En sus sueños solía ser peor aún. No era abatimiento. Era angustia pura y simple que hacía que el cuerpo se le moviera como un péndulo, que girase y cayese, que las piernas se enrollasen en la sábana y la convirtiesen en un rollo de tela empapado de sudor en medio de la cama. Totalmente natural, abandonado al ser que era, sin posibilidad de defenderse pensando en otra cosa, como solía hacer cuando estaba despierto.
Pero no aquella noche.
Otro veranillo indio de hacía casi cincuenta años. A Jan Lewin le han regalado la primera bicicleta de verdad. Una Crescent Valiant de color rojo que lleva el nombre del antiguo caballero Príncipe Valiant, que vivió hace tanto que ni siquiera había bicicletas, solo caballos.
Su padre sujeta la parte trasera de la bicicleta por enésima vez, ya ha perdido la cuenta; la sujeta fuerte del portaequipajes y lo va animando.
Él se aferra al manillar, pedalea con todas sus fuerzas y por lo menos ya no cierra los ojos un segundo antes, cuando sabe que va a caerse y a desollarse las rodillas.
Y ahora solo queda lo peor. El sendero de grava entre la valla blanca y la fachada roja de la casa, donde su madre seguramente está haciendo tortitas, puesto que es jueves.
«No pasa nada, Jan —grita el padre a su espalda—. Yo te sujeto. No pasa nada. Te sujeto».
Jan pedalea y guía con más firmeza que de costumbre, porque su padre va sujetándolo, y más allá, delante de la casa, frena despacio, pone el pie izquierdo en el suelo y se baja de la bicicleta.
Y, cuando se da media vuelta, ve que su padre sigue allí, junto a la valla blanca, sonriendo con la cara bronceada, y está demasiado lejos como para que pueda alborotarle el pelo, pero ya no le hace falta.