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Växjö, miércoles, 6 de agosto-domingo, 10 de agosto

Mientras la unidad de investigación del caso Linda celebraba la habitual reunión matutina, el comisario Olsson apareció para comunicarles que los colegas de Kalmar habían detenido a su violador. El director de un campo de refugiados de las afueras de Nybro reconoció a uno de los solicitantes de asilo político al oír la descripción que difundía la radio local. El hombre llamó enseguida a la policía de la ciudad, que ya estaba en camino precisamente por ese motivo. Hacía una hora que habían recibido el informe de los análisis del laboratorio y, por una vez, se dio la feliz circunstancia de que la persona en cuestión pertenecía a la milésima parte de la población que figuraba en sus registros de ADN.

Un solicitante de diecisiete años, procedente de Moldavia, que llevaba un mes en Suecia. Le habían tomado el ADN por si se le ocurría alguna barrabasada durante los meses que, por lo general, tardaban en comunicarle la decisión de devolverlo a su país. Y allí estaba ahora, en el calabozo de la policía de Kalmar. Lo negaba todo, según el intérprete, pero, de todos modos, podría quedarse en Suecia más tiempo que casi todos los demás en su situación. En cuanto al asesinato de Linda, era inocente, ya que su ADN no coindicía.

—Claro que eso ya lo sospechábamos —afirmó Olsson—. Sin embargo, apuesto el cuello a que está detrás de nuestro intento de violación de todos modos —concluyó asintiendo alentador a Anna Sandberg.

Los seis colegas que habían enviado a trabajar con la policía de Kalmar y a seguir la pista de aquella violación habían vuelto a la unidad de investigación. Sandberg podía gestionar con la gorra los datos que quedaban y por el procedimiento habitual, recurriendo al teléfono, la red interna de la policía y el fax. Había cosas más importantes de las que ocuparse.

—Así que apostamos por una línea de investigación amplia y sin hipótesis previas —dijo Olsson—. Por cierto, ¿cómo va la recogida de muestras de ADN?

Mucho mejor de lo esperado, según los colaboradores de Olsson. Ya habían superado los seiscientos voluntarios y, por tanto, habían batido con creces el viejo récord. Cuatrocientos de ellos ya estaban comprobados y descartados.

—Trabajamos según dos líneas —explicó Knutsson mirando tímidamente a Lewin—. Por un lado, intentamos incluir a aquellos que viven en las inmediaciones del lugar del crimen, por otro, estamos buscando a aquellos cuyo perfil coincide con el del grupo de análisis de conducta y les analizamos el ADN de forma sistemática.

—Así que no actuamos al azar, como veis —aclaró Thorén.

—Pues sí, tarde o temprano, el asesino caerá en la red —constató Olsson con convicción.

Durante la habitual cerveza de la tarde en el hotel, Rogersson le contó a Bäckström que a su antiguo jefe lo habían trasladado a otro puesto.

—¿A Huddinge, al centro penitenciario psiquiátrico de Huddinge? —aventuró Bäckström, que había visitado el lugar infinidad de veces por motivos de trabajo.

—A Ulleråker —respondió Rogersson—. Parece que es de aquellos lares, así que resultará muy práctico estar cerca de la mujer y los hijos. Además, estudió derecho en Uppsala.

—¿Y cómo le va? —preguntó Bäckström lleno de curiosidad.

Según el informante de Rogersson, le iba de maravilla. Ya el segundo día, le confiaron a Nylander varias misiones delicadas, y en la actualidad se encargaba de llevar el carrito de la biblioteca de los pacientes por las diversas secciones.

—Estará como pez en el agua —remató Rogersson.

Bäckström se limitó a asentir. Me pregunto quién se encargará de Brandklipparen, se dijo. ¿Y a qué viene que me acuerde yo de eso? En fin, da lo mismo.

—Salud, compañero —dijo levantando el vaso de cerveza—. Salud por el Jeta también —añadió. En el fondo, era un tío bastante divertido, y algo había que decir, pensó.

El Dagens Nyheter del jueves incluía un largo artículo de opinión del bibliotecario Marian Gross, en el que el periódico había abundado tanto en el editorial como en el apartado de noticias, pese a que, dos días antes, el Smålandsposten de Växjö había rechazado aquel mismo artículo, sin que nadie se explicara por qué. Gross estaba indignado. En parte, por el modo incompetente en que la policía estaba llevando la investigación del asesinato de Linda. Y en parte, por motivos puramente personales, teniendo en cuenta el grave abuso de poder con que lo habían tratado.

