—Si queréis saber mi opinión, la señora está grillada —dijo Rogersson al día siguiente, cuando la unidad de investigación discutía su declaración y la de otros testigos.
—¿Y eso por qué? —preguntó Olsson, que, desde hacía varios días, siempre estaba en su puesto, a un extremo de la mesa.
—En primer lugar, el capitán de vuelo no tiene ningún hijo, no lo ha tenido nunca, no quiere tenerlo ni quiere saber de ningún hijo. Lo único que tiene es un yerno. Es piloto en las líneas aéreas SAS, se fue a Australia con la hija menor del capitán, con la que está casado desde hace un montón de años y, además, salieron de Suecia el miércoles, dieciocho de junio, o sea, dos semanas y media antes de que asesinaran a Linda. Regresarán dentro de algo más de una semana, que es cuando su hija empieza en la escuela. Además, el viejo se enfadó cuando llamé y empecé a preguntarle por el hijo perdido. Me respondió que a qué coño nos dedicábamos. Y dijo que ya le había contado a una de mis colegas que tenía dos hijas, una nieta y un yerno, pero ningún hijo —concluyó Rogersson con una mirada iracunda a Salomonson.
—Esa otra hija —intervino Lewin—. ¿Cómo es…?
—Gracias, Lewin —lo interrumpió Rogersson—. Tiene treinta y siete años, es abogada en Kristianstad y tiene pareja desde hace quince años, una pareja que también se dedica a la abogacía, y a la que conoció cuando estudiaban derecho en Lund.
—¿Qué sabemos de él? —preguntó Lewin.
—Entre otras cosas, sabemos que no es él, sino ella. La hija vive en pareja con otra mujer, abogada, y estoy convencido de que no quieres saber lo que dijo el padre cuando empecé a preguntarle por la pareja o la mujer de su hija, o como quiera llamarse —dijo Rogersson.
—Ya, pero lo del cumpleaños suena bastante suculento —insistió Lewin.
—A mí también me lo pareció, y a Anna, que fue quien la interrogó —convino Rogersson—. Hasta que descubrimos que la buena señora nació el cuatro de junio, y no el cuatro de julio. Al menos, si creemos lo que dice su documento de identidad.
—Quizá estuviera celebrando algún aniversario. Quién sabe, puede que aproveche cualquier ocasión para zamparse un trozo de tarta. Será una de esas adictas al azúcar —dijo Bäckström riéndose a carcajadas de tal modo que le bailaba la barriga.
—Comprendo —dijo Lewin con un suspiro—. ¿Y la descripción?
—¿Te refieres a lo de que se parecía mucho a ese hijo que no existe? —preguntó Rogersson.
—Sí —dijo Lewin con media sonrisa.
—Puesto que no tenía nada mejor que hacer, hablé con el óptico de la señora. No lo vi muy impresionado, por así decirlo. Desde luego, yo no soy oftalmólogo, pero me dijo que apenas veía, poco menos. Además, me pidió que le recordara a la señora que ya era más que hora de hacerse una revisión. Hace siete años desde la última vez que estuvo.
—Pues no creo que saquemos nada más. ¿Tú qué opinas, Lewin? —dijo Bäckström con una sonrisa burlona.
Después de la reunión matutina, Eva Svanström entró en la habitación de Lewin para consolarlo.
—No les hagas caso a esos dos. Bäckström siempre ha estado como una cabra y Rogersson bebe como una esponja, así que tendrá resaca, como de costumbre. Ya te lo he dicho antes, no sé cuántas veces.
—Has venido a consolarme —dijo Lewin sonriendo vagamente.
—¿Y qué tiene eso de malo? —preguntó Svanström en tono normal—. Pero lo cierto es que no he venido solo por eso. Además, tengo algo que contarte.
¿Qué habría tenido de malo que hubiera venido solo a consolarme?, pensó Lewin.
Hacía algo más de tres años, más o menos al mismo tiempo que se cambió de un apartamento a otro del mismo edificio en el que vivía, y que su hija se fue a vivir con su padre, la madre de Linda cambió también de teléfono. Por lo general, uno solía conservar el número antiguo, sobre todo mudándose en el mismo edificio, pero, por alguna razón, Lotta Ericson decidió hacerse con uno nuevo. Además, un número secreto. Hasta entonces, había figurado en la guía como todo el mundo.
El antiguo volvió a Telia y, tras el periodo de carencia, estipulado en un año más o menos, se le asignó a otro abonado. Una anestesista de la Clínica Universitaria de Linköping que consiguió un puesto mejor en Växjö y decidió mudarse allí. Se llamaba Helena Wahlberg, estaba soltera, tenía cuarenta y tres años y vivía en Gamla Norrvägen, a unos quinientos metros al norte del lugar del crimen, en un barrio que, para mayor abundamiento, se llamaba Norr, precisamente.
El número antiguo, ahora del nuevo abonado, también era secreto, lo que no era tan raro teniendo en cuenta su profesión. Svanström fue a verla al lugar de trabajo, pero resultó que llevaba más de un mes de vacaciones, aunque volvería a su puesto el lunes; y lo único extraño de todo aquello —y que seguramente no era sino una coincidencia carente de interés— era que la anestesista había empezado sus vacaciones precisamente el viernes 4 de julio, es decir, el mismo día en que asesinaron a Linda.
