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Ya el lunes por la tarde tenían el coche robado a buen recaudo en el garaje de la policía. Enoksson y sus colegas se pusieron manos a la obra de inmediato y tan solo veinticuatro horas después, estaban en condiciones de comunicar sus primeros hallazgos a la unidad de investigación. Habían obtenido del coche varias huellas dactilares. Dos de ellas coincidían con las cinco series de huellas de origen desconocido que habían logrado aislar en el lugar del crimen. Además, habían encontrado fibras en el respaldo del asiento del conductor. Ya las habían enviado al laboratorio pero, según su juicio preliminar —también la Científica de la policía de Växjö disponía de microscopio comparativo—, había muchas razones para creer que se trataba de la misma fibra cara de cachemira que hallaron en el escenario del crimen.

Naturalmente, también encontraron todo lo demás. Aquello que siempre se encontraba al inspeccionar minuciosamente un vehículo implicado en un contexto sospechoso. Arena, grava, polvo normal y corriente y pelusas en el suelo, cantidades ingentes de pelos y fibras textiles en las alfombras y los asientos, viejos recibos y otros papeles que atestaban la guantera y todos los demás lugares imaginables. En el maletero había un gato, además del juego habitual de herramientas, un mono de niño de color rojo y una silleta vieja. Fuera del coche, a unos cien metros entre la maleza, los colegas de la policía de Nybro habían encontrado un bidón vacío de diez litros de capacidad. En cambio, no habían hallado ni rastro de sangre, de esperma ni de otros fluidos corporales interesantes para el caso.

El modus operandi del delincuente hablaba por sí solo. El destornillador que había dejado introducido en el encendido, el volante, que había desbloqueado al modo clásico, la colilla del porro de marihuana en el cenicero, el intento de prender fuego al coche para así arruinar las pruebas. Todo ello indicaba claramente que se encontraban ante el clásico ladrón.

Un drogadicto con un registro de delitos bien largo y numerosos contactos anteriores con la policía y con el sistema penitenciario. Incluso el hecho de que hubiese fracasado a la hora de prender fuego al coche al no disponer de la cantidad suficiente de gasolina apuntaba a lo mismo, pues solían estar nerviosos, alterados y colocados.

Dos circunstancias distorsionaban la imagen que Enoksson se había forjado, aunque la primera de ellas podía aceptarla. La fibra azul del mismo jersey tan costoso hallada en el coche podía explicarse suponiendo que el asesino había robado también el jersey. Pero quedaba un hecho difícil de digerir: el que sus huellas no figurasen en los registros de la policía. Si era el tipo que podía deducirse que era, deberían haberlo tenido registrado, y si era la excepción que confirmaba la regla, había tardado más de treinta años en aparecer en la vida policial de Enoksson.

—¿Y no crees que podría tratarse de una falsa pista? —preguntó Olsson—. Quiero decir, aparte de que no tengamos las malditas huellas, ese tipo coincide casi al cien por cien con el perfil que tenemos.

¿Qué es lo que me está contando?, se preguntó Enoksson asombrado.

—Seguro que son las huellas del asesino —dijo Enoksson—. ¿Qué sentido tiene dejar una falsa pista que no conduce a ningún sitio? Aparte de que ni yo ni nadie comprende cómo habría podido hacerlo. Al parecer, encaja perfectamente en el perfil de los colegas de Estocolmo.

—¿Y no será, sencillamente, que lo ha aprendido en otro sitio? Puede que haya llegado a Suecia no hace mucho y que por eso no lo tengamos registrado —sugirió Olsson—. Como nuestro violador, más o menos —explicó.

—Es posible —dijo Enoksson, aunque sin tenerlas todas consigo—. Aunque, ¿por qué iba Linda a dejarlo entrar en su casa de madrugada?

—Si es que lo dejó entrar —objetó Olsson que, de repente, parecía muy satisfecho consigo mismo—. No olvidemos que seguimos sin saber cómo entró en el apartamento.

—Eso es algo en lo que he estado pensando —intervino Lewin despacio con tono melancólico.

