Estocolmo, miércoles 20 de agosto-domingo 24 de agosto
Holt y Mattei habían dedicado los dos días siguientes a preparar el viaje a Växjö para ocupar el lugar del colega Bäckström. La cuestión administrativa la zanjó Holt en media hora con la ayuda del jefe de Bäckström. Ponerse al día del caso que iban a investigar le llevó más de veinte horas y, hasta ahí, todo había ido como cabía esperar. Lo único extraño era que su jefe había brillado por su ausencia en todo momento. Hasta el viernes a mediodía, cuando apareció de pronto en la puerta de su despacho.
—Espero no molestar —dijo Johansson al tiempo que se sentaba—. A ver, ¿qué opináis de esto? —prosiguió señalando con un gesto los papeles que tenían en la mesa.
—¿Qué te parece a ti? —preguntó a su vez Holt, que conocía a Johansson desde hacía años y que se había visto en situaciones similares con anterioridad.
—Ya que lo preguntas, Anna —dijo Johansson, que conocía a Anna desde hacía los mismos años y que se había visto en situaciones similares muchas más veces que ella—, a mí me parece que es muy obvio y muy sencillo. Se trata de alguien a quien ella conocía. Probablemente, alquien a quien también conoce la madre o, al menos, a quien ha visto alguna vez; ella le abrió la puerta y lo dejó entrar en casa voluntariamente, todo empezó de común acuerdo y luego se les escapó de las manos y él la mató.
—Eso es más o menos lo que creemos Lisa y yo —dijo Holt.
—Me alegro de oírlo —afirmó Johansson—. Dado que hablamos de Växjö y que tanto la víctima como su madre parecen gente buena y normal, no hay muchas personas entre las que elegir. Id allí y coged a ese cabrón. Un tío como ese no puede andar suelto. No tiene que ser tan difícil dar con él.
—Y entonces, ¿por qué no lo han hecho ellos? Quiero decir, por qué no lo han cogido —preguntó Mattei, mirando al jefe con curiosidad—. Después de todo, es evidente que han comprobado a un montón de gente a estas alturas.
—Por Bäckström, seguramente —dijo Johansson con un hondo suspiro.
—¿Y Lewin? —objetó Holt—. Él también está allí. Y los demás colegas. Todos ellos son buenos, creo yo.
—No habrán caído en quién es —dijo Johansson suspirando de nuevo—. Porque debe de ser una persona normal, agradable, corriente, en la que nadie piensa cuando se trata de estas cosas. O quizá no hayan tenido tiempo, porque han estado liados constantemente con los putos bastoncillos del ADN —añadió encogiéndose de hombros.
—Teniendo en cuenta lo que le hizo a la víctima, parece que tiene otras facetas —objetó Holt—. Menos agradables —aclaró.
—Pues eso es lo que estoy diciendo —insistió Johansson—. Precisamente en esta ocasión, se le cruzaron todos los cables, se le soltó la espita y pasó lo que pasó. Yo tuve una vez un caso similar. Hace ya muchos años. El caso Maria, así se llamaba la víctima, Maria, y también era maestra, por cierto, como la madre de Linda. ¿Os lo he contado ya?
—Pues… no —respondió Holt. Es exactamente igual que un niño, se dijo.
—Cuéntalo, jefe —lo animó Mattei, mostrando tanto interés como de verdad sentía.
—Bueno, vale, lo contaré, ya que insistes —accedió Johansson.
Lars Martin Johansson les contó la historia de Maria, treinta y siete años, que residía en Enskede, cerca de Estocolmo, y que era profesora en un instituto de Södermalm. Que vivía sola, normal, apreciada por sus amigos, conocidos, compañeros y alumnos y por todas las demás personas con las que habló la policía. Que no parecía tener ningún trapo sucio en el armario, ni siquiera una vara para darse gusto en el cajón de la mesilla de noche. Y a quien, aun así, encontraron estrangulada y violada en su casa. A pesar de que estaban a mediados de semana y a mitad del invierno. A pesar de que ese día no estuvo en el bar, sino que se había pasado la tarde corrigiendo exámenes, antes de que todo sucediera.
—En primer lugar, hicimos todo lo que suele hacerse —aseguró Johansson—. Con qué hombres había tenido relación, amigos normales y corrientes, conocidos y compañeros de trabajo, vecinos, todas las personas con las que se hubiera cruzado las últimas semanas antes del suceso. Además, los clásicos que siempre aparecen cuando la policía empieza a investigar este tipo de casos. Todo el consabido repertorio, desde violadores hasta simples exhibicionistas y todos los tipos imaginables que tuvieran a mano y cuyo pasado hubiese dejado rastro en los registros de la policía.
