68

Una vez que hubo terminado el desayuno, Lewin echó a andar en busca de sus colegas y, puesto que no les había contado nada, sentía crecer los remordimientos con cada paso. En primer lugar, había visitado al óptico de la testigo nonagenaria para, de una vez por todas, aclarar el asunto de su vista.

Era un hombre de unos sesenta años y, además, propietario de la óptica, que había heredado de su padre, y llevaba cerca de treinta años proporcionándole gafas a la testigo. En total dos pares de gafas y alguna que otra reparación, así que una gran cliente no era, desde luego. Hacía más de seis años que no iba por la óptica. Poco después de que cumpliera los ochenta y casi siempre porque necesitaba una montura nueva.

La testigo era miope, pero era una miopía congénita y no parecía haberse agravado con los años. Si llevaba las gafas puestas y si no había empeorado drásticamente desde la vez anterior, tenía una vista normal y era capaz de reconocer a una persona a la distancia de veinte metros por la que preguntaba Lewin. Eso era incuestionable. A esa distancia y sin gafas, habría podido percibir movimientos y distinguir a una persona de un perro, pero no a un perro de un gato.

Además, las personas mayores tenían otro problema con la vista que, en cierto modo, se hallaba fuera del campo de la óptica, pero que formaba parte de la realidad cotidiana que todo profesional metódico debía tener en cuenta.

—La vista de las personas mayores sufre los efectos de su condición física y psíquica. Tienen mareos, ven doble y son más sensibles a la luz. Además, se desorientan fácilmente y de improviso, y lo mezclan todo, luego se les pasa y vuelven a estar como siempre. Por ejemplo, vienen aquí, les pruebo las gafas nuevas y pueden leer incluso la fila de abajo; pero luego vuelven y, con las mismas gafas nuevas, no leen ni la primera solo porque han dormido mal esa noche, o porque han discutido con sus hijos o por cualquier otra razón.

—Pero, si estaba como siempre y llevaba las gafas, podía ver y reconocer a una persona. Sobre todo si se trataba de alguien a quien hubiera visto antes —resumió Lewin.

—Sí, claro, sí —reconoció el óptico—. Pero luego está la cuestión psíquica. Pueden confundir a las personas y es posible que confundan a la persona a la que han visto con alguien a quien conocen, a causa de algún parecido superficial, tal vez, y la persona a la que describen es la que conocen y no la que vieron. Yo no soy médico, pero he visto y oído casos en todos estos años.

Por un lado una cosa, por otro… pensaba Lewin suspirando para sus adentros cuando, unos minutos después, llamaba a la puerta del apartamento en el que vivía la testigo. Le había pedido a Eva Svanström que le avisara antes, y seguramente esa era la razón de que la mujer ni siquiera se molestara en mirar por la mirilla de la puerta antes de abrirle.

—Soy Jan Lewin, comisario de la policía judicial central —dijo Lewin mostrándole la placa mientras le dedicaba la más inocente de sus sonrisas. La abuela parece animada y alegre, pensó esperanzado.

—Adelante, adelante —dijo indicándole el camino con el tacón de goma del bastón.

—Gracias —dijo Lewin. Y con la azotea en plena forma, pensó sintiendo crecer la esperanza.

—Si soy yo quien tiene que dar las gracias —dijo la señora Rudberg—. Comisario. Eso no es moco de pavo. La que estuvo aquí la otra vez era solo una simple policía —constató la testigo observando curiosa a su invitado.

Primero hablaron de su cumpleaños y resultó que la mujer parecía haber caído en manos de un sacerdote como el de su abuela. Además, pasaron varios años antes de que sus padres descubrieran el error y se lo contaran a ella.

—Fue cuando iba a empezar la escuela, y mi padre descubrió que el sacerdote se había equivocado al inscribirme en el censo —explicó—. Pero entonces ya había venido un sacerdote nuevo, que no quería cambiar la fecha, puesto que ya estaba escrita, y así se quedó.

Durante un tiempo hasta le irritó estar censada en el mes equivocado. Con los años, el hecho de tener un mes de más empezó a perder importancia y cuando comenzó a recibir la pensión, incluso se felicitó por el error del párroco.

—Con un poco de suerte, igual hasta cobro un mes más —dijo sonriendo—. Así que no hay otra que conformarse.