—¿Ajá? —dijo Olsson inclinándose hacia él.

—Bueno, no, olvídalo —dijo Lewin—. Ya os lo contaré. Es una idea que se me acaba de ocurrir.

Los interrogatorios con el propietario del coche y con otras personas que pudieran tener algo que aportar no les proporcionaron, por desgracia, más que interrogantes y los enredos de siempre. El capitán de vuelo jubilado que figuraba como propietario del coche —Bengt Borg, sesenta y siete años y un Bengt más en el registro de todos los nombres que aparecían en la investigación del asesinato de Linda—, llevaba sin utilizarlo desde que lo llevó allí procedente del campo, hacía más o menos dos años. Tenía otro modelo más nuevo, que era el que usaba. Cuando se jubiló, él y su mujer se mudaron a la casa de campo que tenían a las afueras de Växjö y, con independencia de la época del año, apenas vivían en el apartamento de la ciudad. Dejaron el viejo Saab en el aparcamiento que correspondía al piso, donde permaneció prácticamente todo el tiempo durante esos dos años.

Una de sus hijas mayores solía usarlo antes, pero ya hacía varios años que se había comprado uno nuevo. Tenía treinta y cinco años, trabajaba en el aeropuerto de Växjö como azafata de tierra y ahora tenía una hija de siete años que empezaría la escuela aquel otoño. La silleta y el mono que habían encontrado en el maletero eran de la pequeña, y el abuelo de la niña se atrevía a adivinar que tanto la silla como la prenda de vestir de la nieta daban una idea de cuándo había dejado de usar su hija el coche robado. La silla era de las más pequeñas que había en el mercado y, según la etiqueta del mono, era para niños de hasta tres años. Unos cuatro años, eso era más o menos lo que él recordaba.

Lo más seguro sería, naturalmente, preguntarle a la hija. El único problema era que ella, su marido y su hija se habían ido a Australia para explorar aquel continente durante dos meses. Según el capitán de vuelo, no era mala idea, teniendo en cuenta que Australia estaba en el polo sur y que el invierno refrescante que allí vivían ahora era preferible, según su experiencia, al calor casi tropical que venía atormentándolo a él y a todos los habitantes de Småland desde hacía dos meses.

—Pero si es muy importante para la investigación, puedo tratar de localizarla —sugirió el padre, solícito—. Por lo demás, vuelve a casa dentro de una semana. Ya digo que mi nieta empieza la escuela este otoño.

El inspector Salomonson le dio las gracias, pero le dijo que creía que se las arreglarían de todos modos.

—¿Y no hay nadie más, que usted sepa, que haya podido cogerlo? —preguntó Salomonson.

No, según el capitán de vuelo. Claro que él tenía otra hija, pero no conducía y ni siquiera tenía permiso. Vivía en Kristianstad desde hacía varios años, era abogada y no solía visitar a sus padres; y por la descripción del padre, Salomonson comprendió que la favorita era la azafata de tierra y no la abogada.

—Ya no tengo más hijos ni más nietos —resumió el capitán de vuelo—. Al menos, no que yo sepa —añadió muy satisfecho.

¿Y cómo estaba tan seguro de que habían robado el coche la mañana del 7 de julio?, quiso saber Salomonson.

En realidad, el propietario del vehículo no estaba nada seguro de aquello. En primer lugar, ni siquiera había reparado en que no se encontraba en el lugar habitual, en el aparcamiento de Högstorp, pese a que había aparcado su coche en la plaza contigua. Cuando se dio cuenta de que los dos juegos de llaves estaban en el gancho de siempre en la entrada del piso, empezó a sospechar que allí pasaba algo. Entonces volvió al aparcamiento para echar un último vistazo, por si lo hubiera aparcado en otro lugar y hubiera olvidado dónde. Entonces se encontró con el vecino más próximo y le comentó el asunto. El vecino recordaba perfectamente haber visto el coche el fin de semana, como ya le había contado él a la policía cuando presentó la denuncia.

