya en enero, seis meses antes del asesinato de Linda Wallin, pero puesto que la investigación había resultado tan larga como complicada, la vista no se había podido celebrar hasta ese momento en el juzgado de Växjö que, el día anterior, había condenado a un hombre de cuarenta y cinco años a cien días de multa y libertad condicional por malos tratos a su entonces pareja, de cuarenta y dos.

Jan Lewin leyó el artículo con sumo interés. Lo encontró muy interesante y una fuente de inspiración, y para el profesional en activo que, además, sabía leer entre líneas, parecía haber ocurrido más o menos lo siguiente.

En algún momento después de Año Nuevo, el acusado y su pareja decidieron separarse y, puesto que el contrato del apartamento estaba a nombre de ella, fue él quien se mudó. La causa concreta de que hubieran separado sus vidas la había pasado por alto el Smålandsposten, pero Lewin se había forjado una idea muy clara de que fue ella quien se cansó de él y, sencillamente, lo echó de allí.

En cualquier caso, al parecer le tocó a ella embalar las cosas de su pareja, así que por fin pudo disfrutar de todo el apartamento para ella sola, y cuando el que fue su pareja sacó las cosas en su nuevo domicilio, en casa de una amiga, descubrió que le faltaba su pertenencia más querida. Un par de zapatillas de sesenta años de antigüedad en piel de rata almizclera, que había heredado de su padre que, a su vez, las había heredado de su padre, es decir, del abuelo del acusado.

El acusado se fue derecho a casa de la que fuera su pareja y le pidió explicaciones. ¿Dónde estaban las zapatillas de rata almizclera? Cuando ella le contó que las había tirado a la basura, él se puso violento, la agarró del brazo, le empujó y ella cayó al suelo, la golpeó varias veces en la cara con la mano abierta e intentó patearla mientras estaba en el suelo. Los vecinos llamaron a la policía, que puso fin al asunto, condujo al hombre a la comisaría y llevó a la mujer al hospital para que la curasen y documentasen las lesiones. Luego todo se desarrolló como de costumbre, y lo que hizo que tardara tanto en resolverse era que las historias de los implicados no coincidían en absoluto y que no había testigos de la agresión en sí, además de que, durante el proceso de investigación, fueron recibiendo una serie de denuncias y contradenuncias.

El acusado era vendedor en un concesionario más o menos grande de Växjö, profesión que también parecía ser hereditaria en la familia desde hacía varias generaciones. Su padre había trabajado en la misma empresa en los años cincuenta, hasta que se jubiló cuarenta años más tarde, y su abuelo vendía maquinaria agrícola en una empresa a las afueras de Hultsfred, hasta que murió poco después de terminar la guerra.

Aparte del interés por los coches y los tractores, el acusado compartía con su padre y con su abuelo una pasión: la caza. Gran parte de las deliberaciones durante el juicio tuvieron por objeto dilucidar ese punto, precisamente, y entre otras cosas el acusado y su defensor habían llamado a dos testigos que contaron lo que aquellas zapatillas de rata almizclera desechadas significaban para su amigo y compañero de cacerías. Es decir, que no se trataba de unas zapatillas normales.

Según la historia que se contaba en la familia del acusado, en los duros años de la guerra su abuelo había matado más de una docena de ratas almizcleras en corrientes de agua y ciénagas, a las afueras de Hultsfred. Despellejó las presas con sus propias manos, preparó las pieles y luego se las llevó a un zapatero de la zona para que le fabricara un par de zapatillas cómodas y calientes. Muy apreciadas por su propietario y de un valor incalculable en los fríos inviernos de finales de la segunda guerra mundial.

La rata almizclera, Ondatra zibethicus, era un animal salvaje muy raro en la región de Hultsfred. Además, era esquivo, muy difícil de cazar y no mucho mayor que un conejo mediano. De modo que al abuelo le llevó varios años matar la cantidad suficiente para un par de zapatillas. Después de su muerte, las heredó su hijo mayor y, posteriormente, el hijo de este. Las historias del origen de las zapatillas se contaron en innumerables ocasiones durante más de medio siglo, alrededor de hogueras ardientes en la paz viril y nevada de la cabaña. Los relatos, eso sí, fueron mejorando con los años, y en la actualidad formaban parte de la tradición y la historia de la cetrería de Småland. Incluso el abogado del interpelado de la herencia cultural local, sintetizó el abogado del acusado que, por lo demás, había terminado el interrogatorio con la otra parte explicando, precisamente, la importancia decisiva de las zapatillas para el bienestar psíquico de su cliente.

—Y tú tienes la desfachatez de decirme que solo se trata de un par de zapatillas viejas —constató el letrado presa de la indignación, clavando la vista en la parte querellante.

Peor aún, según se vería, a juzgar por el artículo exhaustivo del juicio que la reportera criminalista del Smålandsposten tuvo a bien proporcionar a los lectores. La parte demandante no era solamente la antigua pareja del acusado, sino que además trabajaba como ayudante veterinaria desde hacía muchos años y, pese a que nunca —por fortuna— había tenido contacto profesional con ningún ejemplar de la familia Ondatra zibethicus, parecía poseer muchos y amplios conocimientos sobre la rata almizclera.

La historia era el típico relato de hombres, explicó la mujer ante el tribunal y sus miembros. Y si era verdad que el abuelo había contado los mismos infundios que ella se había visto obligada a oír durante los muchos años que había pasado con su nieto, eso solo demostraba que era igual de mentiroso que su descendiente.

La rata almizclera había llegado a Suecia y a Norrland a través de Finlandia, y puesto que esto no sucedió hasta 1944, es decir, un par de años después de que el abuelo de su ex pareja, a mil trescientos kilómetros al sur, hubiese cazado suficientes para un par de zapatillas, todo era mentira podrida. Por el bien de la paz familiar, ella guardó silencio al respecto durante años. Pero ahora que le preguntaban, aquellas zapatillas serían probablemente de simples ratas de campo, y no de ratas almizcleras, que solo se habían observado en Småland en número escaso y en los últimos años.

En resumidas cuentas, según la otra parte: un par de zapatillas de piel de rata viejas, gastadas, con más de medio siglo. Con tres generaciones de sudor masculino incrustado, y si tenía que hablar de simbología sentimental, aquella era su visión de las zapatillas de rata almizclera de su antigua pareja.

—Ya podéis imaginar cómo olían —dijo la parte querellante, sonriéndole a la presidenta del tribunal y a los demás integrantes.

Una lástima que no se hiciera policía, pensó Jan Lewin mientras sacaba las tijeras para completar sus impresiones del viaje a Växjö.