Växjö, ese mismo día
Exactamente una semana después de la onomástica de la reina Silvia, el viernes 15 de agosto, un rayo cayó sobre la cabeza de Evert Bäckström, comisario de la policía judicial central. Al menos, así fue como él mismo describió el asunto cuando le contó a su mejor amigo, el inspector Jan Rogersson, la inmerecida deshonra a la que lo había expuesto otra loca más.
—Fue como si un rayo me alcanzara la cabeza —confesó Bäckström.
—Siempre tienes que exagerar, Bäckström —objetó Rogersson—. Cuenta las cosas como son. Seguro que estabas borracho, sencillamente.
Todo empezó tal y como solía y de forma muy prometedora, dado que era fin de semana y que el límite de horas extra le impedía poner siquiera un pie en el trabajo antes del lunes por la mañana. Tan pronto como se deshizo del pánfilo de Olsson, abandonó la comisaría de Växjö con su habitual discreción y se fue caminando despacio de vuelta al hotel. Ya en la habitación se quitó la ropa, se puso un albornoz limpio y recién planchado, abrió la primera cerveza fría del fin de semana y, cuando Rogersson apareció jadeante, con la cara roja como un pavo en vísperas de Navidad, Bäckström ya iba por la tercera.
—Por fin viernes —dijo Rogersson apagando la sed directamente de la lata—. ¿Tienes algún plan especial para el fin de semana, Bäckström?
—Esta noche tendrás que arreglártelas tú solo, chaval —le contestó Bäckström, que había aprovechado el tiempo muerto entre la segunda y la tercera cerveza para llamar a la buena de Carin e invitarla a cenar.
—Mujeres a la vista —dedujo Rogersson, que a pesar de los pesares no era un mal policía.
—Primero vamos a tomar algo en el centro —dijo Bäckström—, y después he pensado aprovechar para darle un paseo al supersalami —concluyó subrayando lo que acababa de decir con un trago particularmente largo.
Y al principio todo transcurrió según sus planes. Bäckström y su ligue de turno tomaron esa noche una cena decente en un restaurante cercano y barato de la calle Storgatan y también consumieron algún que otro espirituoso, a pesar de que él procuró controlarse pensando en el colofón de la velada y por consideración a su salami.
Fuera como fuese, al final terminaron en la habitación del hotel de Bäckström y aunque Carin, por razones desconocidas, insistió en que deberían ir al bar, aceptó no obstante tomar una copita en la habitación. No tenía nada claro lo que había sucedido antes de bajar al bar y continuaran en serio, ni lo que sucedió en las horas siguientes, ni las demás circunstancias. Menos claro aún le quedaba el hecho de tener que sentarse y hablar de lo ocurrido una y otra vez, durante los cuatro meses siguientes, con varios colegas carentes de sentido del humor, encargados de las investigaciones internas dentro del Cuerpo de Policía.
—Quería enseñarte una cosa —dijo Bäckström esbozando la mejor de sus sonrisas antes de deslizarse dentro del cuarto de baño.
—Bueno, pero que sea rápido —protestó Carin desde el otro lado de la puerta al tiempo que daba un sorbito a su copa y parecía de pronto bastante reacia.
Más rápido que Superman en la cabina telefónica, ejecutó Bäckström la maniobra inversa en el cuarto de baño. Se enrolló una toalla de baño alrededor de la cintura, salió en todo su esplendor y dejó caer la capa.
—¿Qué te parece esto, pequeña? —dijo Bäckström al tiempo que metía barriga y sacaba pecho. Sin duda, algo absolutamente innecesario, pero a veces tenía uno que esforzarse, pensó él.
—¿Te has vuelto loco? Aparta inmediatamente ese pingajo asqueroso —gritó Carin levantándose del sofá.
Luego, sin más, echó mano del bolso y la chaqueta, salió de la habitación y cerró de un portazo.
Las mujeres no están bien de la cabeza, pensó Bäckström. ¿Cómo que pingajo?, pensó. ¿Qué cojones dice esta tía?
Primero se vistió otra vez. Luego bajó al bar pero allí solo encontró a Rogersson, que sonreía socarrón en una esquina. A falta de algo mejor que hacer se quedó allí y se ventiló algún que otro pelotazo. Cuando finalmente subió a su habitación, la llamó para darle al menos las buenas noches y demostrar que no era un tío rencoroso pero, antes siquiera de que pudiera abrir la boca, ella le colgó el teléfono, sin más. Por lo visto, además lo desconectó, porque ni ella ni el contestador dieron señales de vida cuando llamó otra vez. Exactamente igual que aquella chiflada que me endilgó al pobre Egon, pensó.