Estocolmo, lunes 11 de agosto
Lars Martin Johansson se presentó en su nuevo puesto de trabajo a las siete de la mañana. Había encima de la mesa pilas de papeles pulcramente ordenados, uno de ellos con un pósit en el que la secretaria había escrito: «¿Gestionar de inmediato?».
Coronaban el montón dos escritos, uno del secretario de justicia y otro del defensor del pueblo. Ambos eran prácticamente idénticos en cuanto al contenido, los remitía el jefe de la policía provincial de Kronoberg e iban dirigidos al jefe de la policía judicial central para su conocimiento y posibles comentarios sobre la información publicada en el Dagens Nyheter del jueves 7 de agosto, y en rigor trataban de las rutinas de la investigación previa y, sobre todo, de las llamadas tomas voluntarias de ADN a las que, según se decía, había recurrido la policía en la investigación del asesinato de Linda Wallin. Por último, pero no menos importante, ambos escritos eran iniciativa del secretario de justicia y del defensor del pueblo. Teniendo en cuenta quiénes eran los remitentes, era casi lo peor que podía ocurrir, y un buen preludio de lo peor sin paliativos.
¿Qué hará esto en mi mesa? ¿Por qué no lo habrán enviado directamente a Ulleråker?, pensó Johansson irritado mientras anotaba en el pósit que quería ver inmediatamente al jurista encargado del tema. Sin embargo, por lo demás, todo estaba como solía estar en su vida, inmejorable desde hacía ya tiempo. Papeles, papeles y más papeles, se dijo.