Sin pensar en sí mismo ni en los riesgos que corría, se prestó a declarar y a ayudar a la policía. Para él era algo de lo más lógico, y así debería ser para cualquier ciudadano normal que viviera en una democracia y en un Estado de derecho. Como era refugiado polaco de la época del imperio de la Unión Soviética, sabía mejor que nadie cómo se vivía bajo una dictadura. En su caso había que añadir además una implicación del todo personal. Conocía tanto a la víctima como a su madre. Unas personas encantadoras y las mejores vecinas que cupiera imaginar, según Gross. Puesto que, además, existían razones de peso para pensar que él era el único que había visto al asesino de Linda y podía describirlo, la forma en que lo había tratado la policía resultaba tan inexplicable como humillante.

Habían entrado en su casa de forma violenta en dos ocasiones, y se lo habían llevado a la comisaría, donde se habían expresado de forma racista y humillante, lo habían sometido a interrogatorios de veinticuatro horas y lo habían obligado a dejar una muestra de ADN, pese a que no tenían ni rastro de pruebas contra él. Por si fuera poco, tuvieron el descaro de afirmar a posteriori que lo hizo voluntariamente y a petición propia.

Una vez obtenido el resultado de aquella prueba, a él y a su representante legal les costó un sinfín de llamadas telefónicas y de cartas conseguir que la policía les comunicase que lo habían descartado de la investigación. Es decir, era inocente y no tenía absolutamente nada que ver con el asesinato de Linda. Algo obvio para él mismo y para todo ser pensante, pero no para la policía de Växjö y sus lacayos de la judicial central de Estocolmo.

Gross tampoco era el único maltratado. En la página central del mismo periódico, donde se encontraba el extenso artículo, remitían a una fuente de un alto cargo policial que explicaba que, en relación con el caso Linda, habían tomado muestras de ADN a cerca de mil personas de la comarca de Växjö. La inmensa mayoría de las cuales eran gente normal, honrada y trabajadora. Todos los análisis con cuya respuesta ya se contaba revelaban, como era de esperar, que aquellas personas eran inocentes.

A tres de ellas las habían entrevistado en el periódico y una de las tres que habían dejado voluntariamente la muestra de ADN era, curiosamente, una mujer. Todos manifestaban su descontento, y la voluntariedad de que hablaba la policía no era tal para ellos. Tuvieron la impresión de que no les quedaba alternativa, sencillamente, y para no arriesgarse a sufrir más acoso por parte de la policía, optaron por hacer lo que les proponían. Pero llamarlo un acto voluntario era, naturalmente, una broma pesada.

La más indignada de los tres era la mujer que, además, ni siquiera sabía a qué venía todo aquello. A esas alturas, todo el mundo sabía que el asesino tenía que ser un hombre, y lo que la policía pudiera hacer con su ADN era un misterio. Al menos, para ella.

Como es lógico, preguntaron sobre el particular a la portavoz de la policía, que no quiso pronunciarse. El jefe de la investigación no comentó en absoluto los métodos adoptados para el asesinato de Linda Wallin. En términos generales, iba en contra de la naturaleza de la investigación y, en última instancia, podía poner en peligro o incluso anular la posible resolución del caso.

El experto al que se había dirigido el periódico no se inhibía ante tales reglas profesionales de la policía. Según él, solo existía una explicación plausible. La mujer que había dejado el ADN voluntariamente tendría un hijo cuyo ADN sí interesaba a la policía, pero no habían conseguido localizarlo. A decir de la mujer, aquello era cierto. Claro que tenía un hijo, pero ¿cómo podría aquel hijo ayudar a la policía a resolver el asesinato de Linda? Aquello le resultaba aún más incomprensible. Según la madre, el muchacho no había matado una mosca en su vida y, además, hacía dos años que vivía en Tailandia.

—Sencillamente, creo que la policía ya no sabe lo que hace —constató la mujer para concluir la entrevista.

Por desgracia, no parecía ser la única que pensaba de aquella manera. El autor del editorial del Dagens Nyheter destacó el olor dulzón a corrupción y, además, vio signos claros del mismo desconcierto y desesperación que caracterizaron la búsqueda policial del asesino de Olof Palme, hacía más de veinte años. Quizá no fuese tan extraño, después de todo, puesto que varios de los policías que la judicial central había enviado a investigar el caso Linda desempeñaron igualmente un papel importante en aquella otra investigación.

