La noche en que volvieron de Copenhague, Lewin soñó con aquel verano de hacía casi cincuenta años en que le regalaron la primera bicicleta de verdad. Una Crescent Valiant roja. Y su padre se tomó libre casi todo el verano para enseñarle a montar.
Lo más difícil era cuando ya casi estaban de vuelta. Lo peor era el sendero de grava hasta la casa. Los últimos veinte metros entre la cancela blanca del jardín y el porche rojo.
«¡Te voy a soltar!», grita su padre y Lewin se aferra al manillar y pedalea sin parar; derrapa y se cae sobre la grava. Y precisamente esa vez se da un buen golpe. Se magulla los codos y las rodillas y la idea de aprender a montar en bicicleta se le antoja de repente absurda e inalcanzable.
«¡Venga, Jan, arriba! —dice su padre, lo levanta y le revuelve el pelo—. Vamos a tomarnos un chocolate y una rebanada de pan con queso, y a ponernos unas tiritas».
Y luego todo volvió a la normalidad.