Lo más sencillo, según el capitán de vuelo jubilado, sería hablar directamente con el vecino, aunque el único problema era que el hombre había intentado huir del calor de Småland marchándose a hacer senderismo por los montes lapones y, según le había dicho, no volvería hasta dentro de dos semanas. Además, había algo que no comprendía.

—Hay algo que no termino de comprender —dijo el capitán de vuelo mirando a Salomonson con curiosidad—. ¿A qué viene tanto interés por el robo de semejante montón de chatarra?

—Es una nueva apuesta de la policía de Växjö —respondió Salomonson tratando de sonar tan convincente como fuera posible—. Intentamos ocuparnos más de la llamada violencia cotidiana —explicó.

—Pues yo creía que teníais cosas más importantes de las que ocuparos —dijo el capitán de vuelo—. Al menos, esa es la impresión que da cuando lee uno el periódico. Desde luego, no sé adónde vamos a ir a parar en este país —añadió.

Para concluir y a falta de algo mejor, hicieron una ronda y fueron recogiendo testimonios en el vecindario durante dos días enteros. Empezaron por los que tenían vistas al aparcamiento y luego continuaron con el resto del barrio. La mitad de ellos no abrieron. Les dejaron una nota en el buzón y, al menos unos cuantos, devolvieron la llamada a la policía. Al parecer, algunos no se habían puesto en contacto con ellos, sino con otros, ya que los periodistas empezaron a llamar a la comisaría e incluso se presentaron en el barrio e iniciaron sus propias investigaciones. La noticia de que la policía estaba buscando un coche robado que guardaba relación con el caso Linda había llegado a la mayoría de los medios en el transcurso de unas horas.

Una de las vecinas con las que habían hablado tenía información que aportar, pero dado lo que les contó, se habrían arreglado mejor sin ella. Rogersson apartó su declaración cuando revisó los interrogatorios que pasaban por su mesa y le adjuntó, pillándola con un clip, una nota que decía: «Anciana perturbada. Archivar sin atender. JR».

Fue Anna Sandberg quien la interrogó. La señora Britta Rudberg, noventa y dos años, jubilada que vivía sola en el edificio más próximo al aparcamiento. Residía en el primer piso y tenía un balcón con unas vistas excelentes al mismo. Y en aquel balcón estaba cuando vio lo que ocurría con el Saab robado. Aquel verano, ella salía todas las mañanas y se sentaba un rato en el balcón, antes de que hiciera demasiado calor para estar allí, y precisamente aquella mañana la recordaba a la perfección. Era a eso de las seis de la mañana del viernes 4 de julio y, más o menos a esa hora, solía ella despertarse en verano. Cuando fuera estaba oscuro dormía muchas horas, pero incluso en invierno no se levantaba nunca después de las seis y media de la mañana.

Sandberg pensó, al menos al principio, que la testigo era encantadora y organizada, a pesar de sus noventa y dos años, y era obvio que no tenía ni idea del asesinato que se había cometido hacía un mes, y menos aún de que hubieran robado el coche por el que le preguntaban. ¿Cómo podía estar tan segura de que se trataba del viernes 4 de julio?

—Pues lo recuerdo muy bien —explicó la testigo de Sandberg sonriendo—. Fue el día en que cumplí los noventa y dos —explicó—. Me había comprado un trozo de tarta de mazapán en la pastelería del centro el día anterior para tener algo con lo que celebrarlo, y estaba sentada tomándomela con el café de la mañana.

»Incluso saludé al hombre que andaba trasteando con el coche, y recuerdo que pensé que estaría preparándose para irse al campo, puesto que era tan temprano.

—¿Podrías describir al hombre que andaba trasteando con el coche? El hombre al que saludaste —dijo Sandberg y, sin saberlo, sintió las mismas vibraciones que solía notar Bäckström tan a menudo, a pesar de que rara vez tenían fundamento.

—Me dio la impresión de que era el hijo —dijo la testigo—. Al menos, se le parecía mucho. Es muy guapo, por cierto. Se parece a los hombres de mi juventud —explicó.

