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Växjö-Estocolmo, lunes 18 de agosto-miércoles 20 de agosto

El lunes en que la persecución del asesino de Linda entraba en la octava semana, Bäckström empezó a estar bastante harto de toda aquella historia. Ya no podían tomar muestras de ADN a nadie más, a pesar de que hasta un pánfilo como Olsson debería haber comprendido que así acabarían atrapándolo tarde o temprano, si es que no lo conseguían de otra manera. Tampoco tenían nada a lo que hincarle el diente, ni pistas en condiciones, ni ningún golfo al que meter en vereda. Solo tenían ancianos seniles que no recordaban cuándo habían nacido y que opinaban que el asesino se parecía a alguien que no existía. Amén de todos los demás supuestos testigos que ni habían visto, ni habían oído, ni habían pillado nada pero que, no obstante, habían conseguido malinterpretarlo todo. Finalmente, los iluminados y las brujas de siempre, con sus avisos y vibraciones del más allá. ¿Qué coño estaba haciendo él allí? En el lugar equivocado para un policía de verdad. Ya era hora de recoger los bártulos y volver a su trabajo en Estocolmo, pensó Bäckström.

Además, había ido a parar a una mierda de ciudad. Por no hablar de todas las locas que vivían allí. Y para colmo, todos esos periódicos, cadenas de televisión y emisoras de radio que, al parecer, en aquellos momentos se dedicaban por entero a explicarles a él y a sus colegas cómo deberían hacer su trabajo. Y luego los jefes, que brillaban por su ausencia cuando se trataba de apoyar a la gente de a pie. Como había sucedido recientemente cuando el dragón vespertino de mayor tirada ni siquiera pudo localizar a ese cabrón de Laponia para un simple comentario. Eso en caso de creer lo que ellos mismos escriben, y en esta ocasión, seguro que debía hacerlo, pensó Bäckström.

Como si esto no fuera suficiente y más que de sobra, se presentó en su habitación la colega Sandberg. Cerró la puerta y le susurró en voz baja lo poco que tenía que decir.

—Ha llegado una denuncia contra ti esta mañana —dijo Anna Sandberg.

—¿Qué he hecho esta vez —preguntó Bäckström—, aparte de hacer mi trabajo?

Habré sobrepasado el presupuesto de la policía judicial para la compra de bastoncillos, pensó.

Intento de violación, según la denunciante. Acoso sexual, según el colega que ha registrado la denuncia y por si acaso la ha colocado en un montón aparte.

—Me estás tomando el pelo —dijo Bäckström, que ya se hacía una idea de por dónde iban los tiros. Cuánta loca suelta por el mundo, pensó.

Por desgracia, no, a decir de Anna Sandberg. Según la denuncia, el 15 de agosto, a última hora de la tarde, Bäckström habría hecho en su habitación del Stadshotell no solo lo que realmente había hecho, sino también muchas otras cosas que no hizo. La víctima era una reportera de la radio local de Växjö, llamada Carin Ågren, de cuarenta y dos años. Quien había presentado la denuncia era una buena amiga suya, presidenta del Centro de Atención a las mujeres maltratadas de la ciudad, que se llamaba Moa Hjärtén. Y lo único positivo de ello sería que ni siquiera había sido posible localizar a Ågren, la parte interesada, y que como solía ocurrir en otras ocasiones carecían totalmente de testigos.

—No sé de qué me estás hablando —dijo Bäckström—. Nunca le he puesto un dedo encima a esa persona. —Lo cual además era totalmente cierto, pensó él.

—Eso no es asunto mío —zanjó Sandberg—. Simplemente he pensado que sería bueno que lo supieras.

—Esa tal Hjärtén me suena —dijo Bäckström—. ¿No es la gorda esa que anda correteando por ahí envuelta en un viejo camisón de color rosa? Me he encontrado con ella aquí en la comisaría. Creo que se cuenta entre los íntimos del colega Olsson.

