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Växjö, lunes 4 de agosto

Para la unidad de investigación, la semana había empezado tranquila y casi con un aire académico. En la reunión matutina, Enoksson dio cuenta de los últimos resultados de la Científica que les habían enviado el laboratorio y los demás expertos a los que habían consultado.

Habían examinado las huellas dactilares halladas en el lugar del crimen. Cinco de ellas pertenecían a personas a las que no habían podido identificar. Una de las series debería proceder del autor del delito y, además, tenían una idea de cuál era el más interesante. Puesto que no estaban totalmente seguros, buscaron en todos los registros de la policía, pero no hallaron ninguna coincidencia. En el peor de los casos, podría ser que ninguna de aquellas huellas fuese del asesino, aunque sí figurara en los registros. Eso, por un lado.

Por otro, estaban los resultados de pelo y fibras que también estaban en su poder. Una decena de muestras de vello púbico, dos de vello corporal y varios pelos de la cabeza, que pertenecían al asesino. Las pruebas de ADN eran claras sobre ese particular y no existían otras alternativas probables de interés. Los demás análisis clínicos de cabello, sangre y esperma habían proporcionado información adicional sobre el asesino al que buscaban.

—Lo de que tal vez se metía un poco de todo no iba tan desencaminado —dijo Enoksson y, por alguna razón, se dirigió a Bäckström en lugar de a Lewin.

En el pelo de la cabeza habían encontrado restos de cannabis. Puesto que no había indicios de que se hubiera cortado el pelo en los dos últimos meses —cabello rubio y medio largo, sin canas y quizá el tipo de cabello más normal entre los hombres no demasiado mayores de Växjö y alrededores—, también podían pronunciarse sobre sus hábitos de consumo.

—No parece tratarse de un gran consumidor. Según la persona del laboratorio con la que hablé, estamos ante un sujeto que consume de cuando en cuando. Quizá una vez al mes, cada dos semanas, algo así. Desde luego, no un gran consumidor.

Enoksson se encogió de hombros, pero al mismo tiempo, se le veía encantado.

—Además —continuó—, parece que toca todas las cuerdas de la lira, puesto que el análisis toxicológico ha detectado restos de estimulantes del sistema nervioso central en la sangre que hallamos. Que no era mucha, la verdad. Para ese resultado, quiero decir. No está nada mal.

—Es decir, alguien que fuma hachís de vez en cuando y que, además, ha tomado anfetaminas. ¿Lo he entendido bien? —preguntó Lewin.

—Sí —respondió Enoksson—. Aunque es más acertado decir que consume. Existen otras formas de tomar hachís y de meterse anfetaminas. Administar el consumo, lo llaman los médicos. Podemos decirlo así —explicó—: Tenemos a una persona que algunas veces al mes, incluso alguna vez por semana, consume cannabis y, seguramente, lo hace fumando hachís y… o marihuana. Es el hábito de consumo más frecuente, sobre todo entre los toxicómanos ocasionales, pero existen otras formas, como muchos de vosotros sabéis sin duda.

—¿Y las anfetaminas? —preguntó Lewin.

—Las mismas reservas —respondió Enoksson—. Anfetaminas o alguna otra sustancia estimulante. Existen en el mercado varios fármacos similares que ha podido inyectarse, masticar o beber. Según el laboratorio, tampoco parece un gran consumidor de estimulantes. Los de Linköping creen que los consume más o menos siguiendo el mismo patrón que el cannabis: esporádicamente, y lo normal es que tome pastillas o se las beba disueltas en agua.

—No es el típico drogata, al menos no de los peores —constató Bäckström satisfecho—. No ha tenido que dejar las huellas en la policía, se droga solo de vez en cuando y se corta el pelo como la gente normal.

—Cierto, Bäckström, cierto —convino Enoksson—. Por otro lado, parece que sí recurre al consumo de cannabis y anfetaminas. En cuanto a las huellas dactilares, no podemos descartar que se nos hayan pasado, aunque no lo creo. Además, tenemos el mayor problema: lo que le hizo a Linda. Así que no creo que sea un tipo tan normal.

—Ave o pez, esa es la cuestión —dijo Olsson asintiendo perspicaz.

—Ni lo uno ni lo otro, si quieres saber mi opinión —dijo Enoksson tajante—. Lo más interesante me lo había reservado para el final, la verdad. —Continuó, encantado al ver las reacciones del público—. Sí señor. Ahora sí que viene lo bueno.

