En la unidad de investigación el trabajo rodaba según los planes. En especial en lo referente a la recogida de ADN de los posibles asesinos, se desarrollaba todo de un modo tan prometedor que incluso Bäckström podía soportar algún que otro revés. Tanto la bolilla de rapé como el pañuelo de papel habían quedado descartados, y la única gota de amargo ajenjo en aquel cáliz de júbilo forense era, posiblemente, la turbia información del análisis de Bengt Karlsson. Les había llegado por fax del laboratorio, donde un técnico agrio y agotado adjuntaba la pregunta de si los que trabajaban en el caso Linda ya no sabían leer un párrafo seguido: «Tal y como se indica en el anterior informe del laboratorio, el perfil de ADN de esta muestra no coincide con el perfil de ADN del caso en cuestión».
Por desgracia, Olsson se encontraba junto al fax cuando llegó el mensaje, y fue él quien se lo entregó a Adolfsson y le pidió que lo incluyera en el registro informático junto con las demás respuestas.
—Ya veo que el nombre está borrado. Adolfsson, ¿tú tienes idea de quién se trata? —preguntó Olsson lleno de curiosidad, puesto que aún tenía fresca en la memoria su intervención secreta con el corazón de manzana de Claesson.
—Será el desgraciado de Bengt Karlsson. El de la asociación esa —respondió Adolfsson.
—Pero, por Dios bendito, ¿quién lo ha metido en esto? —preguntó Olsson indignado.
—Habla con Bäckström. Seguro que él lo sabe —se limitó a decir Adolfsson encogiéndose de hombros—. De todos modos, lo voy a incluir por orden alfabético. En la ka de Kalle y de Karlsson —aclaró.
Olsson se fue derecho a ver a Bäckström y le hizo la misma pregunta que a Adolfsson. Por el amor de Dios, ¿cómo se le había ocurrido a nadie investigar el ADN de Bengt Karlsson? Según Bäckström, la respuesta a aquella pregunta era muy sencilla. Bastaba con echar una rápida ojeada a sus registros para comprobar que hasta un civil pensaría que sería incumplimiento del deber no contrastar a un tipo como Karlsson. Bäckström estaba de un humor de lo más diplomático, de modo que evitó conscientemente utilizar la expresión un tanto delicada de «policías de pueblo» cuando hablaba con uno de ellos, pese a que incluso un policía de pueblo como Olsson debería haber comprendido que a los civiles, a diferencia de los policías de pueblo normales, les estaba vetado involucrarse en los deberes y haberes de la policía.
También Olsson había intentado mostrarse tolerante. Precisamente en el caso de Karlsson, se trataba de una historia que, según él, a aquellas alturas, inducía por completo a error. Después de la última sentencia, Bengt Karlsson había participado, voluntariamente y por iniciativa propia, en un programa de consultas externas muy exitoso en el hospital de Sankt Sigfrid. Sirviéndose de las últimas técnicas científicas de modificación de la conducta, habían intentado cambiar el patrón delictivo de maltratadores reincidentes y Karlsson, en concreto, constituía el caso con mejores resultados hasta la fecha. Desde lo más hondo de su ser, de arriba abajo, aquel hombre se había transformado en otra persona. Bengt Karlsson había pasado de ser un puño cerrado a convertirse en unos brazos abiertos y, desde hacía ya muchos años, una de las personas más activas a la hora de ayudar a hombres maltratadores a volver a una vida de funcionamiento normal.
—Comprendo que te cueste asimilarlo, Bäckström, pero Bengt Karlsson es hoy por hoy el hombre más bueno del planeta. Lo único que desea es ir por ahí dando abrazos a todo el mundo —concluyó Olsson.
—Ya entiendo, Olsson —respondió Bäckström. Pero parece que con Linda no fue así, pensó.
—Quiero saber lo que piensas tú, Bäckström —dijo Olsson muy serio—. ¿Qué opinas, de verdad?