—¿Y qué resultó de todo eso? —preguntó Holt, aunque ya conocía la respuesta.
—Nada —respondió Johansson—. Pero entonces uno de nosotros empezó a pensar en un coche misterioso que habían visto unos días antes de que ocurriera, y veinticuatro horas después se nos encendió la bombilla —constató Johansson, que parecía bastante satisfecho.
Me pregunto a quién se le encendería, pensó Anna Holt, a pesar de que hasta otro niño como el que tenía delante habría podido adivinarlo.
El coche estaba mal aparcado delante de la entrada de un garaje, y la segunda vez que lo aparcaron así los propietarios del garaje, indignados, llamaron a la policía y denunciaron al propietario del vehículo. Esa denuncia se encontraba entre las montañas de papeles sobre la investigación, pero, puesto que el propietario era un hombre corriente, normal y sin antecedentes, no le prestaron atención.
Hasta que «uno de nosotros», que formaba parte de la unidad de investigación, empezó a preguntarse qué pintaba allí aquel tipo.
—La víctima vivía en un barrio normal. Además, vieron el vehículo allí aparcado a última hora de la noche. El propietario del coche estaba casado y tenía dos hijos, era ingeniero de la empresa Vattenfall, que entonces tenía sus oficinas en Råcksta, y residía en una casa adosada en Vällingby, al otro lado de la ciudad. Y claro, me pregunté qué había estado haciendo él allí a aquellas horas —dijo Johansson, que por fin había decidido quitarse la máscara, o simplemente, se dejó llevar por los recuerdos.
—¿Y cómo fue? —preguntó Holt, aunque ya se lo figuraba, pero lo hizo más que nada por adelantarse a su colega más joven, que escuchaba boquiabierta.
La misma historia triste de siempre, según Johansson. Y además, en su versión más común.
—Ya he dicho que tenía mujer —le recordó Johansson—. Cuando la investigamos, nos dimos cuenta de que era compañera de trabajo de la víctima, lo que, cuando menos, era una extraña coincidencia. El asesino había conocido a la víctima cuando fue a recoger a su mujer después de una fiesta de trabajo en la escuela. Luego, el tipo y la víctima iniciaron la habitual relación secreta. La víctima terminó por cansarse de sus promesas incumplidas y puso fin a la relación. Entonces él empezó a vigilarla por las tardes y por las noches, para ver quién era su nuevo amante. Una noche, subió y llamó y, por desgracia, ella lo dejó entrar, y después pasó lo que pasó. Se le fue la pinza.
—¿Y tenía otro amante? —preguntó Holt.
—Pues no, no lo tenía, pero como a él se le había metido en la cabeza que sí, ahí comenzó todo. Trabajo policial normal y corriente —dijo Johansson tímidamente, y se encogió de hombros—. Nada de esa magia potagia moderna para la que, al parecer, se precisa todo un laboratorio para sacar en claro lo más obvio.
—¿Y qué consejo nos das para lo que tenemos en Växjö? —preguntó Holt ingenuamente.
—Ni tú ni Lisa necesitáis ningún consejo de un viejo pirata como yo —dijo Johansson con falsa modestia.
—Ya, solo intentaba ser educada —dijo Holt.
—Exacto —convino Johansson, que no pareció tomárselo mal en absoluto—. Pero ya que lo preguntas, yo empezaría por hablar con la madre de Linda.
—Los colegas la han interrogado ya en tres ocasiones —apuntó Holt al tiempo que señalaba los archivadores que había sobre la mesa—. Y uno de los interrogatorios se hizo muy a conciencia, me parece a mí.
—Supongo que todavía está conmocionada —repuso Johansson, y se encogió de hombros—. Y además, creo que se está protegiendo, de un modo inconsciente. Tarde o temprano se dará cuenta, si no lo ha hecho ya.
—Vamos que, según tú, tendríamos que interrogarla otra vez —constató Mattei.
—Desde luego —dijo Johansson—. Lo contrario sería incumplimiento del deber. Y mejor hacerlo antes de que se le ocurra cualquier tontería —advirtió.
