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Los sueños acudían ahora con más frecuencia. Soñaba con aquel verano de hacía casi cincuenta años, en que le regalaron la primera bicicleta de verdad y su padre le enseñó a montar. Aunque esa noche no soñó con la Crescent Valiant roja, sino con su padre y con su madre.

Un verano extraño en que las vacaciones de su padre no parecían acabar nunca. Finalmente, le preguntó. «Papá, ¿cuánto duran tus vacaciones?».

Primero su padre puso una cara rara, pero luego le revolvió el pelo y todo volvió a ser como siempre. «Tanto como sea necesario para enseñarte a montar en bicicleta —me dijo—. El tiempo que haga falta, y el trabajo no se irá». Luego me revolvió el pelo otra vez. Una extra.

Fue un verdadero veranillo indio, y a medida que pasaban los días, su padre se iba pareciendo cada vez más a un indio. Delgado, quemado por el sol y con los pómulos tan salientes. «Pues tú pareces un indio de verdad, papá», le dijo.

«Es normal —le respondió el padre—. Con este tiempo tan bueno que estamos teniendo».

Una noche se despertó. Debió de oír algún ruido. Bajó de puntillas por la escalera del desván y cuando llegó al vestíbulo, vio que su padre y su madre estaban en una silla de la cocina. Ella estaba sentada en las rodillas de su padre, abrazada a su cuello y con la cabeza hundida en su pecho. Su padre le había rodeado la cintura con una mano mientras le acariciaba el pelo con la otra.

«Todo se arreglará —murmuraba su padre—. Todo se arreglará».

Ninguno de ellos lo había visto y volvió sin hacer ruido a su habitación, a la buhardilla, y poco a poco se durmió.

Cuando se sentaron a desayunar, todo parecía como siempre. «¿Estás listo, Jan? —le preguntó su padre apartando la taza de café—. ¿Nos damos una vuelta con la Valiant?».

«Siempre listo, papá», respondió Jan.

Y entonces Jan se despertó.