—Genio y figura —dijo Bäckström con una sonrisa burlona.
Lamentablemente, también el colega Lewin había empezado a comportarse de un modo cada vez más extraño, pese a que trabajaba en la comisión de homicidios de la judicial central y debería saber algo más. Lewin andaba por ahí haciendo preguntas raras a sus colegas, lo que sin duda demostraba claramente los riesgos de caer en cavilaciones estructurales, pensaba Bäckström.
En primer lugar, Lewin mantuvo con Rogersson una larga conversación que trataba principalmente sobre la madre de Linda, en lugar de sobre la víctima de asesinato. Y además, sobre detalles sorprendentes como dónde habían vivido en realidad la madre y la hija desde que volvieron de Estados Unidos cuando la separación, hacía más de diez años.
—Según ella misma dice en el interrogatorio, ha vivido todo el tiempo en la misma dirección —dijo Rogersson.
¿Y qué tiene eso de extraño?, pensó.
—Lo comprobaré con Svanström —dijo Lewin, que era muy discreto con su vida privada y nunca soñaría con llamarla Eva delante de otros hombres cuando ella no estaba presente.
—Pues sí, Lewin, compruébalo con ella —dijo Rogersson con una sonrisa enigmática. Habla con la buena de Svanström—. ¿Algo más? —preguntó mirando el reloj con descaro.
Una cosa más, según Lewin. Si Rogersson tendría la amabilidad de llamar a la madre de Linda y hacerle una última pregunta.
—Creo que lo mejor será que lo hagas tú, Rogersson, puesto que ya la conoces —explicó Lewin.
—La pregunta —lo apremió Rogersson—. ¿Qué quieres saber?
—Si puedes llamarla y preguntarle si ha tenido perro —dijo Lewin.
—Perro —repitió Rogersson—. Quieres saber si ha tenido perro, ¿no? ¿Tienes en mente alguna raza en particular o te vale uno cualquiera?
—Es que se me ha ocurrido una idea —dijo Lewin evasivo—. Tú llámala y pregúntale si ha tenido perro, solo eso.
—A saber por qué quería saberlo —dijo Bäckström. Él y su colega estaban sentados en su habitación del hotel y acababan de iniciar los consabidos preparativos para el fin de semana—. No será que se le ha ido del todo la cabeza, ¿verdad? Lewin siempre ha sido un tío muy raro. Apenas lo he visto con una buena cerveza en la mano en todos estos años. —Así que algo de un puto perro, pensó Bäckström. Bah, qué más da, se dijo.
—Probablemente se dio en la mollera con el larguero de la cama al saltar encima de la Svanström —rió Rogersson.
—¿Y había tenido perro? —preguntó Bäckström, volviendo a pensar en aquel detalle—. Me refiero a la madre de Linda —explicó.
—No —respondió Rogersson—. No ha tenido perro nunca. No le gustan los perros. Ni tampoco los gatos, por cierto. Linda tenía un caballo, pero estaba en la finca del padre, no en el apartamento. Y de ahí no pasamos.
A pesar del policía de pueblo Bengt Olsson, que no paraba de meter las narices, a pesar de los misterios estructurales del colega Jan Lewin y a pesar de que, nueve años atrás, el notorio maltratador Bengt Karlsson hubiese conseguido engañar de un modo muy sencillo a gente como Olsson, Bäckström estuvo todo el fin de semana de un humor excelente. Y el lunes por la mañana, en la ducha, hasta se puso a cantar.
—Voy a tomar el ADN de todo el mundo, mamá querida, voy a tomar el ADN, por ti y por mí —tarareaba Bäckström mientras los hilos de agua le refrescaban el cuerpo seboso y se enjabonaba con particular esmero debajo del brazo y en otros rincones y recovecos para evitar olores desagradables a lo largo del día.
El tío bueno del año en el Cuerpo de Policía, pensó. Que se preparen las damas.