Johansson y su mujer habían estado el fin de semana en casa de unos amigos que veraneaban en Sörmland. Lo pasaron bien y no llegaron a casa hasta después del almuerzo del domingo, por eso Johansson no había tenido tiempo de martirizar a Anna Holt preguntándole cómo iba el asunto del caso Linda. Pero en cuanto entró por la puerta del apartamento de Wollmar Yxkullsgatan, la llamó al móvil.
—¿Cómo va todo? —inquirió.
—Estamos en el tren, camino a Växjö —dijo Holt—. Además, la conexión es malísima.
—Llámame al móvil en cuanto lleguéis —dijo Johansson.
—Por supuesto —respondió Holt. Apagó el teléfono y dejó escapar un suspiro.
—¿Quién era? —preguntó Mattei con curiosidad.
—¿Quién crees que era? —respondió Holt.
—Ese hombre es fenomenal —suspiró Mattei—. Lars Martin Johansson, el hombre que es capaz de ver lo que hay a la vuelta de la esquina.
—Aunque para su salud sería mejor si pudiera verse los pies —constató Holt. En cuanto a ti, me gustaría saber cómo lo llevas con tu propio padre, pensó.
—Ten cuidado con lo que dices, Anna —dijo Mattei llevándose el índice a la boca.
—¿Te preocupa que me haya oído? —se rió Holt.
—Ese hombre es capaz de oír hasta nuestros pensamientos —explicó Mattei.
—Corrígeme si me equivoco… pero se diría que te gusta un pelín, ¿no? —observó Holt.
—¿Que me gusta? —preguntó Mattei con una risita—. Estoy perdidamente enamorada de Lars Martin Johansson.
—Pues a mí me parece que debería pensar en los kilos —dijo Holt. Que debería perder unos cincuenta o así, pensó.
—Pues a mí me parece bastante guapo tal y como está. Aunque, claro, veinte años y treinta kilos menos estarían bien —admitió Mattei, y se encogió de hombros.
Cuando Holt y Mattei llegaron a Växjö el domingo a mediodía, se encontraron con un montón de cosas que hacer. A Holt no se le había pasado por la cabeza llamar a su jefe para intercambiar con él necedades por teléfono, y cuando le quedó un minuto libre, él se le adelantó.
—No has llamado —dijo Johansson, como si se sintiera herido. A pesar de que pronto serán las nueve, pensó.
—Hemos tenido mucho jaleo —respondió Holt. ¿Y cómo le digo esto sin que le dé un infarto, un derrame o todo a la vez?, se preguntó.
—No pasa nada —dijo Johansson, que no era de los rencorosos, salvo cuando le daba la gana—. ¿Y cómo van las cosas?
—Estupendamente —dijo Holt—. Ya está resuelto.
—¿Cómo que resuelto? —quiso sasber Johansson.
—Bäckström y los colegas atraparon al asesino esta mañana. La fiscal ya lo ha arrestado y mañana pedirá prisión preventiva por causa probable.
—¿Bäckström? ¿Me estás tomando el pelo? —preguntó Johansson contrariado. ¿Qué coño está diciendo?, pensó.
—Bäckström y los colegas —repitió Holt.
—Bäckström no ha resuelto un caso en su vida —resopló Johansson.
—Si me prometes que te vas a sentar y que no me vas a interrumpir todo el rato, te lo cuento —dijo Holt.
—Ya estoy sentado —dijo Johansson, que estaba tumbado en el sofá cuando marcó el número, el mismo sofá en el que ahora se había sentado. Bäckström, pensó.
—Perfecto —dijo Holt—. Lo que ha ocurrido sucedió en lo esencial esta mañana y se resume como sigue…
—Te escucho —dijo Johansson. ¿Qué está pasando?, pensó.
—Sí, eso me parecía —murmuró Holt. Pero estaría bien que no me interrumpieras cada dos por tres.
En cuanto concluyó la conversación con Johansson se llevó a Lewin aparte.
—Ya os he dado la enhorabuena —declaró Holt—. Ahora, si fueras tan amable de rebobinar la película para que la veamos Lisa y yo… Cuéntanos. Deben de haber ocurrido muchas cosas desde la última vez que hablamos.
—Gracias —dijo Jan Lewin—. Pues más o menos esto es lo ocurrido, si queréis saber qué ha pasado a grandes rasgos. No tengo que deciros que, cuando pasa, todo va rapidísimo, o sea, no es que os hayamos estado ocultando nada.
—Cuéntanos —dijo Anna Holt.