Lo del cumpleaños tampoco había supuesto ningún problema práctico. Ella lo celebraba el 4 de julio, así fue siempre, y a la policía que había estado en su casa no le habló del error del sacerdote sencillamente porque no había caído. Por si fuera poco, la agente no le preguntó, así que se figuró que ya lo sabía. Un simple malentendido, y el día que estuvo sentada en el balcón fue el 4 de julio a las seis de la mañana, y precisamente por ser el día que era, se llevó también un trozo de tarta de mazapán para tomar con el café.

—Incluso había colocado una bandeja para no tener que andar trayendo y llevando cosas. Tengo que pensar en el bastón también —explicó.

Pues me queda un problema, a ver cómo lo resuelvo, pensó Lewin.

—Y claro, ahora el comisario se está preguntando si llevaba puestas las gafas —dijo la testigo haciéndole chiribitas por encima de la montura.

—Pues sí —respondió Lewin con tono amable—. ¿Qué tal le iba con las gafas, señora Rudberg?

Ningún problema en absoluto, según la testigo. Lo último que hacía cuando se iba a dormir era quitarse las gafas y dejarlas a mano en la mesilla de noche, junto a la cama. Y lo primero que hacía por la mañana antes de levantarse era ponérselas.

—¿Qué iba a hacer yo sin las gafas en el balcón? —preguntó—. Menudo plan. Sin las gafas no habría sabido ni llegar allí —aseguró.

Y ahora faltaba el hombre al que había visto trasteando con el coche en el aparcamiento, y esto va como una seda, pensó.

Bastante bajo, moreno, ágil y flexible. Musculoso, como eran todos ahora. Guapo, a la manera en que solían ser guapos los hombres cuando ella era joven.

—Aunque entonces no había que dedicarse a tanto entrenamiento para tener buen cuerpo —dijo la testigo.

¿Qué edad tenía?, preguntó Lewin.

La misma que ella cuando los jóvenes tenían aquel aspecto y ella los miraba de aquella manera y, naturalmente, unos años mayor que ella, puesto que los hombres siempre eran unos años mayores, y así era todavía, si no andaba equivocada.

—Tendría unos veinticinco o treinta años, más o menos —dijo la mujer—. Aunque claro, ahora todos parecen jóvenes, así que pudiera ser que fuera mucho mayor —añadió con un suspiro.

—Señora Rudberg, ¿le pareció que fuera alguien a quien usted conocía? —le preguntó Lewin con cautela.

—Sí, pero en eso me equivoqué por completo —respondió sonriendo encantada.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Lewin.

—Pues sí, debí de confundirlo con otra persona —explicó.

—Ya veo, ¿cómo…?

—Pues sí, estuve hablando con el portero el otro día. Vino a echarle un ojo al frigorífico, porque hace tanto ruido que no puedo dormir por las noches, y entonces hablamos del coche que, al parecer, habían robado, según habían dicho por la radio, y entonces mencioné lo que le había contado a la agente, que yo creía que era el hijo el que se lo había llevado para ir al campo.

—Ya veo —dijo Lewin, y asintió alentador.

—Pero debí de equivocarme —repitió.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Lewin paciente.

—Pues eso, que el capitán de vuelo no tiene hijos varones —respondió la testigo—. Así que en eso me había equivocado. Ahí di con la hoz en duro, como solía decir mi padre.

—De modo que, en realidad, se trataba de otra persona, a la que, según usted, se parecía —dijo Lewin.

—Sí, tiene que ser eso —aseguró la testigo y, de repente, la vio vieja y cansada—. Quiero decir que si no tiene ningún hijo, pues no lo tiene.

—El portero sabía que su vecino, el capitán de vuelo, el propietario del coche, no tiene ningún hijo —dijo Lewin.

—Claro, y si alguien sabe esas cosas, es él —afirmó la testigo con convicción—. Lo sabe todo de los que vivimos en el bloque. Faltaría más. Dos hijas, eso es lo que tiene el capitán. Estoy segura y en eso estamos totalmente de acuerdo. Pero la persona a la que vi no era ninguna de las dos. Tan acabada no estoy. Todavía no.

—Comprendo que ha reflexionado usted mucho sobre la cuestión —insistió Lewin—. No se tratará de otra persona que viva aquí o a la que usted conozca. O de alguien a quien haya visto con anterioridad y que se parezca a la persona que usted vio, ¿verdad?

—No —dijo la testigo meneando la cabeza con vehemencia—. Sí, claro que he reflexionado mucho, pero lo único que se me ocurre es el actor. El de Lo que el viento se llevó. Ese, Clark Gable, aunque sin bigote, claro.

