Estocolmo, martes 5 de agosto
Antes de dejar Alnön, Johansson se puso un traje de lino y una camisa azul oscuro, se guardó la corbata en el bolsillo de la pechera y tomó un taxi hasta el aeropuerto. Luego cogió el avión de mediodía de Sundsvall a Arlanda. Allí lo recogió un chófer de los servicios secretos, que lo llevó directamente a la mesa, ya puesta para la cena en el palacete que el perito especializado tenía en Djursholm.
—Bienvenido a mi humilde morada —dijo el perito especializado invitando a Johansson a entrar con un gesto apremiante en cuanto cruzó el umbral de la puerta—. No te importará que nos instalemos en el comedor, ¿verdad?
—Cuanto más fresco haga, tanto mejor —aseguró Johansson, pese a que era adicto a la sauna. Así que aquí es donde vives, pensó mientras paseaba discretamente la mirada por el intrincado dibujo cuadriculado del parquet, el panelado oscuro de las paredes, el estucado de los techos altos y sin dejar atrás ni la alfombra persa, ni la pintura holandesa, ni la lamparilla veneciana, ni la araña de cristal.
Primero se sentaron en la biblioteca a ventilar los asuntos prácticos para luego comer tranquilamente. En apenas diez minutos lo tenían todo más que concretado.
—¿Cuándo puedes empezar? —preguntó el perito especializado.
—El lunes —dijo Johansson.
—Pues perfecto —convino el perito especializado, cuya cara redonda se iluminó con una sonrisa—. En ese caso, ya podemos dedicarnos a lo esencial. Llevo sin probar bocado desde el almuerzo —prosiguió.
—Tienes una casa muy bonita —comentó Johansson mientras se dirigían al comedor—. ¿Es la casa de tus padres?
—Estás loco, Johansson. Yo soy de una familia muy humilde —declaró el perito especializado—. Un chico de Söder de toda la vida, nacido y criado en las colinas del barrio. Esta choza se la compré a un desgraciado al que no le fue nada bien —explicó.
—Ya, pero a ti parece que sí te ha ido bastante bien —observó Johansson.
—De maravilla —respondió satisfecho el perito especializado—. Y que me lo he ganado a pulso, oye.
Teniendo en cuenta que estaban a mediados de semana, el perito especializado tenía la esperanza de que el invitado comprendiese que lo agasajara con una comida sencilla. Por verle el lado positivo, el hecho era que ambos trabajaban para un gobierno proletario, de modo que las costumbres sencillas le eran inherentes, por así decirlo. Con independencia de que existieran o no razones de peso para celebrar el inminente nombramiento de Johansson y quizá razones aún más importantes para que su empleador se felicitara por la juiciosa elección de Lars Martin Johansson.
—Tendrás que conformarte con lo que hay —suspiró el perito especializado—. Te guste o no, sencillamente. ¿No es eso lo que soléis decir los policías?
En el mundo en el que el perito especializado había vivido prácticamente toda su vida adulta, lo más importante de todo era que las dos partes se encontraran a mitad del camino. Y que ambas se sintieran contentas y satisfechas cuando continuaran su vagar por el sendero de la vida. Partiendo de aquel credo existencial, el anfitrión de Johansson opinaba, no obstante, que esperaba haber encontrado una solución que su invitado, en el mejor de los casos, podría apreciar y con la que, en cualquier caso, podría reconciliarse.
—Tengo entendido que procedes de una antigua familia de madereros de Norrland, así que, ¿qué habría más apropiado que empezar con una variante del aguardiente sueco de toda la vida? —sugirió el perito especializado señalando hacia un rincón del comedor, donde una sirvienta algo mayor enfundada en un rígido traje negro con delantal blanco aguardaba botella en mano.
—Bueno… —dijo Johansson—. Más bien de campesinos propietarios, por parte de madre. Por parte de padre…
—Vamos, vamos, querido Lars Martin —lo interrumpió el perito especializado—. No permitas que la falsa modestia nos empañe la mirada y obnubile frentes tan despejadas como las nuestras. Vayamos a la mesa, nos tomaremos un par de buenos tragos que nos permitan envolver el alma herida en el manto de seda y terciopelo que tanto nos merecemos.
—Suena bien —dijo Johansson.
Esturión de diversas formas, explicó el perito especializado cuando, después del trago, que tomaron de pie, pudieron por fin sentarse a la mesa con los platos llenos y las copas colmadas. Esturión cocido, esturión escalfado, esturión frito, esturión ahumado, esturión marinado, esturión en salazón y huevas de esturión con blinis de patata, enumeró el anfitrión de Johansson mientras le hacía una demostración gráfica con el tenedor.
—Solo los traficantes de coches se atiborran de caviar ruso —aseguró mientras se llevaba a la boca una buena cucharada de huevas de esturión—. Las personas normales comen huevas de esturión.