—¿Quieres que solicite el registro de llamadas? —preguntó Svanström.
—Creo que podemos esperar —dijo Lewin—. Lo más fácil será que la llame y le pregunte primero. Además, pensaba pedirte otro favor —añadió.
A pesar de que a la testigo nonagenaria se le había pasado su cumpleaños y se había confundido en un mes, a Lewin le costaba trabajo dejar de pensar en ella. La explicación se hallaba en una historia personal, una herida normal y corriente sufrida en acto de servicio, podría decirse. Y lo más probable era que se hallase también en su persona, pero a esa posibilidad no le prestó demasiada atención, a pesar de que la mujer que tenía enfrente lo hacía prácticamente cada vez que pensaba en él.
—Mi pobre abuela murió ya, pero de haber estado viva, tendría cerca de cien años —explicó Lewin—. Según el censo, había nacido el veinte de febrero de mil novecientos siete, pero nosotros siempre celebrábamos su cumpleaños el veintitrés de febrero.
—¿Y eso por qué? —preguntó Svanström.
—Según la historia que circulaba en mi familia, el cura estaba borracho cuando la inscribió en el censo y, sencillamente, anotó mal la fecha. Claro que se trata solo de unos días y no de un mes entero, pero lo de junio y julio me da que pensar.
—Es fácil equivocarse —convino Svanström.
—Sí, yo creo que por eso hay tantos juristas mayores que suelen llamar al mes de julio «jullio», para evitar confusiones —dijo Lewin—. Recuerdo lo mucho que me sorprendió la primera vez que lo oí. En derecho penal tuvimos a un profesor al que llamábamos profesor Jullio. Eso fue prácticamente todo lo que aprendimos con él. Lo importante que era para un jurista decir jullio en lugar de julio. Por lo demás, la mayor parte de sus clases eran el famoso rollo de que se trata de agarrar bien el puño del sable cuando vas a ensartar al delincuente. Que la policía hubiese cambiado el sable por la porra hacía ya muchos años era algo que a él le había pasado inadvertido. En una ocasión nos dio una clase entera sobre las consecuencias jurídicas de cortar con el filo del sable en lugar de golpear con la hoja, hasta que uno de nosotros se armó de valor y le dijo que ya usábamos porras.
—¿Y cómo se lo tomó? —preguntó Svanström.
—Se mosqueó —respondió Lewin.
—Lo más sencillo será que le preguntes a ella directamente. Me refiero a la testigo —dijo Svanström.
—Sí, quizá debería —admitió Lewin suspirando sin saber por qué. Tal vez debiera hablar con el óptico también, pensó. Con colegas como Rogersson y Bäckström el problema era que siempre preferían ver la realidad blanca o negra. A pesar de que Rogersson era una buena persona en el fondo, se dijo.
Cuando Eva se levantó para marcharse a su despacho, lo asaltó de nuevo la idea fugaz que le había pasado por la corteza del cerebro hacía un par de horas.
—Otra cosa —dijo Lewin—. Es algo que se me ocurrió durante la reunión. Lo que dijo el colega Enoksson de que alguien que roba un coche de ese modo tiene que saber cómo se hace.
Según Lewin, no tenía por qué ser un ladrón normal, naturalmente. Solo se precisaban ciertos conocimientos técnicos. Un mecánico o solo alguien interesado por la técnica, mañoso, ni más ni menos. O alguien que hubiera aprendido de otra persona. Un cuidador de alguna institución penitenciaria, de una institución juvenil o algo parecido, propuso Lewin.
—O un policía —apuntó Svanström.
—Quizá —aprobó Lewin—. Aunque yo no tengo ni idea de cómo se hace, pese a que llevo más de treinta años en el Cuerpo.
—Alguien que sabe cómo se hace pero que no ha tenido que correr el riesgo de ir a parar a nuestros registros mientras aprendía —sintetizó Svanström.
—Exacto —dijo Lewin.
—Es decir, estamos hablando del tipo opuesto al bibliotecario ese repugnante, el tal Gross —dijo Svanström—. Ningún personaje de la cultura, vamos.
—Exacto —dijo Lewin. Decididamente, no un tipo como Gross, pensó.
Cuando Svanström se marchó, no pudo contenerse, naturalmente. Sin tener idea de que, al mismo tiempo, confirmaba el concepto que Eva Svanström tenía de él, marcó el número de la anestesista. Después de todo, era el número de su casa y el que la gente volviera a casa antes de que terminaran sus vacaciones era tan normal como que esperasen hasta el último día. Al menos él solía hacerlo.
«En este momento no puedo atender tu llamada, pero si dejas tu nombre y tu número de teléfono, te llamaré en cuanto pueda», respondió la voz del contestador.
Bueno, puede que haya salido un rato, pensó Lewin, pero a pesar de todo, no dejó ningún mensaje, sino que colgó sin más. La del contestador será su voz, se dijo. Sonaba exactamente como una anestesista de algo más de cuarenta años. Correcta, amable, alerta. Vive sola, según el censo, y es jefe de planta en funciones del hospital de Växjö, según los datos fiscales que la exhaustiva Eva Svanström había conseguido localizar en el ordenador.