—En cualquier caso, yo ya te he avisado —repitió Sandberg por alguna razón.

—Muy amable por tu parte, Anna —respondió Bäckström esbozando su más amplia sonrisa—. En este trabajo tiene uno que cargar con mucha mierda —añadió con un suspiro de cansancio. Y tampoco tienen ningún testigo, pensó.

No resultó nada fácil ponerse en contacto con la anestesista. Tan pronto como llegó a su puesto de trabajo requirieron sus servicios en el quirófano y hasta por la tarde no tuvo tiempo libre para entrevistarse con Lewin. En el supuesto de que el asunto fuera realmente importante. Y en el supuesto de que no se tratara de temas que afectasen a su obligación de guardar secreto profesional y de que fuera él quien se acercase a verla a ella y no al contrario, ya que él no quiso decirle de qué se trataba por teléfono.

Pero una vez que lo tuvo sentado en el despacho del hospital, todo discurrió sin complicaciones y mucho mejor de lo esperado. Bata blanca y estetoscopio en el bolsillo. Cabello rubio corto, delgada y en buena forma física, ojos azules despiertos y una mirada que mostraba conocimientos, intuición y sentido del humor. Una mujer atractiva, pensó Lewin. Aunque no venga ahora al caso, se dijo.

Sin entrar en detalles acerca de los motivos, Lewin explicó rápidamente qué era lo que quería saber. ¿Había recibido alguna llamada rara? Estaba particularmente interesado en las llamadas que pudiera haber recibido la noche antes de empezar sus vacaciones, a altas horas de la noche y ya de madrugada el mismo día que ella comenzaba las vacaciones.

—La víspera o el día cuatro de julio —precisó Lewin.

—¿Se trata del asesinato de aquella aspirante a policía, no es así? —Lo miró con curiosidad y era evidente la actividad detrás de aquellos ojos azules.

—Eso no lo he dicho yo —respondió Lewin sonriendo ligeramente. Casi demasiado atractiva, pensó.

Él, ciertamente, no lo había dicho. Fue ella quien lo formuló y no esperaba una respuesta. No obstante podía suponerlo. Veinticuatro horas antes, cuando regresó de sus vacaciones en el extranjero, no tenía ni idea del caso Linda. Después de leer los periódicos atrasados y de tomar un par de cafés en la sala de personal del trabajo, ya sabía lo mismo que todos los demás.

—Jamás he conocido en toda mi vida a un auténtico investigador de homicidios. Menos aún a alguien de la policía judicial central —constató ella.

—Eso debe de ser estupendo —dijo Lewin.

—Así que casi me hace ilusión tenerte aquí —afirmó.

—Gracias —respondió Lewin. Vaya derroteros está tomando esta conversación, pensó.

—Tú pareces de «buena pasta». ¿No es eso lo que soléis decir los tíos? De buena pasta —repitió—. Además es posible que pueda ayudarte. No es que sepa muy bien cómo, pero en fin, esto fue lo que ocurrió.

Ella rara vez recibía llamadas de gente a la que no conocía. Por lo demás, casi todas las llamadas eran de trabajo. Era verdad que había recibido alguna que otra de alguien que se había equivocado de número, pero esas las solía olvidar bastante rápido. Y nunca había tenido necesidad de preocuparse a causa de llamadas desagradables en los casi dos años que llevaba viviendo en Växjö.

—Ningún pervertido —aseguró—. Espero que sea porque tengo número secreto, no porque me estoy haciendo demasiado vieja —precisó sonriendo.

Ese era uno de los motivos por los que recordaba aquella llamada. El otro motivo era que se iba de vacaciones fuera del país el viernes 4 de julio. Iba a coger el tren a Copenhague y, desde allí, un vuelo a Nueva York, a última hora de la tarde, y solo llegaría a tiempo si salía de Växjö antes de las cuatro de la tarde. Lo único que podría desbaratar sus planes era que en el trabajo ocurriera algo grave y urgente que requiriera su presencia. El caso fue que en el último momento, antes de salir de viaje, tuvo que entrar de guardia el viernes por la mañana. El padre de un colega había sufrido un infarto.

