Växjö, lunes 28 de julio-lunes 4 de agosto
En la primera reunión de la semana celebrada por la unidad de investigación, el comisario Bengt Olsson, jefe investigador de la policía, tuvo el placer de comunicarles que habían alcanzado un nuevo récord sueco. La ofensiva olssoniana de recogida de ADN realizada en Växjö y alrededores avanzaba imparable y durante el fin de semana habían superado los quinientos voluntarios. Había además unos cuantos cuya prueba de ADN era menos clara, por haberse recabado de una bolilla de rapé, un pañuelo de papel ensangrentado, el corazón de una manzana y un análisis de ADN anterior que tenía el laboratorio y cuyo número de registro estaba borrado.
El futuro colega, el aspirante a policía Löfgren, quedó descartado mediante el consabido bastoncillo, mientras que el colega con problemas psíquicos se descartó solo gracias a sus nuevos hábitos alimentarios tan saludables y sin tener la más remota idea ni conciencia del asunto. Por alguna razón, Lewin aprovechó la oportunidad para contar cómo se alcanzó el antiguo récord que acababan de superar. Y es que él y la judicial central también participaron en aquella ocasión. El caso de una mujer asesinada en Dalecarlia, el caso Petra, en el que solo se habían recabado quinientas muestras de ADN hasta el momento, pese a que el caso tenía ya varios años de antigüedad, todavía no se había resuelto y, en la práctica, estaba archivado. Después y por desgracia, Lewin decidió hacer un excurso excesivamente largo sobre su participación en aquel asunto.
—Recuerdo mi primera investigación del asesinato de una joven —dijo Lewin, como si hablara consigo mismo—. Pronto hará treinta años, así que muchos de vosotros ni siquiera habíais nacido. El caso Kataryna, lo llamaron en la prensa. En aquella época ni habíamos oído hablar de lo del ADN, y sabíamos que, si queríamos resolverlo, tendríamos que hacerlo por nosotros mismos y a la vieja usanza, sin la ayuda de un montón de métodos técnicos y científicos. La técnica criminológica era algo a lo que recurrían los tribunales, una vez que nosotros, los policías de a pie, habíamos atrapado al culpable.
—Perdona, Lewin —lo interrumpió Bäckström señalando el reloj—. ¿Qué te parece si vas al grano antes del almuerzo? Los demás tenemos cosas que hacer, la verdad.
—Enseguida —respondió Lewin impasible—. En aquella época teníamos un índice de resolución de casos de asesinato superior al setenta por ciento. En la actualidad, resolvemos bastante menos de la mitad. A pesar de todas las técnicas y los nuevos métodos a nuestro alcance, y, personalmente, me cuesta creer que nuestros casos sean mucho más difíciles que los de antaño. —Lewin asintió pensativo.
—¿Y eso a qué se debe? —preguntó de repente la colega Sandberg—. Supongo que has reflexionado bastante al respecto.
—Sí, claro que he reflexionado sobre ello —reconoció Lewin—. Piensa en lo del ADN, por ejemplo. Si funciona, no cabe duda de que se trata de una herramienta magnífica. Si es una buena muestra, como ocurre en este caso, y siempre y cuando encontremos a su portador.
—Entonces, ¿cuál es el problema? —insistió Sandberg.
—Pues que si el ADN es bueno, existe el riesgo de que sea tal el entusiasmo que pasemos por alto todo lo demás y perdamos las riendas de la investigación —dijo Lewin con un suspiro—. El viejo trabajo sistemático de investigación policial de toda la vida —añadió meneando despacio la cabeza con una sonrisa.
—Para encontrar lo que uno busca, no debe andar corriendo de un lado a otro como gallina sin cabeza —remató la colega Sandberg sonriendo también.
—Pues sí, así podríamos expresarlo —convino Lewin con un carraspeo.
Como último punto del orden del día, Sandberg dio cuenta de lo que ya sabía sobre la agresión a aquella mujer la noche del sábado.
—Hay tantos aspectos tan turbios que, sinceramente, creo que se lo ha inventado todo —concluyó Sandberg.
—Pero ¿por qué iba a hacer algo así? —preguntó Olsson—. Me cuesta creer que nadie se invente una cosa así.
—Ahora lo explico —dijo Sandberg que, de repente, sonó como su colega el comisario Jan Lewin, veinte años mayor que ella.
Ningún testigo había presenciado la agresión en la entrada del edificio ni había visto rastro alguno del agresor. No había el menor vestigio de pruebas técnicas, a pesar de que Enoksson y sus colegas habían pasado la aspiradora literalmente, tanto por el supuesto lugar de los hechos como por las inmediaciones. Lo único que tenían era el relato de la víctima sobre una agresión de la que había logrado defenderse oponiendo resistencia —entre otras medidas, mordiendo y arañando al agresor—, y la descripción que ella misma dio del atacante.
