Alnön, a las afueras de Sundsvall, martes 5 de agosto
Lars Martin Johansson estaba iniciando la última semana de las vacaciones más largas de su vida.
Pronto haría dos años desde que dejó su puesto como jefe de operaciones del servicio de inteligencia para dirigir una de las investigaciones más secretas de la historia de la constitución sueca. También aquella misión tocaba a su fin. Lo único que faltaba por hacer bien podía quedar en manos de la secretaría del gabinete, y la semana previa al solsticio Johansson dejó el país y se dedicó a recorrer Europa con su mujer. A ella le gustaba viajar —nuevas caras, lugares nuevos, nuevas impresiones—, mientras que Johansson prefería un buen libro, un teléfono que no sonara nunca y buena comida.
Con independencia de la disparidad de los motivos, los dos solían volver a Suecia de un humor excelente. De acuerdo con una promesa de hacía varios años que, poco a poco, se transformó en una tradición, pasaban la última semana de las vacaciones en Alnön, en la granja que el hermano mayor de Johansson tenía en Sundsvall. Más paz y tranquilidad, buena comida y mejor bebida, unos anfitriones nada sentimentales y muy generosos que, cuando los animaban a sentirse como en casa, lo decían con total sinceridad. Y lo más importante de todo, pensaba Johansson, ¿qué había de esencial o positivo en el mundo que pudiera compararse con Suecia en nada? Nada y en ningún lugar, se dijo suspirando profundamente de puro placer, antes de dormirse en la hamaca.
Johansson tenía a la sazón tres teléfonos móviles. Uno particular, uno en el trabajo habitual y otro tan secreto que solo había tenido que utilizarlo para hacer ciertas llamadas. Por si acaso, también era rojo, y Johansson había programado personalmente la señal de llamada en la memoria del teléfono. Salvo por el volumen, el mismo sonido de la sirena de la policía. Se sentía más orgulloso que un gallo. Una vez instalado el tono, se lo enseñó a su mujer haciendo una llamada a ese número, de modo que ella tuviera la oportunidad de disfrutar de sus habilidades técnicas. Y la primera vez que lo oyó sonar, su creador siguió roncando en la hamaca tranquilamente.
Lo más probable es que los alemanes hayan hecho una oferta de pago al contado por toda Småland, pensó Pia, la mujer de Johansson, que trabajaba en un banco como gestora de capitales. Acto seguido, dejó el libro que estaba tratando de leer y atendió la llamada.
—¿Sí? —dijo Pia. No se atreve una a decir cómo se llama, por no ir a parar a la cárcel, se dijo.
—Enchanté —respondió una voz cansina al otro lado del hilo telefónico—. Doy por hecho que eres quien creo que eres —prosiguió la voz—. Y por mucho que me gustara continuar esta conversación contigo cara a cara, debo pedirte que me pongas con tu marido.
—¿De parte de quién? —preguntó Pia—. Aunque igual no tienes nombre —aclaró Pia.
—Nada de nombres, lo siento —constató la voz cansina—. Dile a tu marido que el antiguo compañero de Pilgrim quiere intercambiar con él unas palabras.
—Y si pregunto acerca de qué, iré a la cárcel —dijo Pia.
—Si te contesto, seré yo quien vaya a la cárcel —la corrigió el antiguo compañero de Pilgrim con un tono casi ofendido.
—Voy a despertarlo —dijo Pia. Son como niños, pensó.
—¿Quién era? —preguntó Pia llena de curiosidad diez minutos después, una vez que su marido hubo terminado entre susurros la conversación que, por razones desconocidas, había mantenido al fondo de la gran terraza, antes de apagar el teléfono rojo con un suspiro y de volver a hundirse en la hamaca.
—Un viejo conocido —respondió Johansson evasivo.
—Ah, uno de esos granujillas secretos sin nombre, ¿verdad? —dijo Pia.
—Bueno —replicó Johansson encogiéndose de hombros—. Trabaja en el gabinete gubernamental como experto, ayuda al primer ministro a esto y a aquello y se apellida Nilsson.
—Aaah —respondió Pia—. Nuestra eminencia particular. El homólogo del cardenal Richelieu en la democracia sueca.
—Sí, más o menos —afirmó Johansson—. Algo así, en esta comarca —aclaró.
—¿Y qué quería? —quiso saber Pia.
—Nada en particular, charlar un poco —dijo Johansson.
—Ya, o sea, que tienes que ir a Estocolmo —constató Pia, que había vivido la misma situación en otras ocasiones.
—Sí, pero estaré de vuelta mañana. Si no tienes inconveniente.
—Me parece una idea estupenda —dijo Pia—. Así te pasas por casa y me traes unas cosas que necesito para la fiesta del sábado.
—Por supuesto —dijo Johansson—. Por supuesto —añadió, dado que ya tenía la cabeza en otro sitio y no quería provocar discusiones innecesarias.
—Por un momento creí que estaba borracho —dijo Pia—. Sonaba como si lo estuviera.
—Bueno, supongo que, simplemente, estaba de buen humor —respondió Johansson quitándole importancia—. Solo son las doce, ni siquiera habrá tenido tiempo de almorzar.
—Ya, en ese caso, será que está contento. Un muchacho alegre —dijo Pia.
—No lo creo —repuso Johansson y negó con convicción—. ¿Qué te parece a ti, por cierto? —preguntó mirando el reloj—. Me refiero a lo de almorzar algo, ¿no?