—El vodka era excelente —aseguró Johansson con expresión de experto, dándole vueltas en la mano derecha a la alta copa de cristal. Pero te equivocas con mi hermano, que prefiere las huevas de lavareto, aunque se ha pasado la vida trapicheando con coches, pensó Johansson.
—¿No es fantástico? —suspiró el anfitrión satisfecho—. Aproveché para hacerme con unas cuantas botellas la semana pasada, cuando estuve en casa de Putin.
La cena continuó con toda sencillez. El perito especializado y su invitado siguieron trotando apaciblemente por el prado gris del funcionario fiel, mientras que la fría estrella de la sobriedad relucía desde la araña que colgaba en el techo muy alto, por encima de sus cabezas.
Comenzaron con codorniz rellena sobre un timbal tibio de tubérculos, seguido de una sencilla lámina de queso de Camargue y, para terminar, un sorbete de lima y limón, para refrescarse y recuperar el tono de las papilas gustativas antes del café, el coñac y las trufas de chocolate. Todo ello acompañado de unos caldos que el perito especializado fue a buscar en lo más profundo de su bodega. Primero un borgoña tinto, de la excelente cosecha de 1985, luego un tinto generoso del Loira, aunque sin añada concreta.
—El vino es una bebida que se fabrica en Francia —declaró ufano el perito especializado, inspirando con aquella nariz suya tan larga el aroma de la alta copa.
—Pues mi mujer y yo bebemos mucho vino italiano —dijo Johansson.
El perito especializado se retorció en la silla.
—Si quieres un buen consejo, Lars, creo que deberías evitar ese tipo de riesgos. Si no por otra razón, por motivos de salud —afirmó el perito especializado.
—Por cierto, ¿cómo está Nylander? —preguntó Johansson una vez que hubieron vuelto a la biblioteca, para concluir la cena con un expreso doble y una copa de Frapin 1900.
—Mejor que nunca —respondió el perito especializado—. Una habitación propia, tres comidas calientes al día, pastillas rojas, verdes y azules y alguien con quien charlar.
—¿Está en una residencia privada? —preguntó Johansson discretamente.
—¡Una residencia privada! —repitió el perito especializado con desprecio—. Hasta ahí podíamos llegar. Primero intenta transformar la institución policial de nuestra relativamente decente monarquía bananera en algo imposible de encontrar ni en una república bananera normal y corriente. Luego se encierra en su habitación y se niega a abrir, de modo que ese pobre jugador de fútbol que tenemos en el ya maltrecho gobierno se ve forzado a pedirle a su pequeño ejército particular que dinamite medio edificio, para así poder sacarlo de allí y llevarlo al psiquiátrico. Claro que eso tampoco es gratis —concluyó irritado.
—¿A Ulleråker, al psiquiátrico de Uppsala? —adivinó Johansson.
—Exacto —respondió con vehemencia el perito especializado—. Y ya iba siendo hora, si quieres saber mi opinión.
—Pero ¿qué pasó exactamente? —preguntó Johansson lleno de curiosidad.
—No se sabe —dijo el perito especializado encogiendo aquellos hombros en forma de botella—. Parece que todo empezó cuando le pegó un tiro al espejo del baño.
—Fíjate, las cosas que se le pueden ocurrir a la gente —dijo Johansson suspirando con la flema propia de la gente de Norrland.
—Parece que se le atascó la barbilla en esa cosa redonda que rodea al gatillo cuando iba a limpiar la pistola —aventuró el perito especializado.
—Te refieres al guardamonte —dijo Johansson.
—Lo que sea —respondió el perito especializado con un gesto de indiferencia—. Aunque no sé si lo digo por ser amable con él —admitió soltando una risita.
Después de otra hora de charla y de otras cuantas copas del coñac del perito especializado, ciertamente notable, el anfitrión de Johansson sugirió que tal vez debieran jugar una partida de billar. A él le parecía oportuno redondear la velada abandonándose a alguna de esas actividades algo más deportivas. Dado que Johansson había oído verdaderas historias de terror sobre el particular, declinó la oferta.
—No sé jugar al billar —respondió Johansson meneando la cabeza a modo de disculpa.
—Si quieres, puedo enseñarte —dijo el perito especializado mirándolo esperanzado.
—Me encantaría, pero habrá que dejarlo para otra ocasión —respondió Johansson—. Digo yo que querrás acostarte —añadió.
Acto seguido, Johansson le dio las gracias por tan extraordinario refrigerio. Pidió un taxi y se fue al apartamento de la calle Wollmar Yxkullsgatan, donde pasaría la noche sin su mujer. Y apenas se metió en la cama se quedó dormido, prácticamente de inmediato.
Ese tío tampoco puede estar muy en sus cabales, pensó Johansson antes de que Morfeo le rodease los hombros con el brazo.