En el marco de la ventana y en el alféizar habían encontrado fibras. Una fibra textil de color azul claro que, según los expertos del laboratorio, procedía de un jersey fino. La estructura de la fibra, el grosor y el resto de las características indicaban que se trataba de un jersey tan fino que, al menos por la noche, podría llevarse sin sufrir un golpe de calor, dado el tiempo que tenían ese verano en Växjö, y en gran parte de Suecia, por cierto. Además, estaba lejos de ser una fibra textil normal.

—No se trata de un jersey normal —declaró Enoksson—. Estamos hablando de una fibra que contiene un cincuenta por ciento de cachemira, y otro tanto de un tipo distinto de lana, también exclusiva. Según el laboratorio, se trata de un jersey que cuesta varios miles de coronas. Incluso más, si es de una marca de lujo.

—Vaya, podría ser algo que le hubiera regalado a Linda su padre —dijo Sandberg vacilante—. ¿No será por eso por lo que las encontrasteis allí? Me refiero a las fibras.

—Ya, te refieres a que quizá Linda puso el jersey en la ventana para secarlo o para airearlo —adivinó Enoksson.

—Sí, exacto —respondió Sandberg—. Una idea muy propia de las mujeres. ¿Lo habéis pensado, chicos? —preguntó mirando a los colegas reunidos en torno a la mesa.

—En cualquier caso, el jersey no estaba en el apartamento —dijo Enoksson—. Además, había restos de sangre en las fibras que encontramos en la ventana. Queda por averiguar si el asesino se lo llevó puesto y, de ser así, qué hizo con lo que él llevara, si es que no llegó sin camiseta. Elemental, querido Watson —constató Enoksson satisfecho, asintiendo en dirección a Olsson.

—Bueno, eso podremos averiguarlo —dijo Bäckström, que, a su vez, asintió mirando a Rogersson—. Y si es el jersey del asesino, parece que podrá rastrearse —concluyó.

—Si es que lo compró él —repuso Olsson vacilante—. Si el tipo encaja en el perfil que ha dado el grupo de análisis de conducta, lo habrá robado.

—Exacto, Olsson —dijo Bäckström—. Estoy totalmente de acuerdo contigo. Si no lo ha robado o se lo ha llevado sin más de un tendedero, lo habrá encontrado en alguna playa de Tailandia, cuando haya estado allí de vacaciones. Cuando se investiga un caso de asesinato, hay que estar al loro de verdad…

—Entiendo, Bäckström. Retiro lo dicho —dijo Olsson sonriendo.

Además de afeminado, humilde, pensó Bäckström.

La cacería en pos del jersey de lujo se inició por teléfono. En primer lugar, Rogersson llamó a la madre de Linda para preguntarle. La mujer estaba completamente segura. Ella no había tenido jamás un jersey así. Y el azul claro no era para ella, sencillamente.

¿Y su hija? ¿Tenía Linda algún jersey azul claro de cachemira? No, ella al menos no recordaba que tuviera ningún jersey así, aunque tenía muchísima ropa. Para estar totalmente seguros, no obstante, le sugirió a Rogersson que hablara con el padre de Linda. Si se lo habían regalado, habría sido su padre, sin duda.

—Un jersey azul claro de cachemira —repitió Henning Wallin—. No, yo no le regalé ninguno. Al menos, no que yo recuerde. Su color favorito era el azul, pero no precisamente el azul claro.

Henning Wallin terminó la conversación diciéndole que hablaría con su asistenta. Ella debería tener alguna información, ya fuera positiva o negativa. Y dicho esto, prometió llamar en cuanto hubiera hablado con ella.

—¿Es importante? —preguntó Henning Wallin.

—Podría serlo —respondió Rogersson—. En la situación actual, casi todo es importante.

—Ese jersey… —dijo Rogersson a Bäckström una hora después.

—Te escucho —dijo Bäckström. Ahora nos iría de miedo una cerveza fría, y quién coño tiene ganas de hablar de jerséis con este calor, pensó.

—No parece que sea de Linda. He estado hablando con el padre, que a su vez ha hablado con la asistenta, que me ha llamado lamentándose de cómo había cosido y remendado y lavado y planchado y doblado y colgado la ropa de Linda y de su padre en el armario, de cómo había trabajado para ellos como una mula los últimos diez años.