—¿El hijo? —preguntó Sandberg.

—Sí, el hijo del capitán de vuelo, el dueño del coche —aclaró la testigo—. Tiene un hijo que se parece mucho al joven al que saludé aquella mañana. Moreno, elegante, musculoso.

—¿Y él te devolvió el saludo? —quiso saber Sandberg—. Cuando tú lo saludaste, quiero decir.

En ese punto, la testigo dudaba un poco. Quizá le hizo un gesto con la cabeza, pero no estaba segura. En cambio, sí estaba bastante segura de que el joven la miró. Varias veces, incluso.

¿Recordaba cómo iba vestido? De eso tampoco se acordaba demasiado. Lo más probable es que llevara la ropa que solían llevar los jóvenes de su edad para ir al campo cuando hacía calor.

—Pantalones de deporte y una camiseta —dijo poco convencida.

—¿Pantalones largos o cortos? —insistió Sandberg mientras se esforzaba por hablar con voz amable y apacible, con el fin de no forzar las respuestas.

¿Largos o cortos? Pues sobre aquel particular no quería pronunciarse la testigo, pero si no le quedaba otro remedio, diría que cortos, dado el calor que hacía. Del color tampoco estaba segura. Ni de los pantalones, ya fueran cortos o largos, ni de la camiseta. Lo único que recordaba era que ambas prendas eran oscuras. O al menos, no eran blancas, porque en ese caso sí se habría acordado.

¿Y los zapatos? ¿Se había fijado en ellos? Más dudoso todavía. Los zapatos no eran una prenda en la que nadie se fijara, ¿no? Si hubieran tenido algo raro, se habría fijado, claro. Seguramente llevaba unos «zapatos de goma» de esos que ahora llevan todos los jóvenes.

¿No iría descalzo? ¿Cabía la posibilidad de que fuera descalzo? No, eso no. Porque habría reparado en ello y, claro, ella no tenía el carnet de conducir, pero sabía que no se podía conducir descalzo.

—Zapatos de goma —repitió la señora Rudberg resuelta—. De esos que ahora llevan todos los jóvenes.

En cualquier caso, la mujer estaba totalmente segura en lo referido a dos puntos. En primer lugar, que fue el día de su cumpleaños, el mismo día que cumplió noventa y dos, el viernes 4 de julio, hacia las seis de la mañana. En segundo lugar, que anduvo trasteando el coche unos diez minutos, luego se sentó y se marchó de allí; teniendo en cuenta la indumentaria y la hora, iría probablemente al campo a ver a la mujer y los hijos. Además, estaba casi convencida de un tercer punto. Si no era el hijo del capitán de vuelo, era un joven que se le parecía mucho. Moreno, guapo, musculoso, bien parecido del mismo modo en que solían serlo los jóvenes antiguamente.

¿Recordaba alguna otra cosa de aquella mañana?, preguntó Sandberg, que quería que le respondiera que sí, que recordaba la lluvia torrencial que estuvo cayendo sobre Växjö aquella mañana, desde poco después de las siete hasta casi las ocho.

—Pues no. ¿Qué tendría que recordar? —La señora Rudberg miró inquisitiva a Anna Sandberg.

—Algún otro suceso de aquel día —la animó Sandberg.

Nada, según la testigo. No leía el periódico, apenas veía la televisión ni oía la radio y nunca los programas de noticias. Tampoco tenía vida social regular desde hacía muchos años y, por desgracia, todos los días de su vida eran a aquellas alturas muy parecidos.

Después de otros tres intentos, Sandberg le habló de los treinta milímetros de agua que cayeron en tan solo una hora y que constituyeron las únicas precipitaciones observadas en Växjö el mes pasado.

La señora Rudberg no tenía el menor recuerdo de ninguna lluvia torrencial, ni siquiera de una llovizna. Seguramente se debía a que, cuando empezó a llover, ella ya se habría ido del balcón y se habría retirado a su habitación para echarse un rato.

—Será eso, porque de lo contrario me acordaría. Con la sequía que hemos tenido este verano —añadió.