—Clark Gable, pero sin bigote —repitió Lewin asintiendo. Esto se pone cada vez mejor.

—Pero claro, él no puede haber sido —suspiró la testigo.

—No —dijo Lewin—. No parece verosímil.

—No, claro, muy verosímil no parece —convino la testigo—. Porque ese hombre debe de ser tan mayor como yo a estas alturas, y además está muerto, ¿no?

—Pues sí —confirmó Lewin—. Me parece que murió hace muchos años.

—Así que a él no pude verlo —dijo la testigo asintiendo.

Cuando Lewin regresaba paseando a la comisaría, lo invadió su abatimiento habitual. El apartamento pequeño y atestado de muebles, los retratos de los familiares, parientes y amigos que formaban parte de la familia de aquella mujer y todos los cuales estaban muertos. Ese olor tan particular que siempre caracteriza el hogar de las personas mayores, con independencia de lo minuciosamente que limpiaran y pese a que fueran a vivir hasta veinte años más. Una mujer de noventa y dos años, despierta y ágil para su edad y que aún podía vivir sola, prepararse el café e incluso llevar una bandeja con una mano. Ni silla de ruedas ni andador, simplemente toda la fuerza y la fortaleza que exigían un bastón con el taco de goma con el que poder salir al balcón.

Ni siquiera ese atisbo de la antesala de la muerte que ofrecían las residencias de ancianos a quienes eran menos afortunados que la testigo y, muchas veces, bastante más jóvenes que ella. Suelos de linóleo, un televisor siempre encendido y en el que nadie intentaba ya cambiar de canal siquiera, pescado cocido y zumo caliente, alimentación manual, una cama con el colchón elevado para apoyar una columna desviada y facilitar el trabajo de unos pulmones cansados. Amén de la libertad que consistía sencillamente en que todo aquello tenía un final. Con tal de que uno fuese consciente de que dicho final estaba ahí, en paciente espera, sin importar quién hubiera sido uno cuando tenía una vida que vivir.

—¿Que se parecía a Clark Gable? —preguntaba Sandberg una hora después.

—Aunque sin bigote —observó Lewin sonriendo.

—Le enseñé una foto reciente del yerno del capitán de vuelo, la verdad. Se llama Henrik Johansson, de treinta y ocho años. Es el piloto que está casado con la hija menor —dijo Sandberg.

—¿Y a ti qué te parece el yerno? —preguntó Lewin.

—No se parece a Clark Gable en nada, y que sepas que estás hablando con una mujer que ha visto el vídeo de Lo que el viento se llevó infinidad de veces —explicó Sandberg—. ¿Qué me dices de una foto trucada? A falta de otra cosa —prosiguió.

—Dios nos libre —respondió Lewin—. ¿Una foto trucada de Clark Gable? —Aunque bastaría con borrarle el bigote, pensó Lewin, que ya empezaba a sentirse más animado.

Olsson había mantenido una conversación a solas con Bäckström, y lo que quería decirle lo sabía ya él por la colega Sandberg, que se lo había comunicado el día anterior.

—Sí, ya me he enterado —dijo Bäckström en un tono cordial—. Seguramente fue la loca esa de la túnica rosa a la que conocí en la reunión a la que me invitaste. La única vez que la he visto hasta ahora, dicho sea de paso, y a partir de ahora puedo decir que la única. Por cierto, ¿sois muy amigos?

—A ver, Bäckström, no quiero que me malinterpretes —dijo Olsson alzando las manos como para protegerse, un gesto que se había convertido en una especie de marca registrada de su actitud policial—. Solo quería advertirte, por si llegaras a oír algún tipo de rumor malintencionado.

—Bueno, por desgracia, está uno ya acostumbrado a esas cosas, después de tantos años. Además, Olsson, ¿tú sabes cuántas denuncias de las que tramitamos son de delincuentes y de chiflados que demandan a colegas de todo el país? —Bäckström hizo un gesto como para animar a Olsson, que no parecía tan satisfecho como él.

—Sí, muchas, por lo que tengo entendido —respondió Olsson.

—Más de dos mil —lo informó Bäckström con énfasis—. El quince por ciento de todo el Cuerpo de Policía y, en términos generales, de todo aquel que intenta hacer bien su trabajo.

—Sí, es horrible —admitió Olsson sin entrar en detalles de qué, exactamente, le parecía horrible.