También el Barometern de Kalmar hablaba del caso Linda en el editorial, aunque desde un punto de vista distinto del colega de la capital. Según el Barometern, todo se debía a un choque entre dos culturas policiales que diferían en lo esencial. Por un lado, la policía de Växjö, con su conocimiento de todo lo local y de sus habitantes, que «conocía a sus papúes» y que prefería trabajar en un formato menor y más en profundidad. Por otro, estaban los colegas de la judicial central, que vivían en el mundo de los ordenadores, estaban habituados a contar con recursos prácticamente inagotables y que, en modo alguno, eran ajenos a la práctica de abordar los problemas en un frente tan amplio como fuera posible.

También el Barometern parecía disponer de fuentes policiales. Según una de ellas, las fisuras en la dirección de la investigación se habían producido desde un principio y, naturalmente y con independencia de quién tuviera razón, eso no beneficiaba en absoluto la marcha del trabajo. Finalmente, el diario local manifestaba su preocupación, aunque era demasiado pronto para tirar la toalla, y tenía la esperanza de que, finalmente, encontraran al asesino pese a que ya había transcurrido un mes desde que mataron a Linda.

Aquel día, la reunión matutina de la unidad de investigación se prolongó hasta la hora del almuerzo. Y prácticamente todo lo que abordaron en ella se refería a lo que decía la prensa del día. El comisario Olsson incluso llegó a hacer una pregunta sobre la investigación del caso Palme. Claro que por pura curiosidad personal y en modo alguno como crítica. Pero, de todas formas…

—Oye, Bäckström, tú trabajaste en eso, ¿no? —dijo Olsson.

—Sí —respondió Bäckström con la gravedad de quien ha trabajado en casos de asesinato prácticamente toda su vida de policía—. El problema fue que ninguno de los que andaban dando órdenes y mangoneando me hizo caso.

—Yo me encargué de algunos interrogatorios —dijo Rogersson encogiéndose de hombros—. Y, si me disculpan los señores, tengo varios esperándome. —Dicho esto, hizo un gesto de asentimiento y se marchó.

—Pues yo también participé —dijo Lewin—. Lo cual no es de extrañar, puesto que prácticamente todos los que trabajaban en la judicial de Estocolmo en aquella época se vieron implicados en la investigación de Palme de un modo u otro. Tampoco a mí me escuchó nadie, por si os habíais creído otra cosa —añadió.

Después, él también se disculpó, antes de salir.

Pero Bäckström no tuvo esa opción. Se quedó allí sentado viendo cómo un día de aquel tiempo que tenía contado pasaba sin pena ni gloria antes de que él pudiera poner fin a las sandeces e irse a ver si podía comer algo, por lo menos.

Al parecer, Rogersson no solo había estado ocupado con los interrogatorios. Por ejemplo, ya estaba sentado en el comedor cuando Bäckström entró irritado, con el menú del día y una cerveza sin alcohol, a falta de cerveza de verdad.

—¿Estás cómodo en esa silla? —preguntó Rogersson en cuanto Bäckström se hubo sentado.

—Sí —respondió este.

—Joder, en Estocolmo se ha liado una bien gorda —dijo Rogersson, inclinándose hacia él, bajando la voz y moviendo la cabeza bastante alterado.

—El Jeta se ha presentado en la undécima planta, en el despacho del jefe, con el carrito de los libros —aventuró Bäckström mientras se untaba un buen pegote de mantequilla en el pan reseco.

—He estado hablando con uno de los muchachos —dijo Rogersson—. ¿Sabes quién sustituirá al Jeta en el puesto de jefe?

—No, ¿cómo coño voy a saberlo? —replicó Bäckström.

—Johansson —dijo Rogersson—. Lars Martin Johansson. Ya sabes, el tío al que los colegas de seguridad ciudadana llaman el Carnicero de Ådalen.

—¿Te refieres a ese puto lapón? Joder, no puede ser verdad —dijo Bäckström.

—De buena fuente —aseguró Rogersson.

Además, se trataba de una fuente un tanto extraña, puesto que la reunión gubernamental en la que, hacía tan solo una hora, habían nombrado jefe de la policía judicial central al jefe en funciones de los servicios secretos, Lars Martin Johansson, aún no había terminado y ni siquiera el periodista mejor informado tenía la menor idea de su ascenso, que se haría público un par de horas más tarde, cuando enviaran por cable el comunicado de prensa del Ministerio de Justicia.