—Estaba durmiendo cuando sonó el teléfono en plena noche. Pensé que ahí se esfumaban mis vacaciones —constató ella.

En plena noche, se dijo Lewin. ¿No tendrían la suerte de que pudiera concretar la hora con algo más de precisión?

—Según el despertador que tengo al lado de la cama eran las dos y cuarto —precisó sonriendo ante la sorpresa de Lewin—. Comprendo que te preguntarás cómo lo sé —añadió ella.

—Sí —afirmó Lewin sonriendo él también. En el peor de los casos tendré que hacer algunas preguntas para comprobar cuándo es tu cumpleaños, pensó.

La hora era importante en la vida de un médico anestesista. Especialmente cuando se trataba de una llamada nocturna que ella suponía que venía del trabajo. Además, tenía una memoria prodigiosa para las cifras e incluso tenía papel y lápiz al lado del teléfono, lo cual era muy práctico. Primero anotó la hora de la llamada. Después cogió el auricular y contestó.

—Como estaba segura de que la llamada sería del hospital, fue un acto reflejo —explicó—. Y para que entendieran realmente que acababan de cargarse mis vacaciones y mi sueño reparador, intenté hablar como si estuviera todavía dormida —prosiguió ella.

—No respondiste con tu nombre —precisó Lewin.

—No —dijo ella—. Todo lo que recibieron como respuesta fue un «sí» somnoliento y prolongado. A pesar de que estaba completamente despierta. Digamos que me pareció que no era más que lo que se merecían.

—¿Y qué dijo la persona que llamó? —preguntó Lewin—. ¿Lo recuerdas?

Fue un hombre el que llamó. Sonaba alegre, agradable, sobrio y, a juzgar por la voz, parecía de la misma edad que ella.

—Primero dijo algo en inglés. Long time no see, o algo por el estilo, y que esperaba no haberme despertado y entonces yo seguía aún pensando que era alguien del trabajo que quería mostrar su lado humorístico. Yo estaba a punto de salir para Estados Unidos de vacaciones. Pero luego, de repente, empecé a dudar.

—¿Qué te hizo dudar? —preguntó Lewin.

—Teniendo en cuenta que mis vacaciones acababan de irse al garete, fui bastante escueta. Solo pregunté de cuántos se trataba y qué era lo que les había ocurrido esta vez —respondió la anestesista—. Cuando llaman a esas horas suele tratarse casi siempre de accidentes de tráfico —explicó.

—¿Qué dijo él entonces?

—De pronto él también sonó sorprendido. Se ve que, en ese momento, se dio cuenta de que se había equivocado de número. Preguntó con quién estaba hablando y entonces yo le pregunté que con quién quería hablar y, más o menos en ese momento, comprendí que no era una llamada del hospital, sino alguien que se había equivocado de número a aquellas horas de la madrugada.

—¿Dijo algo más? —preguntó Lewin.

—Sí. Primero preguntó si había llamado a casa de Eriksson. Me pareció que era una manera bastante rara de expresarse, por eso lo recuerdo con exactitud. De hecho, recuerdo que pensé en la compañía telefónica y que, a pesar de todo, quizá fuera alguien que llamaba para vacilarme. Pero a esas alturas estaba de bastante mal humor y le dije que debía tratarse de un error. Y entonces él me pidió perdón cientos de veces y todo eso, y parecía que lo decía de verdad y yo me alegré un montón, pensando en mis vacaciones. Así que le dije que estaba bien si prometía no volver a hacerlo nunca más.

—Y eso fue todo —concluyó Lewin.