—¿Y sabes cuántos de esos colegas resultan condenados? —continuó Bäckström, que no pensaba dejar escapar la ocasión ahora que tan bien pillada la tenía.

—No muchos —respondió Olsson.

—Qué gracioso eres, Olsson —dijo Bäckström—. De uno a dos al año. Menos de uno de cada mil de todos los colegas cuyo nombre y cuyo trabajo se empeñan en denigrar.

—Ya, desde luego, no es una situación agradable —confesó Olsson, e hizo amago de levantarse.

—En realidad, creo que debería hablar con el sindicato para que interpusieran una demanda por falso testimonio —dijo Bäckström.

—¿Contra la querellante? —preguntó Olsson.

—No, contra la chalada esa de la túnica rosa. No creía que tuvierais representante siquiera —dijo Bäckström—. Pero bueno, tú piénsalo —le sugirió dando muestras de generosidad.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Olsson nervioso.

—Si no deberíamos denunciarla —explicó Bäckström—. A la de la túnica rosa, vamos. —Chúpate esa, so pánfilo, se dijo.

—No creo que haya que llegar a eso —dijo Olsson, y se puso de pie.

—¿Y qué dijo Bäckström? ¿Tenía algo que decir en su defensa? —preguntaba cinco minutos más tarde el jefe de la provincial.

—Parecía no comprender nada —dijo Olsson con un suspiro—. Decía que deberíamos denunciar a Moa Hjärtén por falso testimonio. Y que estaba pensando en hablar con el sindicato.

—Pero ¿de verdad es necesario llegar a eso? —se lamentó el jefe de la provincial—. Por cierto, ¿has hablado con la querellante?

—Solo por teléfono —reconoció Olsson.

—¿Y qué te dijo? —preguntó el jefe de la provincial.

—Pues no quería hablar del tema y tampoco quería presentar ninguna denuncia ante la policía —explicó Olsson—. Pero apuesto el cuello a que algo ha pasado, a que hay gato encerrado.

—Sí, sí, eso por descontado —dijo el jefe de la provincial—. Como casi siempre en estos casos, pero al mismo tiempo, se trata de un colega. Y si la querellante se niega a colaborar, no sé cómo vamos a solucionar esto. Corrígeme si me equivoco, pero ¿no será la tal Moa Hjärtén la mujer a la que acosó Bäckström?

—Creo que deberías hablar con el nuevo jefe de Bäckström —sugirió Olsson—. El tal Johansson.

—¿Te refieres a Lars Martin Johansson, el nuevo jefe de la judicial central? —preguntó el jefe de la provincial.

—Exacto —dijo Olsson—. Tarde o temprano, tendrá que enterarse.

—Te prometo que me lo pensaré —dijo el jefe de la provincial. ¿Qué le habrá pasado a Olsson?, se preguntó. Debo de haberme equivocado por completo con ese hombre, se dijo.

Aquella tarde, poco antes de que volvieran al hotel, el conocido que Lewin tenía en los servicios secretos lo llamó para darle la información que este le había pedido sobre aquel número de teléfono.

—Tenías toda la razón, Jan —constató el colega de los servicios secretos—. Se trata de un teléfono normal de funcionario. El abonado es el municipio de Växjö y si me das veinticuatro horas más, te daré el nombre de la persona que lo utiliza. Hay varios cientos entre los que elegir —explicó.

—Si pudieras, te estaría muy agradecido, desde luego. Si no te causa demasiados problemas, claro —dijo Lewin.

Ningún problema, aseguró el conocido. En los servicios secretos contaban con un contacto estratégicamente colocado justo en las oficinas municipales de Växjö, y lo único que necesitaba eran otras veinticuatro horas.

—Ah, pues entonces, quedamos en eso —dijo Lewin—. Muchísimas gracias, por cierto.

—No es nada —dijo el amigo—. Te prometo que te llamaré a lo largo del día de mañana y te daré el nombre del amiguito que se dedica a molestar llamando por teléfono a la gente en plena noche. Además, sé que tenemos alguna que otra cosa suculenta que ofrecerte, pero eso ya lo veremos mañana, cuando dispongamos del cuadro completo, quiero decir.

—De verdad, muchísimas gracias —repitió Lewin. Puede que no, puede que no, pero puede que sí, de todos modos, se dijo. Y por razones que no alcanzaba a explicarse, sintió de nuevo el abatimiento de siempre. El que solía experimentar cada vez que intuía que estaba a punto de averiguar cosas que tendrían consecuencias para personas de carne y hueso.