La noche del viernes, Bäckström convocó a sus fieles a una cena en el hotel. Empezaron en la habitación de Bäckström, para poder hablar del asunto tranquilamente y, para variar, tanto Lewin como Knutsson y Thorén aceptaron la cerveza que tan generosamente les ofrecía su jefe. La buena de Svanström no bebía cerveza, pero no era por ello peor persona, porque fue a su habitación en busca de una copa de vino de la botella que, al parecer, guardaba en el minibar.

—Así puedo haceros compañía —dijo.

Bäckström estaba cabreado. Él no era de los que se tragaban cualquier mierda o las mentiras podridas de un puñado de policías de pueblo que, además, eran demasiado cobardes como para decírselas a la cara. En varias ocasiones a lo largo de la mañana había pensado ir directamente a ver al jefe de la policía de la localidad y plantarle un puñetazo en la mesa.

—Con todos mis respetos, Bäckström, no creo que eso sea demasiado constructivo —objetó Lewin.

—No me digas —replicó Bäckström. Traidor de mierda, pensó.

—Yo me inclino por pensar como Lewin —intervino Rogersson, pese a que la cerveza que se estaba bebiendo era de Bäckström—. En cuanto metimos a ese tío en el calabozo, se acabó la conversación.

Otro, pensó Bäckström.

—Ha sido una persona a la que Linda conocía —dijo Lewin—. Alguien a quien dejó entrar voluntariamente, porque le gustaba. Incluso estoy bastante seguro de que se acostó con él voluntariamente, al principio. Luego degeneró la cosa.

—¿Y dónde damos con él? —preguntó Bäckström. En alguna de tus jodidas estructuras, se dijo.

—Lo encontraremos —aseguró Lewin—. No puede haber tantos entre los que elegir, ¿no? Tarde o temprano lo encontraremos.

Luego bajaron a cenar y, puesto que Bäckström había empezado a entrar en calor, convenció a los demás de la necesidad de tomarse un aperitivo de arenque antes de la cena.

—Al chupito invito yo —dijo después de haber pensado cómo remediar el problemilla de tener que pagar él de su bolsillo, con lo que le costaba ganarse el pan.

A partir de ahí, no pararon. Él y Rogersson más que nadie, naturalmente, pero también Lewin tuvo a bien tomarse un traguito. Knoll y Tott se habían liquidado una buena cantidad de alcohol antes de salir al centro. Y en esta ocasión, estaba más que claro que no pensaban ir al cine.

Bäckström, por su parte, se sentó con Rogersson en el bar y al cabo de un rato, cuando volvían a sus habitaciones en busca del merecido descanso, los dos estaban hechos polvo. Bäckström tuvo problemas para abrir la puerta con la tarjeta, pero Rogersson le ayudó y se ocupó de dejarlo dentro.

—¿Quieres una? —preguntó Bäckström señalando el minibar.

—Me las arreglo con las que tengo —respondió Rogersson—. Ah, por cierto, se me ha olvidado decirte una cosa.

—Habla —dijo Bäckström al tiempo que se quitaba los zapatos y se tumbaba de costado, para ahorrar tiempo antes de dormirse.

—Uno de esos mierdas de periodistas llamó y se empeñó en que nos habíamos pasado las noches mirando pelis porno —explicó Rogersson—. ¿Te suena de algo?

—No tengo ni idea —murmuró Bäckström. ¿A qué coño se refiere?, pensó. ¿Pelis porno? ¿A estas horas?

—Yo tampoco —confesó Rogersson.

—¿Y qué le dijiste? —preguntó Bäckström.

—Lo mandé al cuerno, naturalmente. ¿Qué habrías hecho tú?

—Lo habría mandado al cuerno, naturalmente —dijo Bäckström—. ¿Y qué me dices de que nos vayamos a dormir?

El domingo, 10 de agosto, la familia enterró a Linda Wallin. Estaban sus padres, sus dos medio hermanos del anterior matrimonio del padre y una veintena de familiares y amigos. En cambio, no acudieron ni periodistas ni policías. Al comisario Olsson lo despachó el padre de Linda, cuando llamó para ofrecerle sus servicios, diciéndole que ya lo había arreglado todo a su manera. La ceremonia tuvo lugar en la misma iglesia en que se había confirmado Linda siete años atrás y la enterraron en el cementerio vecino, en el lugar que, tras volver de Suecia, había comprado su padre para sí mismo y para las generaciones futuras. Su dolor era infinito, sin principio ni fin, de modo que el hecho de que su hija hubiese ido a parar allí antes que él no podía hacerlo mayor.