—No —replicó la anestesista—. En realidad dijo algo más, y dado que lo hizo de una forma bastante seductora, aún lo recuerdo.

—Intenta repetirlo literalmente, si puedes —dijo él comprobando que su pequeña grabadora funcionaba como debía.

—De acuerdo —contestó ella—. Esto fue más o menos lo que dijo: que evidentemente no era el momento adecuado para pedirme una cita a ciegas. Sí, este no es precisamente el momento adecuado para pedirte una cita a ciegas, dijo. O algo por el estilo, pero antes de que yo pudiera responder, ya había colgado el teléfono. Una lástima, realmente, porque el tipo parecía interesante y simpático —aseguró ella sonriendo a Lewin.

—Alegre, sobrio, simpático y seductor —constató Lewin.

—Exacto. Si no hubiera llamado de madrugada, quién sabe cómo habría terminado —dijo la testigo esbozando una sonrisa todavía más amplia—. Recuerdo que incluso me costó volver a dormirme. Seguramente, me quedaría imaginando si sería tan simpático, seductor y guapo como parecía.

—Esperabas que volviera a llamar —dijo Lewin sonriendo él también.

—No, no —replicó la testigo—. No estoy tan necesitada. Todavía no, por lo menos.

—Entonces, ¿no ha vuelto a llamar? —preguntó Lewin.

—En todo caso, no salía en el contestador automático cuando lo oí después de las vacaciones —contestó ella encogiéndose de hombros—. No tenía más que las llamadas habituales, todas muy aburridas. Además, ¿por qué habría de llamarme? —añadió.

Quizá tenía otras cosas en qué pensar, meditó Lewin. De lo contrario seguro que lo habría hecho, si es tal como yo creo que es, pensó.

—Si recuerdas algo más, por favor, ponte en contacto conmigo —le dijo al despedirse al tiempo que le entregaba su tarjeta.

—Por supuesto —respondió ella, y miró la tarjeta antes de introducirla en el bolsillo de la bata blanca—. Y si quieres que te enseñe nuestra preciosa Växjö solo tienes que llamarme. El número ya lo sabes.

En cuanto llegó a la comisaría, Lewin llamó a un viejo amigo y antiguo compañero que ahora trabajaba de comisario en los servicios secretos y que, además, le debía algún que otro favor. Primero hablaron un poco de todo y, después de dar por concluida la parte social, Lewin desembuchó y le refirió el asunto.

Ningún tema de seguridad nacional, sino un delito grave. Se trataba de rastrear una llamada y, por una vez, tenían tanta suerte que conocía la hora exacta y el número de teléfono al que se realizó. Lo que quería saber era el número del teléfono desde el que se había efectuado, a nombre de quién estaba ese teléfono y —un favor que pedir humildemente— quién había realizado la llamada.

—Si te agobio con esto es porque sé que tú y tus colegas sois sin duda los mejores en este tipo de cosas —dijo Lewin dándole coba.

—Por supuesto —ratificó el amigo—. Creo que no ando totalmente equivocado si supongo que se trata del asesinato de aquella estudiante de policía, ¿no? Teniendo en cuenta que eres tú quien pregunta y que es un número de Växjö el que pides, me refiero.

—Has dado en el clavo —afirmó Lewin—. ¿Cuánto tiempo crees que necesitáis?

Suponiendo que los datos de Lewin fueran correctos, que la llamada se hubiera realizado a las dos y cuarto de la mañana del día 4 de julio al número indicado, podría tener la respuesta prácticamente sobre la marcha.

—Te llamo mañana por la mañana a más tardar —contestó el colega—. Habrá que cruzar los dedos. Por desgracia, lo sabes tan bien como yo, casi siempre llaman desde un móvil con una de esas tarjetas de prepago, con las que es prácticamente imposible identificar al que llama.

—Tengo el presentimiento de que no es un teléfono de esos —afirmó Lewin. Esta vez, no, pensó.