—¿Y? —preguntó Bäckström.

—No tiene noción de que ningún jersey azul claro de cachemira le haya amargado la vida —dijo Rogersson—. Aunque, por lo demás, parece haber tenido montones de prendas de las que ocuparse.

—Y la madre, ¿qué? —quiso saber Bäckström.

—No es su color. No es para nada su color. Ni remotamente —dijo Rogersson—. Así que de ella podemos olvidarnos.

¿Cómo que no es su color?, pensó Bäckström. Las mujeres están como cabras, se dijo. Él tenía un jersey que era su favorito. De rayas horizontales en azul, rojo y verde. Se lo había encontrado hacía unos años en una investigación de asesinato en Östersund. Algún rico despreocupado se lo había dejado en el comedor del hotel antes de que Bäckström se apiadase de él. Además, hacía un frío que pelaba cuando llegó, a pesar de que estaban solo a primeros de agosto.

El comisario Lewin no había dedicado ni un minuto a pensar en el probable jersey azul claro. Era demasiado viejo para andar corriendo de ese modo en busca de esto o de aquello. Y todos los que sabían de qué iba el tema eran conscientes de que se trataba sobre todo de distinguir entre lo fundamental y lo superfluo, y lo grande de lo pequeño, y de que había que mirar bien para descubrir qué era qué. Lo de la vivienda de la madre de Linda, por ejemplo. Además, contaba con la mejor ayuda de la que se podía disponer para los aspectos prácticos de la búsqueda.

—Te comprendo perfectamente, Janne —dijo Eva Svanström—. No me explico por qué Bäckström y todos los demás dan por sentado que todo esto tiene que ver con Linda. Llevo todo este tiempo pensándolo. ¿No iría el asesino a visitar a la madre? He buscado la foto del pasaporte, por curiosidad, y si es como aparece ahí, me cuesta creer que no haya un montón de hombres en su vida.

—Bueno, no nos precipitemos… Eva —objetó Lewin, puesto que estaban solos, aunque él habría preferido que no lo llamase Janne, sino Jan, con independencia de que estuvieran solos o con otros colegas.

Pese a todo, la mayoría de las pruebas indicaban que aquello tenía que ver con Linda, según Lewin. Linda era la víctima y, con independencia de todas las barbaridades a que la habían sometido, el crimen parecía dirigido contra ella en particular. Era algo muy personal y muy privado. El hecho de que la hubiera envuelto en la sábana después, que se hubiese tomado la molestia de cubrirle la cara y el cuerpo, era expresión de una culpa y de una angustia profunda, y de que no soportaba verla a ella precisamente.

Para Lewin aquello era también una señal. Era algo a lo que los pirados delincuentes sexuales normales y corrientes a los que había investigado jamás se dedicaban. En esos casos se trataba más bien de exponer a la víctima de un modo sexualmente retador y tanto como fuera posible. Para humillarla incluso más después de la muerte, para impresionar a quienes la encontrasen y a quienes fueran a buscarlo. Pero sobre todo para alimentar sus propias fantasías mientras cometía el delito y almacenar los recuerdos para necesidades futuras. Tampoco encajaba con los maridos, los ex maridos y todas las categorías posibles de novios que estallaban por celos, alcohol y locura común en contra de sus mujeres y novias, que las golpeaban y las herían y convertían el lugar del crimen en un matadero.

Y existían ciertos detalles. Pequeños pero no carentes de interés, que señalaban más a Linda que a su madre. Esta había pasado en el apartamento todo el mes anterior. En cuanto empezaron sus vacaciones de verano, se trasladó a la casa de campo. Las contadas ocasiones en que estuvo en la ciudad, tenía recados que hacer. Linda, por su parte, estuvo sola en el apartamento durante tres semanas seguidas, con todas las posibilidades de encuentros, contactos y coincidencias fortuitas posibles que tal situación le ofrecía.

—Quieres asegurarte de que la madre no tiene nada que ver —dijo Eva Svanström y, curiosamente, sonrió del mismo modo que la madre de Lewin cuando él era pequeño y necesitaba consuelo.

—Sí —dijo Lewin—. La verdad, sería un gran alivio.

—De acuerdo —dijo Eva—. Pues te diré cómo son las cosas.