—Pues yo no veo nada raro en la descripción que dio —insistió Olsson—. Me parece una descripción estupenda. A ver qué decía… Un solo agresor, de unos veinte años, constitución robusta, musculoso, un metro ochenta de estatura, gorra negra de béisbol, camiseta negra, pantalones amplios de chándal de color negro, deportivas blancas, y tatuajes en los brazos. Una especie de volutas negras y anchas, como serpientes o dragones, que bajan por el antebrazo y terminan en las muñecas. La amenazó en inglés con tanto acento que está convencida de que no es ni británico ni americano. Seguramente yugoslavo o algo así. No es ningún secreto, al menos entre los que estamos aquí, que, por desgracia, esa es la pinta que suelen tener. Y empiezan a constituir un grave problema, la verdad —remató Olsson.
—Sí, desde luego, es una descripción excepcional —convino Sandberg—. Teniendo en cuenta lo que se supone que le ocurrió, estuvo la mar de atenta.
—Yo estoy de acuerdo contigo, Olsson —sonrió Bäckström—. Parece una joven atenta y espabilada. Y encaja perfectamente en el perfil que tenemos. Además, parece que la muchacha ha tenido tiempo de hablar para los diarios de la tarde y para la televisión, y ya ha dado cuenta de lo terrible que fue. Pronto nos leerá el tiempo en TV3 o enseñará las domingas en el programa ese.
—Gracias, Bäckström —dijo Sandberg secamente—. Pues entre otras cosas, eso es lo que me ha llamado la atención. Por lo general, las chicas que se ven expuestas a ese tipo de agresiones no tienen fuerzas ni para mirarse en el espejo. Ni para hablar con sus amigos y familiares más cercanos. Solo quieren que las dejen en paz.
Bäckström ya había resurgido de las cenizas tras el suceso con el aspirante a policía Löfgren, había enfilado a su próxima presa y se había arrojado al fuego de nuevo. Inmediatamente después de la reunión, se llevó a un lado al joven Thorén para informarse de cómo iban las cosas con Karlsson, el miembro de la junta de la asociación.
—Tenías toda la razón, Bäckström. El señor Karlsson no parece una buena persona —constató Thorén, y dio cuenta de los resultados de sus averiguaciones.
—A ese tío hay que recogerle el ADN —dijo Bäckström ansioso.
—Eso ya está hecho —dijo Thorén que, con la misma firmeza, le habló de la actuación de los colegas de Malmö.
—¿Y por qué coño no me has informado antes? —preguntó Bäckström iracundo—. ¿Es que era secreto o algo?
—Falta de tiempo —respondió Thorén animado—. Por eso lo hago ahora.
Idiota de cabo a rabo, completamente inútil, pensó Bäckström. Van por ahí como gallinas sin cabeza, se dijo.
—Siéntate, Lewin, siéntate —dijo Bäckström afable, y le indicó la silla para las visitas—. ¿Cómo llevas tus asuntillos? ¿Crees que conseguirás arreglarlos?
—Sí, seguro que consigo arreglarlo —dijo Lewin en tono neutro.
Lewin tenía dos propuestas concretas que podrían constituir un avance. En primer lugar, que volvieran a interrogar a la madre de Linda. Ninguno de los dos interrogatorios que tenían profundizaba lo suficiente, según Lewin. Siendo un poco críticos, no proporcionaban prácticamente ninguna información que no hubieran podido averiguar sin hablar con ella. En segundo lugar, quería que hicieran un nuevo intento con el aspirante a policía Löfgren.
—Ya sabes que yo siempre presto atención a lo que dices —dijo Bäckström en un tono amable. A pesar de que has estado a punto de llenar de mierda a medio Cuerpo de Policía con el puto negro, pensó.
—Mi idea es que le pidamos a Rogersson que interrogue de nuevo a la madre de Linda —dijo Lewin—. Rogersson es muy exhaustivo.
—Sí, ¿no es extraño? —convino Bäckström—. Y eso a pesar de que bebe como un puto ruso y anda siempre en los servicios.
—De eso yo no tenía ni idea —replicó Lewin parcamente—. Pero quizá tú estés mejor informado que yo al respecto, Bäckström.
—Bueno, la gente habla, ya sabes —dijo Bäckström con una sonrisa burlona—. ¿Y el negro, qué? ¿Quién se encarga de él? —preguntó.
—Si te refieres al aspirante Löfgren, la verdad es que estaba pensando ocuparme yo personalmente —afirmó Lewin—. Tengo la impresión de que será más fácil hacerle hablar ahora que lo hemos descartado.
—Seguro. Ahora irá como una seda —aseguró Bäckström. Y tú, Lewin, seguro que ganas el Premio Nobel tarde o temprano, pensó.