Algo más de diez años atrás, en relación con el divorcio de los padres, Linda y su madre dejaron Estados Unidos y volvieron a Växjö. La madre de Linda había nacido y se había criado en Växjö y, salvo los dos años que pasó en Norteamérica, había vivido allí siempre. Otro tanto ocurría con su hija. Nacida en la maternidad de Växjö. Cuando tenía seis años, se mudó con sus padres a Estados Unidos. Cuatro años después, a tiempo para el comienzo del curso en otoño, se mudó con su madre al edificio de la calle Pär Lagerkvist, que le había correspondido a la madre después de la separación.

Y allí estaba la madre censada desde entonces. Tampoco había nada que indicase que hubiese vivido en otro lugar. Naturalmente, a excepción de las temporadas que pasaba en la casa de campo de Sirkön, que compró un año después de volver a Suecia, y donde había pasado veranos, fines de semana y otras fiestas.

En aquella misma dirección estuvo censada Linda hasta que cumplió los diecisiete y fue al instituto en Växjö. Para entonces, también el padre había vuelto a Suecia, se había comprado una granja al sur de Växjö y, después de muchos meses, se fue a vivir con él su única hija. El primer año, no obstante, Linda llevó al parecer una vida bastante ambulatoria, y tenía una habitación tanto en la ciudad, en casa de su madre, como en el campo, con el padre, donde estaba censada. Cuando terminó el bachillerato, se sacó el permiso de conducir y consiguió un coche propio, que le regaló su padre. Al parecer prefirió el campo a la ciudad y cada vez se quedaba menos a dormir en casa de su madre.

Svanström no había encontrado ni rastro de «hombres» en relación con aquella vivienda; al menos, no desde el punto de vista censal. Solo Linda y su madre estuvieron censadas en aquella dirección.

—Ya veo —suspiró Lewin.

—No parece que te hayas quedado satisfecho —constató Svanström—. No estaría mal que me dijeras por qué. Sería más fácil para mí si supiera qué tengo que buscar, vamos.

—La verdad es que no lo sé. ¿Y qué me dices de los demás vecinos del bloque? Quiero decir que cuánto han vivido allí.

Según Svanström, todos llevaban muchos años viviendo allí, si no más que la madre de Linda, con una excepción. El único inquilino que se había mudado en los últimos diez años era el bibliotecario, Marian Gross, que había comprado el apartamento y se había trasladado allí cuando constituyeron la cooperativa de propietarios, unos años antes.

—Claro que a él lo habéis investigado a fondo a estas alturas —dijo Svanström—. Además, su ADN no coincidía, ¿no? Así que está descartado, según tengo entendido.

—Si Gross compró un piso, alguien tuvo que vendérselo —razonó Lewin—. Y que mudarse de allí.

—No, en su caso no fue así —respondió Eva Svanström—. Lo creas o no, lo he comprobado, aunque me llevó un buen rato. Se lo compró a otra propietaria que vivía allí cuando Linda y su madre se mudaron, y que sigue residiendo en el edificio, por la sencilla razón de que poseía dos viviendas. Además, vi que tenía algo así como una asesoría fiscal, por lo que es probable que utilizara de oficina el piso que compró Gross. Supongo que, desde un punto de vista jurídico, es un poco complicado tener la oficina en una vivienda. Sobre todo en una cooperativa pequeña. Y seguramente cobró un buen dinero.

—Margareta Eriksson —dijo Lewin de repente.

—Así se llamaba —afirmó Svanström—. Cuánto sabes, Janne. Me pregunto para qué me necesitas. Por cierto que es la misma Margareta Eriksson que apareció en el periódico. Con la historia del asesino que se supone que había intentado meterse en su casa la misma noche que mataron a Linda.

—Exacto, la misma —dijo Lewin, que por fin empezaba a ordenar sus pensamientos. Cierta estructura en su existencia.

—Aunque sigo sin comprender qué buscas —constató Svanström.

—Yo tampoco, si quieres que te diga la verdad —confesó Lewin—. ¿Sabes qué, Eva? Vas a hacer lo siguiente. Vas a llamar a Margareta Eriksson y le vas a preguntar sobre el tema.

—Pero todavía no sabes por qué quieres que lo haga, ¿no? —dijo Svanström.

—Nada, un tiro a ciegas —admitió Lewin sonriendo—. Un tiro a ciegas contra un objetivo desconocido —añadió.

—Bueno, si eso te hace feliz —dijo Eva encogiéndose de hombros.